martes, 29 de diciembre de 2015
domingo, 27 de diciembre de 2015
“¿Me lleva a la calle de Mateo Morral?” Pedro Fernández Barbadillo.
"Magnífico artículo de Pedro Fernández Barbadillo."
El Ayuntamiento de Madrid, con el voto de Ciudadanos (que lleva camino de convertirse en UCD: el partido que con votos de derechas hacía políticas de izquierdas, hasta que sus votantes se hartaron), ha empezado a aplicar su plan de depurar el callejero de la capital de fascistas, franquistas, colaboracionistas, golpistas, nazistas, monarquistas y quién sabe si hasta madridistas.
¿Y qué modelos va a proponer el nuevo Frente Popular? En Madrid ya hay calles, puestas por los alcaldes socialistas y también por los del PP, aPablo Iglesias, fundador del PSOE, y Dolores Ibárruri, comunista, que amenazaban de muerte en las Cortes a los diputados de derechas; aFrancisco Largo Caballero, que pidió la guerra civil y la dictadura del proletariado antes de la guerra; a Indalecio Prieto, que fue contrabandista de armas para preparar un golpe de estado y matar españoles; a Eduardo Haro Tecglen, el hipócrita que pasó de escribir loas a Franco y a José Antonio a hacérselas a Stalin.
Cuando la izquierda estaba libre de las trabas constitucionales y democráticas, es decir, en la guerra civil, el Ayuntamiento de Madrid, bajo la presidencia del Rafael Henche de la Plata (gran apellido para un socialista y sindicalista de UGT, que además, como conspirador participó en el golpe de estado de 1934), aprobó en su sesión del 11 de junio de 1937 varios cambios del callejero, uno de los cuales consistió en renombrar la Calle Mayor con el nombre del anarquista Mateo Morral.
El mérito de este individuo fue tratar de asesinar al rey Alfonso XIII y a su esposa, Victoria Eugenia, en 1906, mediante una bomba que arrojó desde la ventana de una casa en la calle Mayor. Aunque no mató a los reyes, Morral despedazó a 25 personas (15 militares y 10 civiles) e hirió a otras 100. El Ayuntamiento del Frente Popular añadió una placa en memoria de este asesino múltiple en el cementerio civil de Madrid.
Así lo contó La Vanguardia (12-4-1937), entonces republicana, del conde de Godó, que ya estaba en Burgos al servicio de Franco:
Se aprobó rápidamente el orden del día, en el que, entre otros puntos, figuraba un expediente proponiendo que en el Cementerio civil se coloque en sitio visible y adecuado una lápida con la inscripción «Mateo Morral» que perpetúe su memoria, y que por la Comisión de gobierno se proponga al Consejo acuerda que la plaza sin nombre donde estuvo situado el monumento monárquico al final de la calla Mayor se denomine en lo sucesivo de "Mateo Morral".
Es decir, para los socialistas, comunistas, anarquistas y republicanos era merecedor de honores públicos un terrorista que mató a dos docenas de personas con una bomba. ¡Todo por el Ideal! Sobre todo la sangre ajena.Mateo Morral
En los primeros días posteriores a la entrada de los nacionales en Madrid, las nuevas autoridades devolvieron a la calle Mayor su nombre tradicional. Si se anulasen todos los actos administrativos de los Ayuntamientos franquistas, como han propuesto algunos alucinados que se haga con la legislación aprobada entre 1939 y 1977 (o 1982, qué más da), se podría anular el re-nombramiento de la calle Mayor y así ésta recuperaría el nombre infame de Mateo Morral, elIñaki de Juana de la izquierda madrileña.
Por cierto, que de la lista de nombres aprobados en el pleno me llama la atención que se haya excluido uno: el de Juan de Borbón y Battenberg, que tiene una glorieta con una estatua imponente. El infante trató de unirse dos veces, dos, como voluntario a los sublevados y luego se hartó de felicitar a Franco por su victoria, hasta el punto de enviarle el Toisón de Oro en 1961. Bah, queda para la segunda vuelta. Y para más adelante su hijo y su nieto.
miércoles, 23 de diciembre de 2015
lunes, 21 de diciembre de 2015
sábado, 19 de diciembre de 2015
Julia Bonaparte, reina de España. Juan Balansó.
