domingo, 26 de mayo de 2013

Yukio Mishima

Vamos a viajar esta semana hasta el extremo oriente, hasta el Japón. Allí encontramos a un personaje extraordinario, fuertemente polémico, difícil de entender, fascinante por su obra –hermosísima– y estremecedor por su vida y, sobre todo, por su muerte: Yukio Mishima, aquel escritor que en los años setenta organizó un grupo paramilitar, asaltó el cuartel general del Ejército japonés y allí mismo se hizo el ‘harakiri’.


Empecemos por esa escena trágica final. Es el 25 de noviembre de 1970. Un grupo de hombres uniformados ha penetrado en el cuartel general de las tropas de autodefensa japonesas; desde que acabó la Segunda Guerra Mundial, Japón no tiene propiamente Ejército, sino esas fuerzas que apenas mantienen un perfil militar. Los asaltantes son pocos y muy jóvenes. Los manda, sin embargo, un hombre conocido: el escritor Yukio Mishima, 45 años, tres veces propuesto para el premio Nobel y tan admirado por su obra como célebre por sus extravagancias. Mishima sube al balcón del edificio principal y dirige una arenga a los perplejos soldados.
El escritor habla del honor del Japón y sus tradiciones. Los semisoldados le responderán con abucheos y burlas. Mishima abandona el balcón y se quita la vida. Su suicidio conmoverá al Japón. El protagonista de ese acto teatral, Yukio Mishima, era el escritor más célebre de su país. Se había identificado con la tradición y con el espíritu samurái. Sin embargo, su infancia había estado en los antípodas de todo eso. Hijo de un alto funcionario gubernamental, se había criado bajo el mando de una abuela absorbente e hiperprotectora, un tanto demente, que le aisló del mundo. Niño débil y enfermizo, intentó alistarse en el ejército durante la segunda guerra mundial, pero una tuberculosis hizo que se le rechazara. Para él fue una humillación.

La conquista de sí mismo


Toda la frustración que el joven Mishima experimenta en el plano físico, es satisfacción en el plano cultural. Educado con esmero, desde muy temprano encuentra refugio en la literatura. Escribe sus primeras historias con doce años. Publica por primera vez en 1944, con diecinueve. La vocación literaria de Mishima es un drama familiar: su padre se opone; su madre le protege. Después de estudiar leyes, ingresa en la burocracia del Estado, como quería su padre, pero no por ello deja de escribir. Esa doble dedicación le resulta tan agotadora que su padre, por fin, cede y le permite entregarse sólo a la literatura. En 1948 publica su primera novela, Ladrones. Enseguida aparece su primer gran éxito, Confesiones de una máscara. Tiene sólo 24 años y ya se ha convertido en una celebridad.
¿Qué tiene dentro este joven Mishima? Un mundo escindido, roto. En su interior permanece el joven débil y pálido de su infancia, afeminado y morboso, fascinado por la muerte. Pero también pugna por salir una sensibilidad distinta que reivindica la fuerza, la salud, el ejercicio físico. A partir de aquí, Mishima emprende una auténtica conquista de sí mismo: se somete a una rígida disciplina de entrenamiento, hace pesas, se inicia en el kendo y otras artes marciales. Construye su personalidad, exterior e interior, con el rigor y la delicadeza que se tributa a una obra de arte. No es sólo una apuesta estética; es también una apuesta ética. Ahora bien, una ética que entra en clara contradicción con el Japón de la posguerra.
En efecto, el horizonte que la posguerra ofrece a los japoneses está a años luz del ideal heroico: un país lanzado a toda velocidad por la senda del crecimiento económico y el progreso industrial. Y para la sensibilidad de Mishima, esos valores son en realidad antivalores, y la “acción” que proponen es sencillamente miserable.
Después del banquete


