viernes, 26 de abril de 2013

El testamento de la reina Isabel


  • En noviembre de 1504 Cristóbal Colón acababa de regresar a España y Ovando estaba poniendo orden en La Española. Y en eso se murió la reina Isabel
  • Isabel la Católica, reina de Castilla y, por su matrimonio con Fernando, reina consorte de Aragón, falleció el 26 de noviembre de 1504 tras varios meses de sufrimiento; se la llevó un cáncer de útero. Tenía 53 años. Con ella desaparecía el motor principal del descubrimiento de América. Pero Isabel dejaba un testamento que iba a cambiar la Historia del mundo.Isabel había reinado en Castilla por espacio de tres decenios. Cuando ella llegó al trono, Castilla era un reino precario, con la corona en manos de las ambiciones nobiliarias, enviscado en permanentes querellas de facción, con sus campos esquilmados por la guerra y el desorden. Ahora se había convertido en la primera potencia de Europa.
    La unión con Aragón había creado un núcleo político de extraordinaria solidez. La voluntad política de los reyes imperaba sin discusión sobre los poderes feudales, sustituidos por una nueva clase rectora elegida ya no por sangre, sino por sus propios méritos. El reino funcionaba ya como un Estado prácticamente moderno –el más avanzado de Europa–, con instituciones sometidas a la Corona e independientes de los grandes magnates. La arbitrariedad había desaparecido casi por completo en beneficio de la justicia. Las riquezas del país fluían. La Iglesia había emprendido su propia reforma. Se había conquistado el Reino moro de Granada poniendo fin a la presencia musulmana en España. Se empezaba a saltar al otro lado del estrecho para establecer bases en el norte de África. Se había derrotado a Francia en Nápoles. Los barcos castellanos habían descubierto un mundo nuevo en las Indias. Unos logros, en fin, impresionantes.
    Los últimos años de Isabel, gloriosos en lo político, habían sido tristísimos en lo personal. El heredero Juan había muerto en 1497; dejaba una hija póstuma que murió al nacer. Su hija Isabel, casada con el rey de Portugal, moría igualmente al año siguiente en el parto de Miguel, llamado a unificar los reinos de Portugal y España, que también murió en el alumbramiento. Quedaba como heredera la princesa Juana, que enseguida empezó a dar muestras de la inestabilidad mental, que le valdría el sobrenombre de la Loca. Otra infanta, Catalina, casada con el heredero de la corona inglesa Arturo, veía morir a su marido poco después de la boda, en 1502; Catalina terminaría casándose con el hermano del difunto,el príncipe Enrique, que sería Enrique VIII. Esta sucesión de desastres golpeó severamente el alma de la reina católica. Isabel empezó a vestir de luto. Sólo su recia fe la libró de la depresión. “El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea su santo nombre”, dicen que dijo al conocer la noticia de la muerte de Juan, su heredero.
    La enfermedad fue la culminación inevitable de tanto sufrimiento. Isabel enseguida tuvo conciencia de que su vida se acababa. Se encerró en su castillo de Medina del Campo y dispuso misas diarias por su alma. Sólo le restaba dictar testamento y dejar en la tierra una buena siembra que le permitiera acudir con la frente limpia al encuentro con Dios. Escribe a su confesor, el anciano fray Hernando de Talavera: “Siendo la vida humana tránsito temporal hacia la eternidad, los reyes deben recordar que han de morir y que el juicio que Dios va a pronunciar sobre ellos es más severo que sobre el común de los mortales”. Isabel ordena que su entierro sea austero, que los gastos previstos se empleen más bien en limosnas y beneficencia y no ser embalsamada, sino vestida con un simple hábito franciscano. Sus joyas y objetos personales los deja a su marido para que haga con ellos lo que quiera; el resto de sus bienes los lega a obras de caridad.
    El codicilo
    Isabel sentía que su testamento debía ser no sólo la última voluntad de un moribundo, sino también y sobre todo un testamento político, como correspondía a un tiempo en el que la persona del monarca era inseparable de la existencia del Reino. Dispone que su hija Juana, heredera de la corona de Castilla y su esposo, Felipe de Habsburgo, queden obligados a reinar conforme a los fueros castellanos, y les veta entregar dignidades a nobles extranjeros. Isabel prevé también la incapacidad de su hija y manda que si Juana y Felipe no quisieran o no pudieran hacerse cargo del gobierno, la regencia sea desempeñada por su marido, Fernando de Aragón, hasta que el hijo de Juana, el príncipe Carlos, cumpla 20 años. Isabel sabía lo que tenía entre manos. Como sabía también cuáles tenían que ser los objetivos fundamentales de la política castellana: mantener la lucha contra el moro, ahora en suelo africano, y no entregar nunca la plaza de Gibraltar, baluarte contra futuras invasiones islámicas.
    Pero hubo algo más. Algo que iba a tener unas consecuencias decisivas. El 23 de noviembre, pocas horas antes de expirar, la reina ordenaba añadir a su testamento un codicilo con dos asuntos que le causaban gran inquietud de conciencia. Uno, de orden interno, era la fiscalidad, y concretamente el impuesto denominado alcabala, una tasa que tenía que pagar el comprador de cualquier bien y, en los contratos de compraventa, ambas partes; ese impuesto, que desde el siglo anterior era privilegio de la Corona, había dado lugar a numerosos abusos y la preocupación de la reina era que lo fijaran y recaudaran directamente las cortes. El otro asunto era de naturaleza puramente moral, y este es el fundamental para nuestro relato: que los indios de las tierras descubiertas no fueran esclavos, sino que se les considerara inmediatamente como súbditos de la Corona. Era la primera vez en la Historia que un monarca tomaba semejante decisión. Así lo escribió la Reina: “Cuando nos fueron concedidas por la santa sede apostólica las Islas y Tierra Firme del Mar Océano, descubiertas y por descubrir, nuestra principal intención fue inducir y traer a los pueblos de ellas y convertirlos a nuestra santa fe católica, y enviar a las dichas Islas y Tierra Firme prelados y religiosos y clérigos y otras personas doctas y temerosas de Dios, para instruir a los vecinos y moradores de ellas en la fe católica, y enseñarles y adoctrinarles en buenas costumbres, y poner en ello la diligencia debida. Por ende, suplico al rey mi señor muy afectuosamente, y encargo y mando a la princesa, mi hija, y al príncipe, su marido, que así lo hagan y cumplan, y que éste sea su principal fin, y que en ello pongan mucha diligencia y no consientan ni den lugar a que los indios, vecinos y moradores de las dichas Indias, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, sino que manden que sea bien y justamente tratados, y si algún agravio han recibido, lo remedien…”.
    Este codicilo de Isabel presentaba implicaciones de gran alcance. Si el propósito era convertir a los indios a la fe de la cruz, eso significaba que no podrían ser esclavos, pues no se podía esclavizar a un cristiano. Si a los nativos se los consideraba “vecinos y moradores”, eso significaba que se reconocía de antemano su derecho a mantener sus comunidades propias. Si se ordenaba respetar la inmunidad de “sus personas y bienes”, eso significaba garantizar su libertad y su propiedad, que eran las cualidades básicas de la dignidad individual según el Derecho Natural y la Teología de la época. La reina Isabel venía a dar una dimensión moral y religiosa a la conquista de América.
    No guerra, sino cruzada
    Desde ese momento el testamento de la reina iba a actuar como una guía para la conquista. No iba a ser una guerra: iba a ser una cruzada. La Evangelización no será algo que ocurra por accidente o por azar, sino que es desde el principio “nuestra principal intención”, según la reina, que ordena a sus sucesores que ese siga siendo su “principal fin”. Bastantes decenios de historiografía materialista han logrado cerrarnos los ojos ante la evidencia, pero ya es hora de quitarnos las legañas: si los españoles del siglo XVI cruzaron el océano para ir a un mundo que no era el que buscaban, si durante decenios gastaron en la empresa más dinero del que recuperaron y más hombres de los que podía permitirse un país poco poblado como España; si hicieron todas esas cosas, aparentemente absurdas, fue porque España se tomó aquello como una misión en el sentido religioso del término. Los españoles cruzaron la mar porque iban a poner la Cruz al otro lado; y sin eso, muy probablemente, no se habría acometido la mayor aventura de todos los tiempos.
    Pronto aparecerá, por supuesto, lo demás, todos esos rasgos tan “humanos, demasiado humanos”: la ambición, la rapiña, la demencia del oro, la violencia sobre la población conquistada… Es decir, aparecen todas y cada una de las cosas que vemos en todas las conquistas que en la Historia han sido. Pero la de América tiene una particularidad: cada vez que a alguien se le vaya la mano, ahí estará la Iglesia para denunciarlo, el poder civil para sancionarlo y los propios jefes de la conquista para poner orden. Esa norma correctora no la vamos a encontrar en ningún otro ejemplo histórico de gran conquista: ni en las de la Roma imperial ni en la de los ingleses y los franceses en América y África.
    El signo distintivo de la conquista española es que posee, desde el primer momento, una motivación religiosa y, por tanto, un freno moral. Y eso fue así precisamente por el protagonismo vigilante de la Iglesia y porque los conquistadores, además de ser aventureros, quizá locos, sin duda ambiciosos, eran hombres de fe. Por eso existieron casos como los de Montesinos o Las Casas, que tanto empeño pusieron en denunciar los abusos de las encomiendas. ¿Voces aisladas? En absoluto. Sabemos que en América muchos abusos se corrigieron, y que en Filipinas, donde la conquista es posterior, ni siquiera se llegaron a producir; los españoles ya sabían qué hacer. Y todo eso fue así porque la reina Isabel lo mandó en su testamento.
    Isabel de Castilla, sí, expiró el 26 de noviembre de 1504 en su palacio de Medina del Campo. Según sus deseos, fue enterrada en una sencilla tumba en el monasterio de San Francisco en la Alhambra de Granada, la ciudad por la que tanto luchó. Cuando murió su esposo, ambos fueron trasladados a la Capilla Real de la catedral granadina. E igualmente según sus deseos, la Corona española desarrollará a partir de ese día una intensa labor legisladora para proteger a los indios de América: las leyes de Indias. Ningún imperio había hecho nunca nada igual.
    José Javier Esparza.