Hace años que falleció el historiador monárquico por excelencia, Juan Balansó. Cada día más desconocido, por desgracia, pero lo habitúal en los tiempos que vivimos.
Uno de sus libros menos conocidos es el dedicado a la Julia Bonaparte. Es difícil encontrar biografías dedicadas a José Bonaparte, así que a su mujer ni digamos. Fue una grata sorpresa encontrar este libro, donde Juan Balansó hace un estudio bastante completo de la vida de la antigua novia de Napoléon, ya que antes de casarse con José, hermano mayor de Napoleón, fue novia de este último.
Desempeño el papel de reina dignamente y fue fiel a su esposo, sin hacer escándalos por los escarceos amorosos del mismo. El libro es una curiosad histórica y en uno de los capítulos nos habla de la desaparición de las joyas de la Corona de España, cuestión inédita que el autor trata.
Además nos obsequía con la aventura mejícana de su esposo, cuando le ofrecieron la Corona de Méjico, así como la estancia de José Bonaparte en Estados Unidos, país que nunca pisó Julia Bonaparte.
Libro breve, amemo y culto, cualidades difíciles de encontrar en un ensayo, que seguro hará disfrutar a cualquier enamorado de la historia.
Uno de sus libros menos conocidos es el dedicado a la Julia Bonaparte. Es difícil encontrar biografías dedicadas a José Bonaparte, así que a su mujer ni digamos. Fue una grata sorpresa encontrar este libro, donde Juan Balansó hace un estudio bastante completo de la vida de la antigua novia de Napoléon, ya que antes de casarse con José, hermano mayor de Napoleón, fue novia de este último.
Desempeño el papel de reina dignamente y fue fiel a su esposo, sin hacer escándalos por los escarceos amorosos del mismo. El libro es una curiosad histórica y en uno de los capítulos nos habla de la desaparición de las joyas de la Corona de España, cuestión inédita que el autor trata.
Además nos obsequía con la aventura mejícana de su esposo, cuando le ofrecieron la Corona de Méjico, así como la estancia de José Bonaparte en Estados Unidos, país que nunca pisó Julia Bonaparte.
Libro breve, amemo y culto, cualidades difíciles de encontrar en un ensayo, que seguro hará disfrutar a cualquier enamorado de la historia.
sábado, 5 de diciembre de 2015
Ricardo de la Cierva, la soledad de la verdad. Pedro Fernádez Barbadillo.
"No hace mucho falleció Ricardo de la Cierva. Sirva el siguiente artículo de Pedro Fernández Barbadillo como recuerdo a tan insigne historiador al que generaciones de españoles debemos nuestra formación histórica, que sin él, hubiera sido dificilísmo de encontrar."
Desde hace más de 30 años, las universidades y los periódicos españoles están tomados por una tribu de apaches dedicada a arrancar la cabellera de todo aquel valiente que penetre en su territorio en busca de bisontes, de nuevas rutas o siquiera de agua.
Ricardo de la Cierva (1926-2015) fue uno de esos aventureros a los que los apaches-funcionarios persiguieron, porque se enfrentó a la toma de las cátedras de Historia por Manuel Tuñón de Lara y su escuela y porque disponía de datos (fue ministro de Cultura en 1980) sobre las oposiciones que esta tribu ganaba. El historiador, catedrático de Granada y de Alcalá de Henares, llegó a acusar a sectores de la izquierda y del Opus Dei de repartirse los puestos (España: la sociedad violada, pág. 101):
En estos últimos tiempos hemos asistido, desde los Departamentos de Historia, a un pacto inconcebible entre un grupo del Opus Dei y un grupo de la izquierda cultural para conseguir, mediante reparto, el mismo objetivo. Siento muchísimo tener que denunciarlo, pero no puedo silenciar lo que veo.