Así lo explicó en Introducción a la filosofía de la acción: “¿Cómo es posible denominar “hombre de acción” a quien por su trabajo de presidente en una empresa hace ciento veinte llamadas telefónicas diarias para adelantarse a la competencia? ¿Y es tal vez un hombre de acción el que recibe elogios porque aumenta las ganancias de su sociedad viajando a países subdesarrollados y estafando a sus habitantes? Por lo general, son estos vulgares despojos sociales los que reciben el apelativo de hombres de acción en nuestro tiempo.
Revueltos entre esta basura, estamos obligados a asistir a la decadencia y muerte del antiguo modelo de héroe, que ya exhala un miserable hedor. Los jóvenes no pueden dejar de observar con disgusto el vergonzoso espectáculo del modelo de héroe, al que aprendieron a conocer por las historietas, implacablemente derrotado y dejado marchitar por la sociedad a la que deberán pertenecer algún día”.
Los jóvenes a los que apela Mishima no son los rebeldes yeyés de las protestas estudiantiles.Porque el Japón de este momento, años sesenta, se mueve al mismo ritmo que el mundo occidental: ha adoptado sus vestimentas, sus músicas, su misma apariencia exterior. Y también la agitación juvenil parece ser la misma que se respira en los Estados Unidos o en Europa. Pero Mishima descree de esa efervescencia.
Así lo había escrito en 1960, en Después del banquete:
“Los jóvenes de ahora hacen exactamente lo que siempre hicieron los jóvenes. Sólo la indumentaria difiere. Los jóvenes creen estúpidamente que lo que es nuevo para ellos debe serlo también para cualquier otro. Por mucho que abominen de los convencionalismos, están simplemente repitiendo lo que otros hicieron antes. La única diferencia es que la sociedad ya no se asombra tanto como antes de sus extravagancias y que para llamar la atención los jóvenes han de incurrir en exageraciones cada vez mayores”. 
A esos jóvenes, Mishima les ofrece un ideal distinto: frente a la decadencia moral y espiritual, reencontrar la huella perdida de su tradición. Nuestro protagonista defiende la figura del emperador como la mayor señal de identidad de su pueblo; defiende la memoria del samurai; defiende el entrenamiento bélico; defiende el cultivo de las tradiciones culturales japonesas. Todo ello en el mismo paquete, en un mismo corpus doctrinal. A mediados de los años sesenta el propio Mishima se apunta a cursos de entrenamiento en las Fuerzas de Autodefensa. Y enseguida empieza a reclutar un pequeño ejército privado: la Tatenokai, la “Sociedad del Escudo”, integrada por jóvenes estudiantes patriotas a los que proporciona entrenamiento militar e imbuye de ideología tradicionalista.
No estamos hablando de un marginal o de un extremista; estamos hablando de un autor que entre los años cincuenta y sesenta ha construido una obra tan cuantiosa como extraordinaria –40 novelas, 18 obras de teatro, 20 libros de relatos, 20 libros de ensayos, un libreto–, que ya está siendo traducido masivamente al inglés y que, por otra parte, lleva una vida aparentemente normal, incluso occidentalizada. Es un triunfador, un hombre de éxito: también su vida privada parece normal: casado, con dos hijos. Pero Mishima se hace espectáculo, como corresponde a la sociedad moderna: se hace retratar en innumerables poses, hasta desnudo.
¿Un provocador? Mucho más que eso: por ejemplo, Mishima se retrata desnudo sin otro atavío que las joyas de su mujer y una espada del siglo XVI, pero el espejo, la joya y la espada son los símbolos del emperador. Bajo la provocación y el espectáculo, tan modernos, hay un mensaje cifrado de defensa de la tradición. Todo es contradictorio en este artista que representa al mismo tiempo la cara más contemporánea del Japón y la defensa de las tradiciones perdidas.
Y todo esto, ¿es arte o es política? ¿Es la creación estética de un artista o es un movimiento que aspira a hacerse con el poder? Es ambas cosas. Para Mishima, las fronteras entre el arte y la política se han borrado. ¿Por qué? Porque los políticos tratan de hacer suya la irresponsabilidad del artista. Él lo explicaba así:
“El arte pertenece a un sistema que siempre resulta inocente, mientras que la acción política tiene como principio fundamental la responsabilidad. (...) El problema es que la situación política moderna ha comenzado a actuar con la irresponsabilidad propia del arte, reduciendo la vida a un concierto absolutamente ficticio; ha transformado la sociedad en un teatro y al pueblo en una masa de espectadores, y, en definitiva, es la causa de la politización del arte; la actividad política ya no alcanza el nivel del antiguo rigor de lo concreto y de la responsabilidad”.
En esas condiciones, el artista adquiere voluntariamente una responsabilidad que pasa de lo estético a lo político o, mejor aún, que funde ambas esferas. El gesto político del artista no puede dejar de ser un gesto artístico. Ese es el contexto que permite entender su suicidio, el 25 de noviembre de 1970, con el que abríamos nuestro relato.
Esa mañana, Mishima entregó a su editor la última parte de El mar de la fertilidad, su obra más perfecta; una excelente tetralogía comenzada en 1964 e integrada por las novelas Nieve de primavera, Caballos desbocados, El templo del alba y La corrupción de un ángel. Cumplido ese trámite, recogió un poema escrito días antes: el llamado jisei, poema que uno debe componer antes de morir. También verificó sus últimas disposiciones para la familia: que todos los papeles estuvieran en orden.
Acto seguido, se dirigió con cuatro hombres de la Tatenokai, ataviados con su uniforme propio, al cuartel general en Tokio del Comando Oriental de las Fuerzas de Autodefensa de Japón. Pidieron visitar al comandante en jefe. Éste les recibió en su despacho. Mishima y sus hombres ataron al general a una silla, cercaron el despacho con barricadas y salieron al balcón desplegando pancartas con sus reivindicaciones. Mishima subió a la balaustrada y tomó la palabra ante la tropa, apiñada en el patio.
‘Seppuku’