jueves, 18 de abril de 2013

Sinfonía nº4 de Anton Bruckner

Grabación de 1939 y dirigida por uno de los mejores intérpretes de Bruckner, Eugen Jochum.

La triste muerte de Cristobal Colón

Colón apenas sobrevivió año y medio a la reina Isabel. En mayo de 1506 moría en Valladolid, adonde se había trasladado la corte. Al almirante se le fue la vida sin conseguir que el rey Fernando le reconociera los títulos de gobernador y virrey de las Indias.


Porque en realidad eso era todo lo que preocupaba al descubridor: que la Corona le reconociera aquellos títulos como privativos de su persona y, por tanto, pudiera legarlos a sus herederos. No era poca cosa, ciertamente: establecer un linaje de su nombre que gobernara las Indias como tierra propia. Pero si ya la reina Isabel había recelado de las condiciones de Colón como gobernante, mucho más suspicaz era a ese respecto el rey Fernando.
Y no sin razones.Cristóbal Colón había regresado de su último viaje en noviembre de 1504. La reina murió tres semanas después. El almirante, aunque enfermo, intentó a toda costa desplazarse a Sevilla para entrevistarse con el rey. No pudo moverse hasta el mes de mayo siguiente. Mientras tanto, se dedicó a enviar cartas a su hijo Diego; cartas que más bien parecen escritas para que las leyeran otras personas, porque eran un compendio de reivindicaciones económicas y críticas al gobierno de las Indias. Esas cartas y otras de esta misma época han creado la leyenda de que Colón pasó sus últimos años hundido en la más atroz miseria. Eso no es exactamente así. Ciertamente el descubridor distaba de llevar una vida principesca, pero no vivía en la pobreza y, por otro lado, mantenía su sitio en la corte.
Cuando Colón llegó ante el rey Fernando, en aquel mayo de 1505, halló a un monarca que lo último que tenía en la cabeza eran los problemas del navegante. Colón pidió una vez más que se le reconocieran los privilegios firmados años atrás en Santa Fe: almirante, virrey, gobernador. Fernando, una vez más, respondió con buenas palabras, evasivas y dilaciones. La corte se trasladó a Salamanca y Colón fue con ella. Después marchó a Valladolid, y Colón, detrás. Ya era abril de 1506 y Fernando el Católico parecía haberse desentendido por completo de la causa colombina.
Los quebrantos del rey Fernando