La fiereza de esos apaches se puede calcular leyendo las páginas que Ángel Viñas dedica al presunto enriquecimiento de Franco en la guerra civil en su último libro: Viñas dedica más insultos y reproches a Stanley G. Payne y Jesús Palacios por su biografía del caudillo que a éste, porque el libro no se somete a su canon ni acepta su descubrimiento (yadesmontado por el historiador Moisés Domínguez) de que Franco hizo matar al general Amado Balmes en vísperas del alzamiento.
Los apaches de El País no han podido contenerse y publican unobituario que quisiera ser un aventamiento de las cenizas del enemigo quemado. El autor del texto, que no se atreve a firmar, atribuye a Ricardo de la Cierva "ideología franquista". A la vez, oculta que en 1974 dimitió de su cargo en el Ministerio de Información cuando Arias Navarro destituyó a Pío Cabanillas y que fue una de las firmas principales de El País en sus primeros meses; sin duda esto último lo ha hecho el autor para evitar a los cada vez más escasos lectores el freído de sus sesos con la contradicción de que un franquista hubiese manchado las páginas del diario progresista. Y la verdad es que en El País había mucho, mucho franquista y falangista: Pedro Laín Entralgo, Antonio Tovar, José Luis López Aranguren y el propio Juan Luis Cebrián. Los no franquistas, como Ricardo de la Cierva, Julián Marías y Federico Jiménez Losantos, acabaron expulsados.
En los años 70 y 80, De la Cierva estuvo atronadoramente solo en la universidad española. Y era el único académico que se atrevía a pronunciar una blasfemia como ésta: el socialismo español nunca fue democrático. Si hoy muchos conocemos esa verdad es porque él la difundió antes contra viento y marea. De la cobardía de la academia le compensó el cariño del público, que convertía sus libros en best-sellers y leía sus artículos en ABC y Época (también fue expulsado del Ya por una Conferencia Episcopal que en la década de los 80 estaba controlada por obispos progresistas).
¿Qué es lo que le llevó a esta posición tan poco prudente para los funcionarios que cuentan los sexenios como el avaro sus monedas? Muy probablemente el asco a esa "mentira antifranquista" descrita por Hermann Tertsch y el amor por la verdad que él había vivido y que conocía por los documentos.
De autor a editor
Ricardo de la Cierva disfrutó de una vida excitante para un profesor universitario español. Fue jesuita y se salió de la orden porque en 1964 se enamoró de Mercedes Lorente, a la que dedicó todos sus libros. Aconsejó a Adolfo Suárez, que le nombró ministro de Cultura (1980). Trató de organizar en AP un rearme cultural que diese la batalla al que él llamabaFrente Popular de la Cultura, pero Manuel Fraga fue el primero en rendirse. Fundó su propia editorial, Fénix, a causa de problemas con su editor habitual, Planeta, y también con Plaza y Janés (que él atribuyó a los masones en una entrevista en la revista Generación XXI):
Creé la editorial porque tanto Planeta como Plaza y Janés me pusieron trabas por escribir sobre la masonería. Varios amigos me dijeron: vas a vivir el fracaso del autor que se hace editor.
Durante los años siguiente escribió y publicó más libros sobre la leyenda rosa de Santiago Carrillo, las intimidades de los reyes borbónicos, las relaciones entre Franco y el Conde de Barcelona y, por supuesto, la masonería y su participación en la política española (decía que tan absurdo era atribuir todos los motines, magnicidios y guerras al poder masónico, como hacen los integristas, como escribir historia contemporánea de España sin citarla), así como su infiltración en la Iglesia católica. Incluso abrió una librería, Castellana 45, que cerró hace poco debido a la crisis del sector del libro.