¿Qué pedía el escritor? Muy sucintamente: que las fuerzas de autodefensa se levantaran, dieran un golpe de Estado y devolvieran al emperador a su legítimo lugar. La reacción de la tropa fue desoladora: gritos, burlas. A Mishima, en todo caso, no le importaba la tropa. Terminó su discurso y volvió al despacho. Allí cometerá seppuku.
El seppuku es una técnica compleja. El suicida debe abrirse el vientre e, inmediatamente después, un ayudante ha de decapitarle con un tajo de katana. El encargado de este último trance es el lugarteniente de Mishima, Masakatsu Morita. Pero Morita falla por dos veces. Otro miembro de la Tatenokai, Hiroyasu Koga, será quien dé el golpe de gracia. Morita se suicidará también. Todos ellos pensarían en las palabras que Mishima había escrito en su Introducción a la filosofía de la acción: “La acción tiene el misterioso poder de compendiar una larga vida en la explosión de un fuego de artificio. Se tiende a honrar a quien ha dedicado toda su vida a una única empresa, lo cual es justo, pero quien quema toda su vida en un fuego de artificio, que dura un instante, testimonia con mayor precisión y pureza los valores auténticos de la vida humana”.
¿Por qué traer aquí, hoy, a Mishima? Porque desde su mundo, que era el de la tradición japonesa, tan distinta a la nuestra, reivindicó valores permanentes y además los expresó con una calidad sobresaliente. Mishima desborda veneración por la belleza, gratitud al héroe, amor a una tradición perpetuamente renovada, denuncia de la decadencia moral y espiritual. Su final trágico, en el contexto de la cultura japonesa, quiso ser consecuente con una opción de vida y de pensamiento. Hay que ser japonés para hacer algo así, pero no es preciso serlo para entender el gesto; tampoco hay que ser japonés para reconocer en Mishima a uno de los autores más sugestivos del siglo XX. 
José Javier Esparza

Un samurái de Occidente: Dominique Venner

Hay quien dice que, en ocasiones, el gesto es lo único que queda. Si es así, el de Dominique Venner, que eligió quitarse la vida el pasado martes en la Catedral de Nôtre-Dame de Paris, fue el aldabonazo a una trayectoria vital marcada por Europa.