¿Había caído Colón en desgracia? ¿Tal vez el rey Fernando detestaba al descubridor? Ni una cosa ni otra. Sencillamente, en aquel momento Fernando tenía entre manos asuntos muy distantes del problema americano. En 1502 había estallado de nuevo la guerra entre Francia y España por el control del Reino de Nápoles, la vieja llave del Mediterráneo occidental. Las dos potencias habían llegado dos años atrás a un acuerdo para repartirse el territorio napolitano –el Tratado de Granada–,pero inmediatamente surgieron discrepancias y la guerra se reavivó. Para Francia, controlar Nápoles significaba rodear a España por oriente y cortar de raíz la hegemonía naval hispana en el Mare Nostrum.
Para España, hacerse con la pieza era tanto como frenar en seco las aspiraciones francesas de proyección hacia el sur. Fue una guerra muy intensa, salpicada de choques cruentos por tierra y por mar. Las armas españolas, aun en inferioridad numérica, consiguieron la victoria gracias, entre otras cosas, al talento militar de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán. Allí comenzó la leyenda de la infantería española.
En febrero de 1504 Francia se avino a firmar un tratado, el de Lyon, que reconocía la soberanía española sobre Nápoles. Pero la enemistad entre las dos potencias estaba lejos de haberse apagado.
Para complicar las cosas, el rey Fernando había entrado en conflicto con su yerno Felipe de Austria, llamado Felipe el Hermoso. Conflicto que, naturalmente, había servido de acelerante para que volvieran a prender las viejas querellas internas de los reinos españoles. Así, mientras que la nobleza castellana encontraba en Felipe una magnífica bandera para oponerse al rey Fernando, que no dejaba de ser un aragonés, las ciudades veían en Fernando a su único valedor frente a la nobleza y, por tanto, frente a Felipe. Ahora bien, esta dimensión nacional sólo era uno de los rostros del problema, y seguramente en el ánimo de Fernando el Católico pesaban mucho más las consecuencias de la ambición de Felipe en el plano exterior.
Felipe había desposado a Juana de Castilla, la heredera de Isabel y Fernando, en 1496. Aquella boda tenía por objeto vincular los intereses de Castilla y Aragón a la Casa de Habsburgo, titular del Sacro Imperio Romano Germánico. Pero Felipe, el yerno, rápidamente mostró un acusado interés por acercarse a Francia, lo cual despertó mil sospechas en la siempre inquieta mente del rey Fernando: si Felipe y Juana pactaban con Francia, el Reino de Aragón podía quedar despedazado en beneficio de los franceses. Felipe el Hermoso, ladino, había firmado en 1504 un acuerdo secreto con el rey Luis XII de Francia. Por ese acuerdo, Luis respaldaría las ambiciones de Felipe sobre el trono de Castilla –del que el Hermoso sólo era consorte– y Felipe daría a su hijo Carlos en matrimonio a la hija de Luis. La maniobra era una respuesta diplomática de los franceses a sus reveses en Nápoles. Y una excelente maniobra.
Fernando vio venir el peligro de lejos, como de costumbre, y maniobró a su estilo. Promovió otro acuerdo semejante con el rey de Francia y subió la apuesta: él, Fernando, ya viudo, se casaría con una sobrina del rey francés, Germana de Foix, y la descendencia de ambos reinaría sobre Nápoles. Además, Fernando pagaría al rey de Francia una rica dote y liberaría a los cautivos franceses de las guerras napolitanas. Puestos a elegir entre un consorte de Castilla y un rey de Aragón, Luis de Francia escogió lo segundo. Así, Fernando el Católico terminó casado con Germana y, sobre todo, Felipe el Hermoso se vio privado de apoyos extranjeros. Fernando había ganado una vez más. La oportuna muerte de Felipe, apenas un año después de esta carambola diplomática, enderezaría definitivamente la situación.
El síndrome de Reiter