Como investigador, uno de sus grandes libros, 1939. Agonía y victoria, sobre los tres últimos meses de la Guerra Civil, recibió el premio Espejo de España en 1989. El político socialista Enrique Múgica y el historiador democristiano Javier Tusell abandonaron el jurado del premio y acusaronal libro de "neofascista"… únicamente por reproducir las Actas de la Junta de Defensa del coronel Casado y del socialista Besteiro. Una vez establecido el consenso académico, las partidas de apaches corren detrás de los que lo niegan dando gritos y agitando las lanzas.
Su gran servicio a la Iglesia católica fueron los libros en los que desenmascaró la Teología de la Liberación como un movimiento marxista que buscaba destruir la fe de Cristo, cuando se difundía en la televisón pública y en muchos colegios y púlpitos religiosos. Los dos más resonantes fueron Jesuitas, Iglesia y marxismo: la teología de la liberación desenmascarada (1986) y Oscura rebelión en la iglesia: jesuitas, teología de la liberación, carmelitas, marianistas y socialistas (1987). Estoy seguro de que Dios se lo habrá recompensado.
(¡Y yo que creo que en el fondo los apaches de la universidad odiaban a Ricardo de la Cierva por envidia, porque, sin entrevistas en la RTVE de José Calviño y Rosa María Mateo ni reseñas en El País, vendía miles de ejemplares de sus títulos, mientras que los primeros sólo colocaban un puñado en las bibliotecas públicas…!)
Desde hace más de 30 años, las universidades y los periódicos españoles están tomados por una tribu de apaches dedicada a arrancar la cabellera de todo aquel valiente que penetre en su territorio en busca de bisontes, de nuevas rutas o siquiera de agua.
Ricardo de la Cierva (1926-2015) fue uno de esos aventureros a los que los apaches-funcionarios persiguieron, porque se enfrentó a la toma de las cátedras de Historia por Manuel Tuñón de Lara y su escuela y porque disponía de datos (fue ministro de Cultura en 1980) sobre las oposiciones que esta tribu ganaba. El historiador, catedrático de Granada y de Alcalá de Henares, llegó a acusar a sectores de la izquierda y del Opus Dei de repartirse los puestos (España: la sociedad violada, pág. 101):
En estos últimos tiempos hemos asistido, desde los Departamentos de Historia, a un pacto inconcebible entre un grupo del Opus Dei y un grupo de la izquierda cultural para conseguir, mediante reparto, el mismo objetivo. Siento muchísimo tener que denunciarlo, pero no puedo silenciar lo que veo.
La fiereza de esos apaches se puede calcular leyendo las páginas que Ángel Viñas dedica al presunto enriquecimiento de Franco en la guerra civil en su último libro: Viñas dedica más insultos y reproches a Stanley G. Payne y Jesús Palacios por su biografía del caudillo que a éste, porque el libro no se somete a su canon ni acepta su descubrimiento (yadesmontado por el historiador Moisés Domínguez) de que Franco hizo matar al general Amado Balmes en vísperas del alzamiento.
Los apaches de El País no han podido contenerse y publican unobituario que quisiera ser un aventamiento de las cenizas del enemigo quemado. El autor del texto, que no se atreve a firmar, atribuye a Ricardo de la Cierva "ideología franquista". A la vez, oculta que en 1974 dimitió de su cargo en el Ministerio de Información cuando Arias Navarro destituyó a Pío Cabanillas y que fue una de las firmas principales de El País en sus primeros meses; sin duda esto último lo ha hecho el autor para evitar a los cada vez más escasos lectores el freído de sus sesos con la contradicción de que un franquista hubiese manchado las páginas del diario progresista. Y la verdad es que en El País había mucho, mucho franquista y falangista: Pedro Laín Entralgo, Antonio Tovar, José Luis López Aranguren y el propio Juan Luis Cebrián. Los no franquistas, como Ricardo de la Cierva, Julián Marías y Federico Jiménez Losantos, acabaron expulsados.
