jueves, 31 de enero de 2013

Obertura de Tannhäuser. Wagner

Uno de los propósitos de este blog es dar a conocer la cultura española y europea en general y la música clásica en una parte importantísima de ella. Por eso y en el 200 aniversario de Wagner y Verdi voy a empezar subiendo su música.

Empezamos con la obertura de Tannhäuser dirigida por Karajan.

domingo, 6 de enero de 2013

Wagner y Verdi, vidas paralelas

En 1813 Europa estaba revuelta. Las tropas napoleónicas se retiraban en todos los frentes. Tras el fracaso de la invasión de Rusia la guerra de la sexta coalición se encontraba en pleno apogeo. No existía lugar del continente en el que no rugieran los cañones. El imperio francés que se desmoronaba a toda prisa era una metáfora de la misma Europa. Se extendía como una mancha de aceite desde España a Polonia y de Italia a Holanda. Lo que la guerra contra el corso no había impedido es que nacieran niños. Ese año vinieron al mundo dos que marcarían la historia de la música con letras indeleble.

Ambos, un alemán y un italiano, nacieron franceses porque el Ejército napoleónico aún ocupaba sus respectivos principados. El alemán se llamaba Richard Wagner y vino al mundo en el barrio judío de Leipzig. El italiano atendía al nombre de Giuseppe Verdi y vio su primera luz en un pueblito de lo que, hasta la invasión francesa, había sido el ducado de Parma. Ninguno de los dos estaba llamado a ser lo que terminaron siendo. A diferencia de grandes compositores como Bach o Mozart, ni Verdi ni Wagner pertenecían a una familia de músicos. Verdi era hijo de un simple tendero, Wagner de un oficial de Policía. Y oficios así les hubiesen correspondido de no ser por la genética. Los dos nacieron con un talento fuera de lo común para la música y, más concretamente, para el género que triunfaría y se impondría sobre todos los demás en el siglo que acababa de empezar: la ópera.

Como coetáneos que eran Verdi y Wagner estudiaron a la vez. Verdi sintió la llamada gracias a los años que pasó en la escuela de los jesuitas de Busseto, que contaba con una fabulosa biblioteca llena de partituras. A Wagner le llamaron antes las letras que las notas. A los 13 años escribió su primera obra, Leubald, una tragedia al estilo de Shakespeare, un autor que le fascinaba. Una vez la hubo terminado sintió la necesidad de ponerle música. Así murió el escritor y nació el operista. Verdi, por su parte, se había mudado a Milán, donde perfeccionó su técnica mientras no se perdía una sola ópera de las que programaba el teatro de La Scala.

Pero disfrutar de la ópera era muy diferente a vivir de ella. Concluidos los estudios, Verdi se empleó como profesor de música, Wagner como maestro del coro en un teatro. Trabajos ambos ideales para dedicarse a la composición en los muchos ratos libres que dejaban. En la década de 1830, ya establecidos como músicos, comenzaron a componer, cada uno a su estilo. Desde ese momento la producción de óperas del dúo no cesaría hasta su muerte y los llevaría a convertirse en los compositores más famosos del mundo.


“¡Viva Verdi!”
Wagner fue un revolucionario musical. Reinventó la ópera alemana cortando los últimos lazos que la unían con Italia, país donde había nacido el género un siglo antes. Eliminó los números separados (arias, dúos, coros, etc.) para centrarse en lo que él denominaba la “melodía infinita”. Consideraba que la ópera era el arte total, el único que reunía a todos los demás. Por esa razón se empeñó en hacerlo todo él, desde el libreto hasta la puesta en escena, pasando, naturalmente, por la partitura. Estas últimas solían ser piezas muy largas y de difícil interpretación. Para que nada se escapase a su control se propuso levantar su propio teatro, un recinto con las últimas tecnologías escénicas en el que se pudiese plasmar la grandeza de sus creaciones. Lo consiguió gracias al patronazgo de Luis de Baviera, el rey loco, un admirador incondicional de Wagner que llegó a decorar los techos de su castillo de Neuschwanstein con frescos inspirados en las óperas wagnerianas.
Verdi era de ambiciones más modestas. Carecía de la vena excéntrica y genial del alemán. Con paciencia y muchas horas de trabajo renovó la ópera clásica y le dio su forma definitiva. Dotado de una pasmosa facilidad para crear bellas y pegadizas melodías, sus paisanos le convirtieron en un ídolo nacional. Era habitual que al concluir sus óperas los asistentes irrumpiesen en gritos de “¡Viva Verdi!”, lo cual tenía mucho de espontaneidad latina y, sobre todo, de nacionalismo ya que su apellido era también el acrónimo de “Vittorio Emanuele, Re D’Italia”.
Porque tanto a Verdi como a Wagner les tocó poner música a dos eventos históricos de primera magnitud: el nacimiento de sus respectivas naciones. Wagner se lo tomó mucho más en serio. Convencido pangermanista, puso su música y sus textos al servicio de la construcción nacional. El romanticismo alemán y todas sus derivaciones sería difícilmente explicable sin las óperas de Wagner. Verdi, por su parte, se tenía por un patriota italiano, aunque huía de los excesos nacionalistas de su contemporáneo. En su obras la idea de la libertad y la lucha contra la opresión son omnipresentes, pero debidamente camufladas por el argumento.
Pero no fue la siempre efímera política lo que les hizo célebres, sino su música, ese arte de lo etéreo que otorga a sus elegidos el don de la inmortalidad.
Fernando Díaz Villanueva.