Todos estos eran los asuntos que preocupaban al rey Fernando, y bien puede entenderse que, en medio de tales berenjenales, las reivindicaciones de Cristóbal Colón sobre las lejanas Indias le parecieran un abominable engorro. Es verdad que le devolvió los atrasos que le debía, lo cual alivió la situación personal del descubridor, pero poco más. El almirante tampoco mejoró las cosas cuando, decepcionado por el silencio de Fernando, optó por acercarse a Felipe y Juana, los cual debió de ser visto en la corte del aragonés como una traición; para colmo, a Juana y Felipe, obsesionados como estaban por asentar su poder sobre tierra europea, todo aquello de las Indias les sonaba a libros de caballerías. Las reclamaciones del descubridor, en fin, no hallaron en ninguna parte oídos receptivos. El almirante iba a dejar esta tierra sin que se le hiciera justicia.
El 19 de mayo de 1506, Colón se siente morir. No aguanta más. Llama al escribano de cámara de los Reyes, Pedro de Inoxedo, y le dicta testamento. Designa como legatarios y albaceas de sus últimas voluntades a sus hijos Diego y Fernando, a su hermano Bartolomé Colón y al tesorero de Vizcaya, Juan de Porras. Colón se autotitula como “almirante, virrey y gobernador de las islas y tierra firme de las Indias descubiertas y por descubrir”, es decir, los mismos títulos que se le reconocieron en las capitulaciones de Santa Fe. Y aquel testamento decía así:
“Yo constituí a mi caro hijo don Diego por mi heredero de todos mis bienes e ofiçios que tengo de juro y heredad, de que hize en el mayorazgo, y non aviendo el hijo heredero varón, que herede mi hijo don Fernando por la mesma guisa, e non aviendo el hijo varón heredero, que herede don Bartolomé mi hermano por la misma guisa; e por la misma guisa si no tuviere hijo heredero varón, que herede otro mi hermano; que se entienda ansí de uno a otro el pariente más llegado a mi linia, y esto sea para siempre. E non herede mujer, salvo si non faltase non se fallar hombre; e si esto acaesçiese, sea la muger más allegada a mi linia”.
¿Y qué es lo que había que heredar? Precisamente, el título de virrey de las Indias, una dignidad que, sin embargo, valía de bien poco si no llevaba adjunta la gobernación efectiva del territorio descubierto. Este asunto iba a ser objeto de pleitos sin fin durante muchos años, porque la Corona no estaba dispuesta a conceder a los Colón la titularidad del nuevo mundo; serán los llamados pleitos colombinos. Con todo, hay que decir que la Corona tampoco se mostró hostil a Diego, el heredero: el rey Fernando le facilitó un buen matrimonio con la casa de Alba y, apenas dos años después de la muerte del almirante, le designó gobernador de La Española. Pero ya llegaremos a eso.
El almirante murió un día después de dictar testamento: expiraba el 20 de mayo de 1506. ¿De qué murió exactamente Cristóbal Colón? Durante siglos se pensó que la causa de su muerte, aquella enfermedad que durante años le había torturado, era la gota, pero en fecha reciente se ha descubierto que lo que el almirante padecía era el síndrome de Reiter, es decir, una artritis reactiva que suele venir como consecuencia de infecciones gastrointestinales o genitourinarias. El hallazgo se debe al profesor de la Universidad de Granada Antonio Rodríguez Cuartero.
Los síntomas del síndrome de Reiter, incluida la pérdida de visión por conjuntivitis y los fuertes dolores de articulaciones que le obligaron varias veces a guardar cama, encajan con las dolencias que las crónicas atribuyen al descubridor. Sus últimos años en España debieron de ser un calvario: al dolor de la enfermedad se unía la angustia de sentirse víctima de una injusticia. Fue seguramente un fallo cardiaco lo que terminó llevando a la muerte a un cuerpo que ya no aguantaba más.
Cristóbal Colón fue enterrado con honores de almirante. Su cuerpo fue descarnado –un tratamiento muy extendido en la época, sobre todo en Italia, para conservar el cadáver– e inhumado en el convento de San Francisco de Valladolid, primero, y en la Cartuja de Sevilla después. Mucho más tarde su hijo Diego ordenará que se traslade el cuerpo a Santo Domingo, y de allí pasará, ya en el siglo XVIII, a La Habana. Los restos de Cristóbal Colón terminarán en la catedral de Sevilla en 1898. Un estudio genético realizado en 2006 por la Universidad de Granada confirmó que esos huesos eran, sí, los de Cristóbal Colón, al que los investigadores definían como “varón, de entre 50 y 70 años, sin marcas de patología, sin osteoporosis y con alguna caries; mediterráneo, medianamente robusto y de talla mediana”. Pero los huesos que hay en esa tumba sevillana –un precioso catafalco– apenas llegan al 15%, de manera que se supone que el resto del esqueleto se halla disperso por distintos puntos de América. En el fondo, un digno final para el primer europeo que halló el nuevo continente.
José Javier Esparza

Leyendas y Misterios de Madrid. José María de Mena

Pocas ciudades hay en el mundo tan ricas en historia , en sucesos pintorescos, en leyendas, en episodios -ora románticos ora truculentos-, en tradicones y en costumbres populares que componen todo un tapiz de la más bella literatura oral y escrita, como Madrid, capital de las Españas.

José María de Mena, escritor e historiador que ha vivido intensamente la  vida madrileña y recorrido páginas y lugares no muy conocidos de la biografía de Madrid, nos ofrece en este libro un relato, rigguroso por sus fuentes y ameno por su estilo, en que el curioso lector podrá encontrar cuanto puede interesarle, tanto si ha nacido en la Villa y Corte, como si ha nacido en cualquier otro punto de la geografía española de éste o del otro lado del Atlántico, si desea conocer los entresijos espirituales de tan apasionante ciudad.

José María de Mena resume aquí para el lector cuanto ha recogido en su escudriñar por los más diversos archivos secretos de peronajes como Don Rodrigo Calderón, el Conde de Villamediana, el bandido Luis Candelas, y ocurrencias tan sorprendentes como la del fúnebre reloj del Monasterio de San Plácico, o la del ingeniero que quiso convertir a Madrid en puerto de mar...

lunes, 15 de abril de 2013

Sinfonía de Wagner

Esta fue la primera y única sinfonía de Wagner. Dentro de su producción no es lo más conocido, pero como lo demás es extremedamente bello.

La compuso cuando tenía 19 años y caso curioso, Wagner ofreció la sinfonía a Mendelssohn, quién la extravió. Se recuperó debido a la aparición de una maleta llena de partituras en Dresde tiempo después.

En esta sinfonía se aprecia la influencia de Mozart y sobretodo de Beethoven.

¡A disfrutar!


Bertrand de Jouvenel des Ursins

Bertrand de Jouvenel des Ursins, barón de Jouvenel, era hijo de una familia de la vieja aristocracia francesa. Su padre, Henri de Jouvenel, senador de la República, era editor del diario Le Matin y una de las figuras del Partido Radical; su madre, Sarah Boas, era hija de un industrial judío. Bertrand nació en 1903. Sus padres se divorciaron en 1912, cuando Henri se prendó de la escandalosa escritora Colette. En cuanto a Bertrand, educado en las matemáticas, la economía, el derecho y la biología, desde muy joven quiso hacerse su propia idea de las cosas.La infancia de Jouvenel fue de privilegio: educado en casa hasta los quince años con institutrices y maestros, y las frecuentes visitas de Anatole France, D’Annunzio, Claudel, Bergson. En esa casa, sin embargo, la vida le iba a deparar una sorpresa traumática: se lió con su madrastra, Colette, cuando tenía 17 años. Típica historia de los locos años veinte. El escándalo aniquiló el matrimonio del senador Henry, evidentemente. Y Bertrand, por su parte, cuando acabe sus estudios llevará una vida errante como corresponsal diplomático y enviado especial.