En los años 70 y 80, De la Cierva estuvo atronadoramente solo en la universidad española. Y era el único académico que se atrevía a pronunciar una blasfemia como ésta: el socialismo español nunca fue democrático. Si hoy muchos conocemos esa verdad es porque él la difundió antes contra viento y marea. De la cobardía de la academia le compensó el cariño del público, que convertía sus libros en best-sellers y leía sus artículos en ABC y Época (también fue expulsado del Ya por una Conferencia Episcopal que en la década de los 80 estaba controlada por obispos progresistas).
¿Qué es lo que le llevó a esta posición tan poco prudente para los funcionarios que cuentan los sexenios como el avaro sus monedas? Muy probablemente el asco a esa "mentira antifranquista" descrita por Hermann Tertsch y el amor por la verdad que él había vivido y que conocía por los documentos.
De autor a editor
Ricardo de la Cierva disfrutó de una vida excitante para un profesor universitario español. Fue jesuita y se salió de la orden porque en 1964 se enamoró de Mercedes Lorente, a la que dedicó todos sus libros. Aconsejó a Adolfo Suárez, que le nombró ministro de Cultura (1980). Trató de organizar en AP un rearme cultural que diese la batalla al que él llamabaFrente Popular de la Cultura, pero Manuel Fraga fue el primero en rendirse. Fundó su propia editorial, Fénix, a causa de problemas con su editor habitual, Planeta, y también con Plaza y Janés (que él atribuyó a los masones en una entrevista en la revista Generación XXI):
Creé la editorial porque tanto Planeta como Plaza y Janés me pusieron trabas por escribir sobre la masonería. Varios amigos me dijeron: vas a vivir el fracaso del autor que se hace editor.
Durante los años siguiente escribió y publicó más libros sobre la leyenda rosa de Santiago Carrillo, las intimidades de los reyes borbónicos, las relaciones entre Franco y el Conde de Barcelona y, por supuesto, la masonería y su participación en la política española (decía que tan absurdo era atribuir todos los motines, magnicidios y guerras al poder masónico, como hacen los integristas, como escribir historia contemporánea de España sin citarla), así como su infiltración en la Iglesia católica. Incluso abrió una librería, Castellana 45, que cerró hace poco debido a la crisis del sector del libro.
Como investigador, uno de sus grandes libros, 1939. Agonía y victoria, sobre los tres últimos meses de la Guerra Civil, recibió el premio Espejo de España en 1989. El político socialista Enrique Múgica y el historiador democristiano Javier Tusell abandonaron el jurado del premio y acusaronal libro de "neofascista"… únicamente por reproducir las Actas de la Junta de Defensa del coronel Casado y del socialista Besteiro. Una vez establecido el consenso académico, las partidas de apaches corren detrás de los que lo niegan dando gritos y agitando las lanzas.
Su gran servicio a la Iglesia católica fueron los libros en los que desenmascaró la Teología de la Liberación como un movimiento marxista que buscaba destruir la fe de Cristo, cuando se difundía en la televisón pública y en muchos colegios y púlpitos religiosos. Los dos más resonantes fueron Jesuitas, Iglesia y marxismo: la teología de la liberación desenmascarada (1986) y Oscura rebelión en la iglesia: jesuitas, teología de la liberación, carmelitas, marianistas y socialistas (1987). Estoy seguro de que Dios se lo habrá recompensado.
(¡Y yo que creo que en el fondo los apaches de la universidad odiaban a Ricardo de la Cierva por envidia, porque, sin entrevistas en la RTVE de José Calviño y Rosa María Mateo ni reseñas en El País, vendía miles de ejemplares de sus títulos, mientras que los primeros sólo colocaban un puñado en las bibliotecas públicas…!)
domingo, 22 de noviembre de 2015
miércoles, 28 de octubre de 2015
Derrota, agotamiento, decadencia, en la España del siglo XVII. Vicente Palacio Atard.
Vicente Palacio Atard ha sido catedráico de Historia y académico numerario de la Real Academia de la Historia y Doctor <<honoris causa>> por varias universidades extranjeras. Ha sido autor de más de venticinco libros, entre ellos el que nos ocupa.