jueves, 3 de enero de 2013

La conquista de Granada


La conquista de Granada











Hoy se cumplen 520 años de la toma de Granada por los Reyes Católicos, dando comienzo a la formación de una España que hoy cada vez más voces ponen en duda.

El 2 de enero de 1492, tras 10 años de guerra, las tropas de los Reyes Católicos entraban en Granada, el último Estado islámico de la Península. El rey nazarí, Boabdil, rendía la ciudad. Así desaparecía el último reducto de poder musulmán en España desde aquel lejano año de 711. La Reconquista había terminado. La conquista de Granada fue un acontecimiento de alcance universal. No sólo fue decisiva para la Historia de España. Toda Europa la vivió, en aquel mismo momento, como una noticia formidable, uno de esos sucesos que hoy llenarían horas de radio y televisión, portadas y portadas de periódicos.
En Roma se celebraron grandes solemnidades religiosas que culminaron con una gigantesca procesión de tres días, presidida por el Papa. En el reino de Nápoles, la victoria cristiana fue conmemorada con una obra teatral cuyos personajes alegóricos eran la Alegría, el Falso Profeta Mahoma y la Fe. En Londres, en la abadía de Westminster, el canciller de la Corona, ante una enorme multitud convocada por las campanas, anunció solemnemente la victoria de los cristianos sobre los musulmanes.
¿Qué era el Reino de Granada?
El Reino de Granada era, para la época, una potencia importante. Había nacido hacia 1236 de la descomposición del Islam español. Mohamed ibn Nasr, llamado “el Rojo”, Alhamar, por el color de su barba, se proclamó sultán e instauró un reino independiente y una dinastía propia: la nazarí, es decir, los descendientes de Nasr. El territorio de este reino no era desdeñable: algo más de la mitad oriental de lo que hoy es Andalucía. Tenía una población muy numerosa (se calcula en unos 300.000 habitantes), una economía muy activa, buen suelo agrícola y largas costas, con una posición privilegiada en el Mediterráneo.
En una situación así, los reyes de Granada tendrán sobre todo dos objetivos. Uno, arreglarse con los reyes cristianos, es decir, con Castilla y Aragón. Castilla era poderosa, pero estaba muy poco poblada y tenía muchos problemas para consolidar los territorios conquistados. En cuanto a Aragón, su principal finalidad era que nadie estorbara a sus barcos en el Mediterráneo. Los nazaríes ofrecerán arreglos satisfactorios para ambos, generalmente bajo la forma de tributos económicos, las parias.
Y el segundo objetivo de los reyes de Granada será asegurarse la amistad de los musulmanes del otro lado del mar, los benimerines del norte de África, por si acaso hacía falta su concurso. Con este sistema, el reino aguantará más de 200 años. Fue especialmente brillante el siglo XIV, con un gran impulso cultural. A partir de ese momento, sin embargo, Granada entrará en decadencia. Cuando Fernando e Isabel unen las coronas de Aragón y Castilla, en 1479, Granada ya es un caos.
Isabel y Fernando, en efecto. Dos reyes que vienen con ideas nuevas. En Occidente se ha impuesto el ideal de la república cristiana, de la organización política construida en torno a una identidad religiosa, y su columna vertebral es la Corona. Los predecesores de los Reyes Católicos no sabían nada de todo esto, pero Fernando e Isabel sí; son las ideas que flotan en el ambiente. Además, recobra vigencia la idea fuerza de la recuperación de la España perdida, una idea que nace en la Corte asturiana en el siglo IX, que a lo largo de la Reconquista aparecerá y desaparecerá para volver a reaparecer, que con el tiempo se funde con el ideal de la Cruzada y que ahora, además, encaja perfectamente con ese otro ideal de la república cristiana. Para lograr este objetivo hay que conquistar Granada. Y así la toma de Granada se convertirá en una auténtica obsesión.
Las etapas de la guerra
Fernando e Isabel acometen la empresa de Granada en 1482. Puede sorprender que la conquista durara nada menos que 10 años, pero es que no fue en modo alguno una guerra fácil. Las fuerzas que los Reyes Católicos tienen a su disposición no son muy numerosas. Algunas crónicas aportan cifras fabulosas, de hasta 80.000 hombres, pero la verdad es que la mayor parte de la gente que se movilizaba eran tropas auxiliares para servicios de intendencia y transporte.