Experimentos fascistas


Era una vida que amanecía turbia en unos años que se presentaban más turbios aún. ¿Qué hizo Jouvenel en el periodo de entreguerras? Literalmente, dar tumbos. No desde el punto de vista material, porque tenía la vida resuelta, pero sí en lo intelectual y en lo político. En 1929, con veintiséis años, impresionado por el problema social, escribe una obra económica notable: La economía dirigida. En 1931 se casa con la periodista norteamericana Martha Gellhorn, a la que ha conocido en París. Lo que está pasando en América -la enorme crisis económica- es un síntoma del hundimiento de un mundo. Jouvenel lo describe en un libro de circunstancias: La crisis del capitalismo americano.
El joven barón constata la debilidad de las democracias, pero al mismo tiempo detesta la arrogancia del socialismo. Es casi inevitable que esa posición le conduzca, como a tantos otros, a experimentar interés por los experimentos fascistas. Puede ser difícil entender estos giros desde las habituales simplificaciones de nuestros días, pero en los años treinta las cosas se veían de otra manera. Martha, la mujer de Jouvenel, está escribiendo en el New York Times reportajes terribles sobre los devastadores efectos sociales de la Gran Depresión. El capitalismo a la americana ha entrado en pleno colapso. Al mismo tiempo, las democracias europeas están demostrando una debilidad pasmosa. Por el contrario, la economía de la Alemania de Hitler está exhibiendo una fortaleza innegable: en muy pocos años ha creado seis millones de empleo y, lo más sorprendente, parece asegurar mecanismos efectivos de redistribución. El propio Jouvenel entrevista a Hitler para el Paris Midi en febrero de 1936.
Jouvenel se divorcia pronto de Martha Gellhorn, que ha virado hacia el socialismo (y que se liará enseguida con Hemingway). Seducido por el modelo alemán, nuestro autor entra en el Partido Popular Francés de Jacques Doriot, líder del partido comunista hasta 1934, reconvertido ahora en líder fascista. Cuando estalle la guerra, Doriot será la principal figura de la colaboración con los alemanes después de la ocupación; incluso acudirá al frente a combatir contra la Unión Soviética. Jouvenel, sin embargo, se mantendrá al margen. Hay quien dice que en realidad estaba trabajando para los servicios secretos franceses. En todo caso, su vida en la Francia ocupada es cómoda: no forma parte de la elite del poder, pero tampoco es un resistente, más bien al contrario.
Después de la guerra, esta posición ambigua le valdrá serios disgustos. El historiador israelí Zeev Sternhell lo definió directamente como “pensador totalitario” en su libro La ideología fascista, de 1976. Jouvenel denunciará a Sternhell por difamación. El asunto acabará en los tribunales en 1983. Nuestro autor ganará el pleito. En su defensa intervino el pensador liberal judío Raymond Aron.
En marcha hacia la guerra


En septiembre de 1945 Jouvenel gana la frontera suiza. La derrota alemana en la guerra no le había inquietado, pero sí la ola de represión que se abate sobre Francia inmediatamente después, inspirada por el Partido Comunista: la depuración está afectando sobre todo a los políticos, los intelectuales y los artistas. La fuga es penosa: a pie. En su maleta, sólo un cuaderno, y en el cuaderno, sólo una obra: Del poder. Historia natural de su crecimiento. Este libro aparecerá inmediatamente, ese mismo año, en Ginebra. Y es el libro que significará la consagración mundial de Bertrand de Jouvenel.
Nuestro protagonista ha escrito Del poder en la Francia ocupada, y él mismo lo define como un libro de guerra: no sólo porque ha sido concebido en una época sometida a los estragos bélicos, sino porque ha surgido de una meditación sobre la marcha histórica hacia la guerra total. La base de este libro es la reflexión sobre un contraste agudísimo, típico del siglo XX: por un lado, los medios del poder han crecido de manera formidable; por otra, los instrumentos para controlar el empleo de ese poder se han limitado de manera exponencial. El resultado es que el poder se ha convertido en una fuerza devastadora.
Jouvenel describe el poder con una figura: el Minotauro, el hombre con cabeza de toro. El Minotauro es una fuerza que todo lo arrasa a su paso. Pero, ojo, Jouvenel no pretende oponerse a las prerrogativas del Estado ni recusar la idea del poder, sino que su objetivo es conocerlo y describirlo para exponer la forma más eficaz de darle un cauce y limitarlo. El poder no es un fenómeno atmosférico ni una cosa sin rostro; tampoco es un mal. El poder es una realidad con rostro, con responsables, y también con un camino histórico que es posible reconstruir.
¿Cuál es ese camino histórico? El de la lucha por ganar la libertad, que es también la lucha por el poder. Esa lucha se da tanto en el interior de las sociedades como entre unas sociedades y otras. Y son las patriarcales las que consiguen una evolución más rápida, las que fundan estados y también las que se muestran mejor dotadas para la guerra. El valor guerrero es un factor de distinción social. En esas sociedades, las familias más vigorosas son las que están en condiciones de conquistar su dignidad y, con ella, su libertad. Porque la libertad no es algo que un Estado conceda, sino un bien que las personas conquistan. Posiblemente esto disguste a quienes sueñan con un mundo pacífico de libertades naturales, pero la realidad histórica es la que es: la libertad siempre hay que conquistarla a viva fuerza.
Esta naturaleza del poder no ha cambiado nunca: siempre ha sido la misma. ¿Y las revoluciones modernas no han suavizado el camino, no han hecho más amables las formas del poder? Jouvenel piensa que no, y se remite a la experiencia de las revoluciones, que no han creado más garantías contra los excesos del poder, sino que han multiplicado sus efectos. De estas reflexiones sobre la naturaleza de los procesos revolucionarios, Jouvenel deduce una desconfianza profundísima hacia los discursos que, so capa de democracia, limitan la libertad real. Por eso desdeña la idea de libertad como participación (en los asuntos políticos) y pone el acento en la libertad como soberanía personal, como autonomía, lo que él llama libertad-resistencia, que es la forma más primaria y original de libertad. Así hay hombres que buscan ante todo su seguridad, y están dispuestos a pagarla entregando su libertad, y hombres que ante todo quieren defender su libertad. Estos últimos serán siempre unos pocos, una minoría, y en ese sentido constituyen una aristocracia. ¿Y cómo hacer para que esa libertad-resistencia revierta en el bien común? Jouvenel reconoce que esta libertad es frágil y consigna una serie de difíciles condiciones: ha de haber tanto una minoría respaldada por una masa como una elite dotada de alto sentido moral (autodisciplina, conciencia responsable de la propia función social) y, además, un cierto equilibrio de fortunas que haga tolerable la situación de los inferiores.
Las tesis de Del poder, que evidentemente están muy alejadas de cualquier connotación fascista, conocerán una gran influencia. En 1972 el libro será reeditado sin una sola modificación. Es interesante, porque sus posiciones parecen las menos adecuadas para el Occidente que nace de la segunda guerra mundial. Por una parte, Jouvenel reprocha a las democracias que no estén sabiendo controlar adecuadamente el poder. Por otra, se aparta de la economía socializante en un momento en que las experiencias de economía dirigida no sólo están de moda, sino que además parecen eficaces. Con razón los primeros en reconocer su trabajo son los liberales clásicos: en 1947, Jouvenel funda con Friedrich Hayek, Jacques Rueff y Milton Friedman la Mont Pelerin Society.
¿Es, pues, Jouvenel un neoliberal? No. Pronto se separa del grupo de Mont Pelerin porque no comparte su individualismo doctrinal, su desdén de lo político ni su abandono de la dimensión moral de las acciones comunes. Su posición es otra, y queda plasmada en su estudio La ética de la redistribución, de 1947, sobre la base de unas conferencias en Cambridge. En este texto Jouvenel empieza reprobando la bondad del socialismo: el socialismo –escribe- no es una política del espíritu y la justicia, sino una ideología burguesa y materialista cuyo ideal “se injerta en la veneración por la comodidad, por el ensalzamiento de los apetitos carnales y el enorgullecimiento del imperialismo técnico”. Es decir que el socialismo conduce al empobrecimiento espiritual.
Al mismo tiempo, critica el ideal redistributivo tal y como lo han aplicado las sociedades modernas, pues su consecuencia ha sido proletarizar a las clases medias al convertirlas en la principal productora de bienes para el Estado. Eso ha supuesto una mengua galopante de su libertad. En este punto Jouvenel reivindica el papel de la familia, que es el lugar de donde emana toda la riqueza social y política, pero que el Estado moderno ha desmantelado. La familia, como la Iglesia, han sido sustituidas por el Estado del Bienestar. En definitiva, el principio de la redistribución, aparentemente benéfico, ha sido esencialmente nocivo.
Conversión al catolicismo