Es uno de los mejores libros dedicados al siglo XVI y XVII. El libro está dividido en dos partes principales. La primera dedicada a nuestro siglo y una segunda dedicada a las opiniones de nuestra decadencia. A lo largo de ocho capítulos el autor trata desde los ideales españoles, pasando por la economía, hasta los valores suprevivientes en la España caduca.
En el texto relucen ideas tradicionales, casi sacadas del metafísico francés René Guenon, en su libro "Autoridad Espiritual y Poder Temporal". Pasemos a ver un poco más en profundidad las ideas expuestas en el libro.
El Imperio español es descendiente de las ideas de Dante, autoridad espiritual y poder temporal. El poder civil recibe la luz del papado, la espiritualidad, el Sol como luz y la luna como temporalidad. Podríamos hablar sobre los principios del hinduismo: Purusha y Prakriti, hombre, mujer, etc.
La cristiandad debía estar regida por un emperador para superar localismos e imponer la paz entre los diferentes reinos cristianos. Ideal de Carlos V, último emperador europeo. Después de él y Felipe II empiezan los ideales modernos. Fracasa la idea imperial de Carlos V por culpa de Francia, así como fracaso de su política exterior con los príncipes alemanes para aislar a Francia.
La reforma luterana es una manifestación de la modernidad. Destruye la unidad y triunfa entre los príncipes alemanes ansiosos de poder temporal, como Francisco I de Francia.
España no hizo una política naval en el siglo XVII lo que llevó a nuestra derrota. A esto se une la perdida de idealismo. En un documento oficial de aquellos años se dice que ya sólo se engachan en el ejército vagabundos y malhechores: esos eran los herederos al mediar el siglo XVII, de los gloriosos soldados del Emperador.
En el discurso de Alemania y comparación de España con las demás naciones, escrito en el siglo XVII por Juan de Palafox, Don Diego se queja:<<Al fin, todo lo ha de pagar España: siempre es la condenada en costas, y cuantas guerras se hacen son contra ella.>> Y el otro interlocutor, de nombre Fernando, responde:<<Esto, don Diego, es mal necesario de esta Monarquía, cuya grandeza no cabe en el mundo... Claro está que si rodea el orbe nuestro Imperio, han de encontrarse con nosotros los holandeses por las Filipinas, los araucos por Chile, por el septentrión los alemanes, por Flandes los rebeldes, el francés por Italia, el turco por el África. ¡Pobre de España cuando no tenga enemigos que emulen su grandeza!>>
A España se la ha maltratdo por la expulsión de los judíos y en menor medida por la de los moriscos, pero las ideas que movían nuestro Imperio defendieron la expulsión de estos últimos. Este tema ha sido muy traído y llevado por los críticos de todos los tiempos. Durante muchos años fue costumbre aceptar cifras arbitrarias y sobreestimar la importancia económica deducida de la expulsión. En cambio, en la literatura coetánea -en los grandes maestros de la pluma, como Cervantes, Lope de Vega, Gracián, o en los numerosos tratadistas que escriben acerca de la expatriación de aquellas gentes, como Bleda, Aznar, Fonseca, Ripoll y Fr. Marcos de Guadalajara- existe unanimidad absoluta respecto a la necesidad de la medida y al aplauso con que la acogen. A todos lleva la palma fray Marcos de Guadalajara, que describe los quince portentos o señales milagrosas con que el cielo había anunciado los males que los moriscos traerían sobre España.
El drama español en el siglo XVII consiste en el cruzamiento de dos concepciones del mundo: la concepción medieval, teocentrista, y la concepción nueva de un mundo materialista. Consiste en el cruzamiento de estas dos mentalidades y en la postergación paulatina de la nuestra.