La llama de Esparta que ardía en él no eligió el templo parisino por casualidad para apagarse. El historiador que era Dominique Venner lo expresó en su carta de despedida: Notre-Dame enlazaba con la propia identidad de Europa con un hilo que corría desde el antiguo lugar de cultos paganos a una de las más bellas catedrales del Viejo Continente.
Ahora, fallecido, es cuando aflora una mayor preocupación por el gesto, el de su propia muerte, en sus escritos y reflexiones de los últimos meses: el valor de lo simbólico. Quienes le conocían coinciden en el mismo juicio: permaneció fiel a sí mismo hasta el final. ¿Murió como protesta por la legalización de los matrimonios homosexuales? Pese a su crítica a los mismos, sería reduccionista quedarse en ello. Lo ha explicado su editor, Pierre-Guillaume de Roux: la preocupación de Venner iba más allá.
La batalla de París


Su desvelo era la decadencia de una Europa desarraigada, masoquista consigo misma y a la que consignaba una fecha de inicio de su caída en picado: el asesinato del archiduque Francisco Fernando y su esposa en Sarajevo el 28 de junio de 1914. Los disparos de Gavrilo Princip generaron unos mecanismos que acabaron en la primera guerra civil europea, de la que el Viejo Continente nunca más se recuperaría.
Combatiente durante dos años en Argelia tras haber pasado por la Escuela Militar de Rouffach, Venner llegó a la conclusión de que la batalla no se ganaría en el djebel, sino en París. Fueron años de militancia activa y dura, años en los que la traumática descolonización marcaría a toda una generación que fluctuaría en el nacionalismo. Sin el contexto de la época, con el conflicto argelino y el Mundo bipolar, no se comprenderían algunas actitudes. Su defensa de la permanencia europea en Argelia a todo coste le llevó a conocer las celdas de la Santé. No fueron buenos momentos para quienes se integraron en las redes clandestinas de apoyo a la Organisation Armée Secrète (OAS).
Hoy día es fácil calificar con trazo grueso aquello pero ¿quién recuerda que uno de los primeros grupos civiles contra el FLN en Argel estaba compuesto por conductores de trolebús sindicados y con ideas de izquierda? ¿Se puede olvidar que uno de sus activistas, Jean-Claude Pérez, contó entre sus hombres con excombatientes de las Brigadas Internacionales y republicanos exiliados o descendientes de éstos? Sin olvidar que hoy día nadie discute a Jean-Paul Sartre pese a haber prologado a aquél apóstol del racismo, Frantz Fanon, con su frase de “matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro: suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido”.
Fueron años complejos donde los barbouzes –los siniestros parapoliciales encargados de la represión– del presidente De Gaulle eran asimilados con la Gestapo y la OAS, dirigida por militares que había combatido contra los alemanes en la Segunda Guerra Mundial o padecido sus campos de concentración, hacía un guiño con sus siglas a una de las agrupaciones de la Resistencia francesa, la Armée Secrète. Una Resistencia, por cierto, que como señaló Venner en una de sus obras más polémicas, comenzó de la mano de la derecha germanófoba, y no de un PCF rendido a los encantos del Pacto Ribbentrop-Molotov.
Legión Extranjera