La fuerza principal serán las huestes señoriales del territorio andaluz, y estas estaban compuestas por grupos relativamente pequeños. Sólo con el tiempo irá asentándose un ejército profesional que será, más tarde, el que dará origen a la infantería española y a los tercios. Por otro lado, la geografía del Reino de Granada, lleno de serranías, impedía librar grandes batallas campales. De manera que las batallas de la guerra de Granada serán largos episodios de sitio y asedio de fortalezas, al típico estilo medieval, combinados con correrías en campo enemigo para hacerse con víveres y volver después a las propias líneas.
En una guerra así, los nazaríes pueden resistir con alguna comodidad. Pero el Reino de Granada tenía dentro su propio cáncer: la enemistad a muerte en el interior de la familia real. El sultán Abul-Hasam Alí, llamado Muley Hacén en las crónicas cristianas, está en guerra con su hijo Boabdil. Muley Hacén se apoya en un poderoso clan, los abencerrajes, pero estos se insubordinan. Así que el sultán tiene que huir junto a su hermano, Muhamad al Zagal, llamado en las crónicas el Zagal, y se hace fuerte en Málaga. Cuando muere Muley Hacén, el Zagal reclama el trono. Mientras tanto, Boabdil reina en la ciudad de Granada. La situación es caótica: el Zagal combate a los cristianos por su lado, Boabdil hace lo propio por el suyo, y a la vez ambos bandos moros se enfrentan entre sí.
En uno de estos lances, Boabdil cayó preso de las tropas cristianas. Los Reyes Católicos le impusieron condiciones de vasallaje que dieron la vuelta a la situación. A Fernando se le ocurrió una idea realmente malévola: utilizaría a Boabdil como punta de lanza contra su tío, el Zagal. Fernando ofreció a Boabdil territorios propios en señorío, a cambio de pelear contra la otra facción mora. Así en la guerra civil nazarí los castellanos pasarán a combatir junto a Boabdil y contra el Zagal. Este, el Zagal,sucumbe en 1490: entrega a Castilla sus tierras y emigra a Argelia. Los Reyes Católicos anuncian el final de la guerra. Llega el momento de pedir cuentas a Boabdil. Pero Boabdil, al parecer presionado por los partidarios de seguir la guerra, incumple el contrato. Y vuelta a empezar.
El impulso final
A partir de la primavera de 1490, Boabdil intenta pasar a la ofensiva. Sueña con sublevar a los musulmanes de los territorios ya controlados por los Reyes Católicos. Pero fracasa: la población, que no guardaba buen recuerdo del gobierno despótico de Muley Hacén, vuelve la espalda a la dinastía nazarí. Boabdil termina encerrándose en la Alhambra. Fernando e Isabel saben que Granada es inexpugnable, de manera que preparan un largo asedio. Instalan un campamento permanente en Santa Fe y se disponen a rendir la ciudad por hambre.
Lo del hambre no es una metáfora. En las semanas anteriores a la rendición, los habitantes de la ciudad se comieron sus caballos, sus perros, sus gatos y, al final, a 260 cristianos que tenían en prisión. Lo cuenta un manuscrito inglés de la época, redactado por el prior de Leicestershire según las noticias de un cruzado que participó en el asedio; lo ha descubierto recientemente el profesor de Tenerife José Gómez Soliño. Según ese documento, en Granada había en aquel momento 24.000 personas de entre 12 y 23 años, además de viejos y niños más pequeños. Como la población total era de en torno a30.000 personas, podemos suponer que la defensa de la ciudad no provocó la muerte de demasiada gente.
A todo esto, nadie crea que, mientras tanto, Boabdil se dedicaba a guerrear. Más bien se dedicó, en secreto, a negociar y renegociar las condiciones de la rendición. Finalmente, el 25 de noviembre de 1491 Boabdil firmaba unas capitulaciones, bastante generosas, que significaban el final de la resistencia. 
José Javier Esparza

La marcha Radetzky

Custoza, una remota y humilde pedanía en los confines occidentales del Véneto, escribió con letras de oro su nombre en la Historia durante la Guerra de Independencia italiana. Allí, en los verdes prados salteados por bosquecillos que la rodean, tuvieron lugar dos celebradas batallas entre austriacos e italianos.