Para nuestro autor, el problema fundamental desde el punto de vista económico es cómo garantizar el mejor uso de las consecuencias del progreso, es decir, cómo usar de la mejor forma posible la riqueza. ¿Y qué propone Jouvenel? Por decirlo en dos palabras, una sociedad construida sobre instituciones naturales -por ejemplo, la familia, y ante todo la libertad real de las personas-, no manejada por el Estado, y donde la intervención política quede reducida a un mínimo regulador, sin alterar el circuito natural de la riqueza.
Sobre Jouvenel aún pesaba en su propio país la hostilidad de la izquierda, de manera que se dedicará sobre todo a enseñar en universidades anglosajonas (Oxford, Cambridge, Berkeley, Yale), donde era mucho más apreciado que en su propio país. En esta época, años cincuenta, su principal apoyo es su segunda y ya definitiva esposa, Helene Duisegneur, de quien escribió: “De Helene he aprendido que vivimos para aprender a amar”. Por mediación de Helene, Jouvenel, que era agnóstico, se convierte al catolicismo.
Aunque retornó a la universidad francesa, fue por poco tiempo; entre otras cosas por la presión de los comunistas. En 1960 había creado en París la Sociedad de Estudios y Documentación Económicos, Industriales y Sociales (SEDEIS), una empresa intelectual privada con vocación de interés público, que a partir de 1975 prolongaba sus trabajos como Asociación Internacional Futuribles. ¿De qué se trataba? No de conocer el futuro, sino de ordenar y conocer mejor los elementos determinantes del presente a partir de una especie de observatorio instalado hipotéticamente en el futuro”. Bertrand de Jouvenel murió en París en 1987, con 83 años. 
José Javier Esparza.

Obertura Forza del Destino de Verdi

Al final no estoy poniendo mucha música de Verdi y Wagner en su aniversario, craso error. La música clásica es una de las cosas más bellas que existen y debemos escucharla lo máximo posible, ya que enbellece nuestra alma.

lunes, 8 de abril de 2013

Vintila Horia

Vintila Horia nació en Segarcea, en el sur de Rumanía, en 1915. Hijo de una familia acomodada, él mismo hablaba de su infancia como de una “primavera de oro”: sin necesidades, rodeado de amor, con una guía moral clara y sin más obligaciones que aquellas que él sentía como una vocación, es decir, las obligaciones del estudio. Se graduó en Derecho en la Universidad de Bucarest. A los 25 años ingresó en el cuerpo diplomático rumano. Estuvo destinado como agregado de prensa y cultura en Roma y en Viena. Enamorado del conocimiento, aprovechó esos traslados para estudiar Filosofía y Letras en Perugia y en Viena.


Una vida deliciosa. Sin embargo, esa primavera de oro no iba a tardar en convertirse en un frío y oscuro invierno.Vintila Horia tiene ideas tradicionalistas y conservadoras, como la mayor parte de la juventud intelectual rumana de su tiempo. En el clima de la guerra mundial –que envolvió a Rumanía a partir de 1941–, eso pone a esta generación en el lado del Eje y contra el comunismo soviético. Otros nombres célebres, como Mircea Eliade o Emil Cioran, militan en los movimientos más radicales de la derecha. Vintila, no: él no oculta sus ideas, pero ve la política con distancia. En realidad, sólo es un funcionario que aprovecha sus destinos diplomáticos en Italia y Austria para completar estudios. Sin embargo, esa condición le va a hacer extremadamente vulnerable ante los vendavales de la política y la guerra.
Amigo de Papini