Para Venner el final de su aventura política terminó a finales de los años sesenta del pasado siglo. Sin él sería difícil entender la eclosión de la escuela de pensamiento denominada Nueva Derecha. Pero lo suyo, desde entonces, fue la escritura y la reflexión. Su obra sobre la guerra civil rusa fue coronada por la Academia Francesa y su pasión por la caza le llevó a compartir amistad con François de Grossouvre, consejero de François Miterrand, que más tarde se suicidaría en su despacho del Palacio del Elíseo. El calado de su obra y ensayos históricos le ganó el respeto de historiadores tan reputados como François-Georges Dreyfuss o uno de los mayores expertos en Napoleón, Jean Tulard, que no dudaron en colaborar en La Nouvelle Revue d’Histoire que fundó en 2002.
No resulta tan curioso, sin embargo, que fuese un admirador crítico de Ernst Jünger, con el que mantuvo relación. Como él, siendo adolescente intentó alistarse en la Legión Extranjera francesa, viendo su decisión frustrada por su padre. Ambos compartieron, en conflictos muy diferentes, su experiencia guerrera -de la que jamás renegaron-, un interés intelectual y una evolución de la política al ensayo.
“Nosotros, camaradas, podemos mostrar nuestras heridas”, le escribió el propio Jünger tras la lectura de sus Memorias, Le Coeur rebelle. El “corazón rebelde” de Venner nunca ocultó su admiración por el anciano, al que definió como un “arquetipo europeo, desaparecido de forma provisional, por el que quizá subsista una secreta nostalgia”, aunando al escritor con el joven oficial de tropas de asalto de la Primera Guerra Mundial
“Por su vida, el antiguo soldado ofrece el modelo de una nobleza de comportamiento de la cual todo joven europeo podría servirse como referencia en el futuro. También ha trazado en su obra las pistas de lo que será un futuro en ruptura con lo que nos fue impuesto por el siglo de 1914”, escribió Venner sobre el alemán en uno de sus ensayos. Era la mejor definición de sí mismo, apóstol estoico de la “plus longue memoire” y apasionado de El caballero, la muerte y el diablo de Alberto Durero.
Breviario para insumisos


Pocas horas después de su muerte el editor Pierre-Guillaume de Roux confirmaba que Dominique Venner había dejado una obra póstuma con visos de testamento vital que aparecerá en junio con un título definitorio, ‘Samurái de Occidente. Breviario para insumisos’, que recuerda al gesto de Yukio Mishima, al del joven Alain Escoffier pegándose fuego ante la oficina de Aeroflot en París para protestar contra la dictadura soviética o al de otro escritor, Henry de Montherlant, apasionado del mundo clásico romano que, al quedarse ciego, se quitó la vida.
“Habiendo inventado un personaje lleno de valentía y resplandor, terminó por tomarlo para sí y lo ajustó hasta el final”, escribió de él el estadounidense Julien Green. El valor del gesto y de ser fiel a sí mismo. 
Manuel Ortega

lunes, 20 de mayo de 2013

Ramiro de Maeztu

La gente del 98 dejó escritas páginas inolvidables por su belleza, su profundidad, su intensidad… Esos nombres -Baroja, Unamuno, Valle-Inclán, etc.- iban a ejercer una influencia enorme en nuestra cultura. Sin embargo, uno los lee y no deja de advertir una laguna enorme: en un mundo tan convulso como el del primer tercio del siglo XX, con revoluciones de ambición planetaria, cambios brutales en las formas de vida, guerras mundiales y genocidios en masa, los del 98 viven como de espaldas a todo eso, encerrados en una temática hispano-española irremediablemente alicorta. Sólo un autor del 98 vislumbró con claridad lo que estaba pasando: el hundimiento de las formas políticas decimonónicas, la explosión de la técnica, la universalización del dinero, el surgimiento de la figura del trabajador. Ese visionario fue Ramiro de Maeztu.