El emperador se impuso a los rebeldes transalpinos en ambas ocasiones. En la primera, acaecida en 1848, la victoria llegó gracias al ojo clínico de Josef Radetzky von Radetz un mariscal austriaco de origen checo, veterano de las Guerras Napoleónicas, y que tenía por aquel entonces más de 80 años. 
La gesta de Radetzky se hizo famosa por todo el imperio. A su regreso a Viena la multitud se congregó a la entrada de la ciudad para recibir al Ejército vencedor acaudillado por el mariscal a caballo. Los triunfadores de Custoza venían cantando desde los pasos alpinos una tonadilla muy popular y pegadiza llamada Alter Tanz aus Wien (“Vieja danza de Viena”). Confundido entre la enfervorecida muchedumbre se encontraba Johann Strauss, el músico de moda en la Corte del emperador Fernando I.
Y fue el propio emperador el que encargó a Strauss que compusiese una marcha militar en honor a los héroes de Custoza y en especial a su general. Strauss se puso a ello y en pocos meses la tuvo lista para su estreno. No olvidó incluir en la melodía principal partes de la tonada que los soldados cantaban a todas horas. La incorporación de un motivo tan castrense hizo furor en los cuarteles, que pronto convirtieron la marcha en su más querida seña de identidad musical.
De eso se apercibió el propio Strauss el mismo día de su estreno frente a un nutrido grupo de oficiales austriacos. Conforme empezó la orquesta a sonar, los militares, todos de alta graduación, empezaron a zapatear el suelo con sus botas marcando el ritmo. Radetzky tuvo tiempo de saborear el éxito militar y el musical. No así Strauss, que moriría un año más tarde, víctima de la escarlatina que le había contagiado uno de sus hijos bastardos.
Viena en ruinas
La marcha Radetzky sobrevivió a su creador, a su inspirador, al emperador que hizo el encargo y al propio imperio. Cuando en noviembre de 1918 el último de los emperadores de Austria-Hungría presentó su renuncia, la Radetzky era ya la marcha militar más famosa y tarareada del mundo. El Ejército chileno, por ejemplo, la convirtió en himno de su academia en fecha tan temprana como 1896. Años después otra unidad militar, el Regimiento de Dragones de la Reina de Inglaterra la adoptó como marcha propia.
Tras la desmembración del imperio, la flamante Viena de los Habsburgo quedó reducida a un montón de altisonantes títulos nobiliarios sin utilidad alguna, a un ramillete de palacios neoclásicos repartidos por toda la ciudad y a las partituras de Strauss. La Orquesta Filarmónica de Viena supo rápidamente sacar gran partido de lo último. A partir de 1939, a instancias de su director Clemens Krauss, empezó a organizar un concierto el día de Año Nuevo. Al principio esta curiosa iniciativa –un concierto matinal y con un programa no precisamente para entendidos– pasó desapercibida más allá del círculo de aficionados de la capital.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial Viena se encontraba en ruinas y partida en cuatro zonas de ocupación como Berlín. Un siglo después, la Viena alegre y confiada de Strauss, Fernando I y Radetzky había muerto víctima de los bombardeos, el hambre y las enfermedades. Los músicos austriacos de la época ya no componían marchas, sino inaudibles empanadas dodecafónicas, acordes, por lo demás, a la devastación que lo envolvía todo.
Pero Krauss no lo veía tan negro. Se empeñó en seguir celebrando el concierto, dándole incluso un carácter más festivo. Fue en aquel momento cuando se incluyeron los dos temas que más hicieron por su fama internacional: el vals El Danubio azul y, a modo de grand finale, la Marcha Radetzky. El director de la Filarmónica estaba en lo cierto. En aquellos momentos de postración y muerte la gente necesitaba esperanzas y alegría. Y no sólo los austriacos. En los años 50 el concierto comenzó a retransmitirse en directo por varias estaciones de radio europeas, luego llegó la televisión y más tarde la industria discográfica. Había nacido una nueva tradición navideña cuyo villancico principal es, sí, exactamente, la Marcha Radetzky.
Fernando Díaz Villanueva

miércoles, 2 de enero de 2013