viernes, 1 de marzo de 2013

Aquí nadie se pega un tiro

Muy buen artículo de Kiko Méndez-Monasterio.


Los samuráis se abrían ellos mismos el vientre por honor y decencia.
Será por el vacío heterodoxo que ha dejado Benedicto, o por este invierno antipático y largo como la crisis. Por lo que sea empieza marzo gris y tristón como las canciones de otoño de Perales. Flotan entre el agua nieve –que es una precipitación antipoética, por indeterminada– síntomas de depresión colectiva, generacional, cuando ya no hay entusiasmo ni para las protestas. Quizá, con este clima, no ha sido muy oportuno que la prensa empiece a dar portadas con gente que se quita la vida, olvidando que está demostradísimo que estas noticias multiplican los casos, un contagio que se llama “efecto Werther”, porque también la novela de Goethe sirvió de inspiración a los suicidas. Por esa razón –cuando todavía existía esa sana costumbre de la censura, que tanta buena literatura ha generado– incluso llegaron a prohibir el libro en algunos países.
Aunque resulta razonable pensar que la decisión de desaparecer corresponde al espacio más individual de la persona, sucede que en muchas ocasiones es todo un acto social, una mezcla de epidemia y moda. En los años 80, Yukko Okada –una joven cantante japonesa– saltó por la ventana de su apartamento: pues bien, en las semanas siguientes casi no pasaba un día sin que un adolescente la imitara. Es cierto que en Japón lo de matarse no es igual, si hasta han hecho toda una ceremonia de cuestiones como abrirse uno mismo el vientre. Los samuráis, por ejemplo, antes de rajarse componían un poema breve, algo así: “Igual que la flor arrastrada por el viento, echo de menos a la primavera”. Pueden parecer versos mediocres, pero si uno sabe que después de esto el tipo se ha cortado en dos mitades, el valor literario crece. El samurái que escribió ese poema existió de verdad. No había sido capaz de proteger a su señor, asesinado por un rival, y se había pasado años planeando la venganza. Consiguió asaltar el castillo del asesino y le decapitó sin ceremonias. Luego salió al patio, escribió lo de la flor arrastrada y tal y se quitó la vida. Entendía que su venganza no le libraba de la deshonra de no haber defendido a su jefe.
Por cosas como esta, para hablar de honor, o simplemente de decencia, se suele acudir a Japón. Y es curioso, porque a España antes lo llamaban “el país del honor”. Al parecer exagerábamos mucho en eso. Ahora exageramos tanto en despreciar ese concepto que lo hemos desterrado. Y, por supuesto, aquí nadie se pega un tiro. Hay suicidios, sí, pero de desesperación, de impotencia, de rabia, quizá también de contagio por la irresponsabilidad de algunos capaces de todo por vender un periódico más. Pero los responsables del desastre se diría que, además de la impunidad judicial, han alcanzado una inmunidad contra esa epidemia.
No hay un banquero, un legislador, un asesor de la monarquía, un presidente de lo que sea capaz de levantarse la tapa de los sesos. Lo lamento. No porque les desee mezquinamente cualquier mal. Todo lo contrario, sólo es que me gustaría que al menos uno de ellos –y son tantos– se procurara un final digno.
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