Alavés de madre inglesa, Ramiro de Maeztu Whitney nació en Vitoria en 1875. Su familia tenía dinero, así que pudo permitirse una buena educación, muchos viajes y un conocimiento muy directo de aquel mundo vertiginoso que pasaba del siglo XIX al XX. Estuvo en La Habana, donde su familia llevaba varios negocios; estuvo en París, que era ya la capital de la cultura, también en Londres… Era un tipo inquieto y lúcido. Como además era combativo y quería hacerse escuchar, el camino hacia el periodismo fue casi natural; un periodismo como el de aquel tiempo, donde la opinión era tan importante como la información. En 1897 se traslada a Madrid. Escribe en Germinal, El País, Vida Nueva, La España Moderna, El Socialista…

Traba amistad con Azorín y Baroja, entre otros.¿Quién es este Maeztu? Un reformador. Un reformador de ideas poco claras, tan confusas como el momento que el mundo vive, pero que ha identificado algunos claros movimientos: la industria lo llena todo, la situación de los trabajadores pasa al primer plano de la preocupación social e intelectual, la cohesión de las sociedades tradicionales se ha roto, los regímenes políticos heredados del siglo XIX ya han caducado… Maeztu se alinea con el socialismo reformista, no marxista. Nuestro autor mira a España, mira luego a Europa y concluye que España debe renovarse a fondo. De esa época data su volumen Hacia otra España, donde compila algunos de sus escritos periodísticos de este tiempo.

Síntesis superadora


España vive la víspera del Desastre: en 1898 perdemos los últimos restos del imperio. Y para Maeztu, su particular desastre llega en 1904: su familia pierde todo lo que tenía en Cuba. Ramiro tiene que ganarse la vida sin apoyo de nadie. Aprovechando la educación inglesa recibida de su madre, ejercerá como corresponsal en Londres de La Correspondencia de España, Nuevo Mundo y Heraldo de Madrid. Es un corresponsal singular: no informa sólo sobre política, sino que traslada al público español la actualidad de la filosofía, la literatura y el arte. Tampoco se ciñe a Londres, sino que viaja además por Alemania y Francia. Cuando empieza la primera guerra mundial, en 1914, Maeztu es un europeo; como tal asiste a los combates y, como tal, saca las oportunas conclusiones.
Bajo el impacto de la gran guerra, Maeztu escribe su primera colección vertebrada de ensayos. Lo hace en inglés para la revista The New Age, que defendía una especie de socialismo gremial. En 1916 los publica bajo el título común Authority, Liberty and Function in the light of the war. Tres años después aparecía en español como La crisis del humanismo. ¿De qué se trata? De tomar el pulso a lo que está viendo nacer en los campos de batalla. El principio democrático de libertad se ha deshecho al contacto con la dura realidad de la guerra; al mismo tiempo, el principio socialista de autoridad e igualdad se ha desvanecido entre olas revolucionarias. ¿Qué hacer? Volver a definirlo todo desde el principio; encontrar una síntesis que supere tanto al principio socialista como al principio democrático.
Era el imperativo de aquel tiempo. Lo mismo estaban intentando otros socialistas británicos no marxistas. Maeztu explorará la vía por el camino de lo que él llama “función”, es decir, el lugar que la persona ocupa en el orden social y político. No hay derechos subjetivos innatos en el plano político -dice Ramiro-. Los derechos se adquieren por la función que se desempeña. Tampoco el soberano se legitima por la herencia ni por la elección: sólo el que sirve mejor a los intereses comunes tiene derecho al primer puesto. “Nadie es más que otro si no hace más que otro”. 
Esta idea de servicio va a ser una constante a partir de ahora en su pensamiento. En el plano de la organización social y política, Maeztu empieza además a propugnar una organización gremial o sindical de la sociedad donde “los hombres se agrupan en torno a las funciones que desempeñan”. Cada ciudadano elegirá varios representantes si pertenece a varios círculos de actividad. Está empezando a definir una democracia orgánica.
El golpe de Primo