En 1944, Rumanía, que ha sido aliada de Alemania, cambia de bando. A partir de ese momento, Alemania declara enemigos a los rumanos. En consecuencia, los funcionarios de Rumanía son apresados. Vintila Horia, que está en Viena, es capturado por los alemanes e internado en los campos de concentración de Krummhübel y Maria Pfarr. La guerra sigue y Alemania retrocede. Vintila es liberado por los ingleses y junto con su esposa, Olga, es trasladado a Bolonia, en Italia. En Rumanía, el régimen de Antonescu cae. Vintila intenta volver a su país, pero los soviéticos se han hecho con el poder y el escritor, perseguido antes por ser enemigo de Alemania, se ve ahora perseguido por ser funcionario del viejo mariscal. A los Horia no les queda otra alternativa que el exilio. Se quedan en Italia.
En Italia, Vintila conoce a Papini y se sumerge en la cultura del país. Escribe italiano con soltura y publica de manera incesante: versos, prosas, ensayos. De aquí sale una obra que verá la luz años más tarde: Cuaderno Italiano. La amistad con Papini, muy intensa, no sólo le permite sobrevivir en el ambiente cultural italiano, sino que también le lleva a ahondar en la Italia de Dante y Miguel Ángel, que para nuestro autor es la esencia de la cultura europea. Pero Italia, país desolado por la guerra, ofrece poco futuro al matrimonio Horia. Vintila quiere probar fortuna fuera del viejo continente. Encuentra una oportunidad en Buenos Aires. Y hacia allá marcha el exiliado.
Cinco años en Argentina. ¿Qué hace allí? Lo que sabe hacer: enseña Literatura y escribe. Y lo hace en español. Estamos hablando de un hombre que aún no tiene 35 años, pero con una cultura enciclopédica, una inteligencia portentosa y una capacidad increíble para adaptarse a cualquier idioma. Vintila escribe ahora en español con la misma perfección con que lo ha hecho en rumano y en italiano, y del mismo modo que lo hará luego en francés. Después de cinco años en Argentina, el matrimonio Horia se instala en España. Es 1953. Aparecen algunas obras suyas: una antología poética en rumano, el volumen de poesía Presencia del mito, los ensayos Poesía y libertad y La rebeldía de los escritores soviéticos. Pero todo su ser está puesto en una novela que iba a marcar su vida: Dios ha nacido en el exilio, que escribe en francés.

Y llegó el escándalo


El exilio es la fuerza fundamental de esta novela. Su pretexto literario: Ovidio, el poeta romano que, por su pitagorismo, fue desterrado a un remoto pueblo de la vieja Dacia, precisamente en lo que hoy es Rumanía. Y en la circunstancia del exilio, Vintila recrea una luz de esperanza: el destierro es frío y es oscuridad, pero en ese mundo lúgubre brilla un día la esperanza porque ha nacido un Dios entre los hombres. El exilio de Ovidio queda iluminado por el nacimiento de Cristo y el exilio de Vintila se ilumina a su vez por esa certidumbre de la redención. Así el autor emprende un viaje en busca de sus raíces espirituales. Y no es sólo un viaje personal, sino que es toda la civilización occidental, literalmente exiliada de sí misma por la guerra, la que ha de emprender esa búsqueda para encontrar su ser.
Dios ha nacido en el exilio es una enorme novela. Escrita en francés, a Vintila le valió el cotizadísimo premio Goncourt, el mayor galardón de la literatura europea en aquel tiempo. Pero con la celebridad llegaría también el escándalo. Escocido por el éxito de un disidente, el Gobierno rumano reacciona y activa a todas las terminales comunistas en Europa. La Embajada rumana en París filtra la noticia del escándalo: en 1945, cuando las tropas soviéticas ocupaban Rumanía, Vintila había sido condenado a trabajos forzados a perpetuidad. En la Europa de aquel momento, aquello no era un timbre de gloria, sino todo lo contrario. La prensa se llena inmediatamente de acusaciones: Vintila es un fascista, un reaccionario, un tipo indeseable que ha desertado de la patria del proletariado y que, por tanto, algo tendrá que esconder. Hoy nos parece inconcebible, pero en la Europa de los años sesenta se hacía más caso al verdugo que a la víctima.
Ante el escándalo de París, Vintila Horia renunció al premio Goncourt. Para alguien que había tenido que renunciar nada menos que a su país, no era algo que se saliera del programa. Nuestro autor hace acopio de resignación como Radu Negru (protagonista de su novela El Caballero de la Resignación), abandona París, donde se había instalado, y vuelve a España. Se ve a sí mismo como un Odiseo contemporáneo en navegación perpetua. El destierro, que ha hecho de él un “apolide exiliado” (alguien que no pertenece ya a ninguna polis, a ningún país), le lanza a la búsqueda de una Itaca ideal, la patria perfecta de esa raza de exiliados a la que pertenece. Una raza con ilustres antecesores: Ovidio, Platón, Boecio, el Greco, Rilke, Dante. Todos ellos serán fuente de inspiración de Vintila.
Esas condición de desterrado, para nuestro autor, es una fuerza que le empuja a nuevas fronteras del conocimiento. Se abre así una etapa nueva en la obra de Vintila. ¿Dónde está la clave? Sólo el conocimiento puede salvar al hombre, esclareciendo el misterio de la condición humana y de la naturaleza, del destino y del cosmos, de las leyes que rigen la vida. Pero el saber científico no es suficiente para revelar estos misterios fundamentales. ¿Y entonces? Entonces hay que acudir al saber teológico y filosófico. Esa es la clave. Vintila la explora en una novela de urgente actualidad: La séptima carta, sobre la célebre Carta Séptima de Platón, donde reinventa al filósofo griego y nos lo presenta sumergido en su búsqueda metafísica, religiosa y política, porque todo es en el fondo una y la misma cosa.
Estamos a finales de los años sesenta y Vintila Horia ha encontrado una veta de reflexión decisiva: el auténtico sentido del saber está más allá del conocimiento; la ciencia es en realidad sólo un instrumento, y su finalidad no es la simple aplicación técnica, sino que ha de permitirnos viajar hasta una comprensión más profunda de las cosas. El materialismo queda descartado. Vintila conoce y estudia a los científicos de la física cuántica, como Heisenberg o Lupasco, que han visto una dimensión sobrenatural en la materia. También hay que descartar un espiritualismo primario elemental, de consumo, como el que predicará la “nueva era”. De aquí nace una obra que iba a ejercer mucha influencia, Viaje a los centros de la tierra, que es una recopilación de conversaciones con algunos de los nombres más importantes de la cultura del siglo XX: Gabriel Marcel, Urs von Balthasar, Carl Gustav Jung, Ernst Jünger, Raymond Abellio, Marshall Mc Luhan, Werner Heisemberg, Federico Fellini…
La agonía de los tiempos