En ese momento Maeztu podía haberse convertido en un pensador inglés. Sin embargo, en 1919 decide volver a España. ¿Por qué vuelve? En realidad, por patriotismo. ¿Y qué podía hacer aquí? Escribir. Ramiro escribía, escribía… Sobre todo en la prensa. El pensador de este tiempo -lo estaban haciendo también Ortega y D’Ors- es un pensador de periódico. Si uno además necesitaba dinero, como la pasaba a Maeztu, entonces el periódico era el único horizonte posible. Eso tenía un inconveniente: es difícil construir así una obra estructurada. A cambio, el intelectual mantiene una relación directa, estrechísima, con su público y con la propia actualidad que le rodea.
Esa actualidad, en la España de 1919, era la misma que Maeztu había visto en Europa: el modelo liberal -en nuestro país, el sistema de la Restauración- se agota y el socialista no es una alternativa fiable. Hacen falta síntesis nuevas. Todo el país está pensando lo mismo. En Italia, Mussolini se ha hecho con el Estado en 1922. En España, al año siguiente, el general Primo de Rivera se pronuncia y toma el poder con apoyo del Rey. El golpe de Primo, en realidad, está dando respuesta a una necesidad que todo el mundo siente.
Hay que recordar que, con excepción de los anarquistas, casi todas las fuerzas políticas saludaron la dictadura de 1923, incluidos los socialistas y los catalanistas, al menos al principio. Se abría una etapa nueva en la que todo era posible. Maeztu ya tenía entonces un modelo: tradicionalista, católico, corporativista, hispánico… Ramiro se adhiere al régimen de Primo de Rivera. Quiere dar forma política a sus ideas. Entra en la comisión que debe elaborar un proyecto constitucional. Maeztu lleva allí sus ideas sobre una democracia orgánica. Quedará en agua de borrajas.
En el régimen de Primo había demasiadas fuerzas contradictorias; algunas, decididamente disolventes. Aquel proyecto de Constitución terminó congelado. Maeztu, no obstante, no volverá la espalda al general: en 1928 acepta el puesto de embajador de España en Argentina. Allí nacerá otro concepto clave en su pensamiento: el de Hispanidad. La idea de Hispanidad la había desarrollado unos pocos años antes el sacerdote vasco Zacarías de Vizcarra, que vivía precisamente en Argentina. Maeztu recoge la idea, la perfecciona y la abandera. “La patria es espíritu –piensa Maeztu-.
Ello dice que el ser de la patria se funda en un valor o en una acumulación de valores, con los que se enlaza a los hijos de un territorio en el suelo que habitan”. ¿Y cuál es, en el caso de los españoles, esa acumulación de valores? Es la Hispanidad: “servicio, jerarquía y hermandad –dice Ramiro-, el lema antagónico al revolucionario del libertad, igualdad, fraternidad”.
En España, todo se va poniendo cabeza abajo: el régimen de Primo de Rivera cae con estrépito, la Corona comete un error tras otro y, finalmente, es la propia monarquía la que se hunde. Ramiro lo veía venir. Desde unos meses antes de 1931 ha empezado a alentar a un grupo de intelectuales conservadores: Acción Española, que apuesta por una línea inequívocamente tradicionalista, hispánica y católica. Acción Española se convierte en revista en diciembre de 1931. Maeztu la dirige. Su espíritu es de un compromiso sin paños calientes.
En Acción Española escriben Vegas Latapié, Víctor Pradera, José Calvo Sotelo, Pemán, González Ruano, José Antonio Primo de Rivera, Ramiro Ledesma, el cardenal Gomá, Eugenio Montes, Aunós, Giménez Caballero, Antonio Vallejo-Nájera… todo el universo intelectual de la derecha española del momento. El Gobierno de la II República identifica claramente al grupo como enemigo; en 1932 llega incluso a detener a Maeztu, que pasará algunos meses en la cárcel, y a prohibir Acción Española, que no volverá a publicarse hasta que la derecha gane las elecciones en 1933. En esas elecciones, por cierto, Ramiro de Maeztu se ha presentado por el grupo monárquico Renovación Española y ha obtenido un escaño de diputado por Guipúzcoa. La política y las ideas no son mundos escindidos. Ramiro publica en 1934 Defensa de la Hispanidad, que es la exposición más sistematizada de su ideario.
Política de exterminio