Otras obras de Vintila Horia iban a terminar de completar su perfil sobre el eje de lo que él, profesor de Literatura, llamaba “literatura metafísica”. ¿Qué es eso? Una narrativa que, utilizando la poesía y la tragedia como modalidades simbólicas del conocimiento, sepa expresar la temática de la cultura contemporánea, buscando una explicación profunda y global del hombre y de la vida. Hay ilustres precedentes. Nuestro autor elige inscribirse en esa línea. Y sus novelas responden a ese impulso: Perseguid a Boecio, Un sepulcro en el cielo…
Vintila Horia hizo muchas más cosas, y todas no nos caben aquí. Por ejemplo, su labor docente en la facultad de Ciencias de la Información de la Complutense, que varias promociones de periodistas recuerdan. Por ejemplo, su incesante trabajo de promotor cultural, con iniciativas como la excelente revista Futuro Presente y la colección Punto Omega de la editorial Guadarrama. O por ejemplo, su visión del quinto centenario del Descubrimiento de América con el ensayo Reconquista del Descubrimiento, de 1991, publicado en Chile porque en España no encontró editor. Nuestro autor murió en su casa del pueblo madrileño de Collado Villalba, en 1992, después de que un tumor cerebral fuera apagando rápidamente su vida. Una de las últimas alegrías de su vida fue saber que en la Rumanía del post-comunismo empezaba a distribuirse su obra.
¿Por qué, en fin, nos interesa hoy Vintila Horia? Porque denunció con voz valiente e insobornable la gran agonía de los tiempos modernos, ese materialismo que ha conducido a un desorden planetario generalizado. Frente al desorden establecido, Vintila propuso la fidelidad a los principios trascendentes –la Revelación, la Tradición– para que nuestra civilización recuperara la verticalidad. Y lo hizo con una hondura intelectual sobresaliente: El Greco y Dante, Boecio y Platón, Ovidio… El mundo de Vintila es el de la gran tradición cultural europea, pero actualizada al paso de la ciencia del siglo XX y sus cruciales descubrimientos. Alguien que le conoció muy bien, Isidro Juan Palacios, dijo que Vintila Horia perteneció a esa rara clase de hombres que saben ver en el atardecer un amanecer, en el crepúsculo una aurora. No se puede definir mejor el espíritu del eterno exiliado Vintila Horia.

jueves, 4 de abril de 2013

Misa en B menor de Bach.

En relación a la entrada anterior, nada mejor que disfrutar de una de las obras más maravillosas, o mejor dicho, divinas de la música clásica y en especial de Bach. Esta dirigida por Karajan, uno de los mejores directores de orquesta que jamás hayan existido.

Amén.

lunes, 1 de abril de 2013

Bach como metáfora

Sería de justicia poética abrir una causa de beatificación de Juan Sebastián Bach. Hubo algún conato hace años. Según me dicen no existe un obstáculo teológico insalvable para iniciar la causa. Sí podría haber obstáculos curiales o incluso canónicos, salvables con dispensas papales. Benedicto XVI tenía las virtudes necesarias para emprender la difícil labor: amaba la música y creía en la Vía Pulchritudinis de acercamiento a Dios. Pero tal vez le faltaron fuerzas y tiempo para empeño tan revolucionario y tan reaccionario como intentar llevar a los altares a quien acaso sea el artista más sublime y que ha llevado a más gente a postrarse ante los altares. A la Fe. Pero no se le puede pedir a un anciano Pontífice que siempre nade contra corrientes tan fuertes.

No tengo indicios suficientes para suponer que el actual Pontífice sea melómano -aunque ha declarado públicamente su afición a los tangos- ni que considere tan relevante la Vía Pulchritudinis como la ve su predecesor. Es cierto que ha mentado la belleza varias veces en sus recientes declaraciones, pero obras son amores, que no buenas razones. No ha pasado inadvertida en Roma su indiferencia al ars celebrandi en la Misa de Inauguración del 19 de marzo, celebrada sin fuerza ni esplendor, según muchos. Otros recuerdan el poco empeño que puso el Arzobispo de Buenos Aires en cumplir en su archidiócesis el motu proprio de Benedicto XVI Summorum Pontificum, que en 2007 restableció la posibilidad de celebrar sin entorpecimientos la misa tridentina en latín, así como las formas preconciliares de la mayoría de los sacramentos. Veremos ahora cuánto dura en vigor en otros lugares el citado motu proprio. La cuestión está muy ligada a la Vía Pulchritudinis, pues la liturgia católica es parte importante del glorioso patrimonio artístico y cultural de la Cristiandad. Igual de importante que los templos como la Basílica de San Pedro y que el Palacio del Vaticano, donde según acabo de oir por la radio no quiere vivir "al menos por ahora" el Papa Francisco. Sin duda no cree ser simple depositario de un legado secular pero con la grandiosa obligación de custodiarlo. Tal vez se cree propietario con derecho a desamortizar y liquidar.

Volviendo a Bach, tan sólo veo un destello de esperanza. El Obispo de Roma gusta mucho de los gestos ecuménicos, lo que quizá le haga atractiva la posibilidad de beatificar a un luterano. Dios lo quiera; Dios a veces escribe derecho con renglones torcidos.


Sería bueno que ahora, en la Semana Santa, el Santo Padre hallase un rato para escuchar la estremecedora Pasión según San Mateo:
      O una de las más hermosas misas -católica, claro- de Bach, la Misa en Si menor:

      Y también podría leer la opinión de encendido amor y admiración por Bach que expresa el Padre Finbarr Flanagan OFM; acaso le interesaría, tratándose de un franciscano:
http://www.ad2000.com.au/articles/2007/feb2007p13_2449.html
       A lo mejor muchos terminamos comprendiendo que era cierta la frase de Dostoyevski, "la belleza salvará al mundo". Tan verdadera como su reverso: la fealdad perderá al mundo.

marquesdetamaron.blogspot.com.