En 1935 ingresa Maeztu en la Real Academia. España está ardiendo desde la Revolución del 34, el golpe socialista-catalanista contra la República, y la ola de violencia ya no va a dejar a salvo a nadie. Las elecciones de febrero de 1936, con la irregular victoria del Frente Popular, dispara los acontecimientos. Numerosas personas vinculadas a Acción Española están conspirando contra lo que parece una inevitable revolución bolchevique. El 13 de julio de 1936, la policía del Frente Popular asesina a José Calvo Sotelo.
El 17 de julio comienza la sublevación militar en Melilla. El día 30, una cuadrilla de milicianos y policías detiene a Ramiro de Maeztu en Madrid. El diario socialista Claridad, entre otros, le había señalado como “escritor traidor”. A Ramiro lo encierran en la cárcel de Ventas. Le esperan tres meses de cautiverio. Así describió Arrarás a aquel Maeztu cautivo: “Maeztu rezaba el rosario con todos, departía interminablemente con los mejores y pronunciaba largas y encendidas parrafadas sobre la reedificación de la Hispanidad. Vivía como iluminado. Su alta y enjuta silueta parecía agigantarse por momentos. Su ánimo no decayó jamás, en medio de tantas flaquezas y de todas las contrariedades”.
El Frente Popular ha comenzado ya su política de exterminio de la oposición. El 29 de octubre de 1936, Maeztu es sacado de la cárcel y llevado al cementerio de Aravaca. Allí ataban a los presos de dos en dos, ante unas zanjas, y los tiroteaban. Ramiro de Maeztu sabe que su vida ha terminado. Altivo, eleva la voz y se dirige al pelotón de ejecución: “Vosotros no sabéis por qué me matáis, pero yo sí sé por lo que muero: ¡Porque vuestros hijos sean mejores que vosotros!”.
Con aquel hombre caía asesinado una de las cumbres de la cultura española. Buena parte de su ideario fue adoptado -más en la teoría que en la práctica- por el régimen de Franco. Pronto, sin embargo, comenzó a ser olvidado, más aún, desterrado de la vida cultural. Hoy empieza a recuperarse su legado intelectual. Lo esencial de su obra está disponible incluso en Internet. También tenemos excelentes ensayos sobre su obra y su figura: desde la izquierda, el de José Luis Villacañas, y desde la derecha, el de Pedro Carlos González Cuevas. Maeztu sigue hablándonos como uno de los intérpretes más agudos del siglo XX. Y también como el primer gran teórico de eso que llamamos Hispanidad.
José Javier Esparza

miércoles, 15 de mayo de 2013

Entrevista a Julián Marías

Una entrevista para conocer uno de los mejores filósofos del siglo XX español.

Colonizados


Me lo ha contado una fiscal de los juzgados de Madrid. Hace unos días, en la vista por un robo de poca monta, un maleante de medio pelo se puso muy tieso y exclamó: “¡Me acojo a la quinta enmienda!”. La sala pasó del estupor a la carcajada en un instante.
¿Cuántas películas americanas habrá visto ese sujeto? La quinta enmienda es una disposición constitucional de los Estados Unidos que, entre otras cosas, exonera a las personas de declarar contra sí mismas. En España no hay quinta enmienda, pero así de hondo ha calado la colonización cultural americana.
Otra: en el noroeste de la comunidad de Madrid hay una empresa de taxis que, para darse aire de modernidad, se ha bautizado como Northwest. O sea: Peralejo, Zarzalejo, Navalquejigo, Colmenarejo... el northwest de toda la vida, vaya. Asistimos a un lento suicidio cultural. Eutanasia del espíritu.

José Javier Esparza.