La clase dirigente se degenera, especialmente los reyes. Solamente hace falta ver la diferencia entre los retratos de Carlos I, Felipe II, con Felipe III, IV y Carlos II, este último con más dignidad imperial que los dos anteriores, a pesar de la mala mezcla genética. Es díficil disculparlo. Porque si es cierto que entonces no se hablaba todavía de Eugenesia, había una autoridad, la mayor de todas, la de la Iglesia Católica, que luchaba contra la catástrofe, como nos cuenta Gregorio Marañón.
En el reinado de Carlos II todo se vende, cargos, títulos, dinidades. Un judío genovés puede pemitirse el lujo de comprar por unos miles de escudos un título español de nobleza.
En el siglo XVIII, con la dinastía de los Borbones empieza el señuelo de la imitación extranjera. Sí que era halageño el cambio que Macanaz proponía. Cambiar la historia de un pueblo de caballeros por la historia de un grupo de piratas.
Si España, como Imperio, quiere volver a ser grande, tiene que volver al ideal caballeresco.
Es uno de los mejores libros dedicados al siglo XVI y XVII. El libro está dividido en dos partes principales. La primera dedicada a nuestro siglo y una segunda dedicada a las opiniones de nuestra decadencia. A lo largo de ocho capítulos el autor trata desde los ideales españoles, pasando por la economía, hasta los valores suprevivientes en la España caduca.
En el texto relucen ideas tradicionales, casi sacadas del metafísico francés René Guenon, en su libro "Autoridad Espiritual y Poder Temporal". Pasemos a ver un poco más en profundidad las ideas expuestas en el libro.
El Imperio español es descendiente de las ideas de Dante, autoridad espiritual y poder temporal. El poder civil recibe la luz del papado, la espiritualidad, el Sol como luz y la luna como temporalidad. Podríamos hablar sobre los principios del hinduismo: Purusha y Prakriti, hombre, mujer, etc.
La cristiandad debía estar regida por un emperador para superar localismos e imponer la paz entre los diferentes reinos cristianos. Ideal de Carlos V, último emperador europeo. Después de él y Felipe II empiezan los ideales modernos. Fracasa la idea imperial de Carlos V por culpa de Francia, así como fracaso de su política exterior con los príncipes alemanes para aislar a Francia.
La reforma luterana es una manifestación de la modernidad. Destruye la unidad y triunfa entre los príncipes alemanes ansiosos de poder temporal, como Francisco I de Francia.
España no hizo una política naval en el siglo XVII lo que llevó a nuestra derrota. A esto se une la perdida de idealismo. En un documento oficial de aquellos años se dice que ya sólo se engachan en el ejército vagabundos y malhechores: esos eran los herederos al mediar el siglo XVII, de los gloriosos soldados del Emperador.
En el discurso de Alemania y comparación de España con las demás naciones, escrito en el siglo XVII por Juan de Palafox, Don Diego se queja:<<Al fin, todo lo ha de pagar España: siempre es la condenada en costas, y cuantas guerras se hacen son contra ella.>> Y el otro interlocutor, de nombre Fernando, responde:<<Esto, don Diego, es mal necesario de esta Monarquía, cuya grandeza no cabe en el mundo... Claro está que si rodea el orbe nuestro Imperio, han de encontrarse con nosotros los holandeses por las Filipinas, los araucos por Chile, por el septentrión los alemanes, por Flandes los rebeldes, el francés por Italia, el turco por el África. ¡Pobre de España cuando no tenga enemigos que emulen su grandeza!>>
A España se la ha maltratdo por la expulsión de los judíos y en menor medida por la de los moriscos, pero las ideas que movían nuestro Imperio defendieron la expulsión de estos últimos. Este tema ha sido muy traído y llevado por los críticos de todos los tiempos. Durante muchos años fue costumbre aceptar cifras arbitrarias y sobreestimar la importancia económica deducida de la expulsión. En cambio, en la literatura coetánea -en los grandes maestros de la pluma, como Cervantes, Lope de Vega, Gracián, o en los numerosos tratadistas que escriben acerca de la expatriación de aquellas gentes, como Bleda, Aznar, Fonseca, Ripoll y Fr. Marcos de Guadalajara- existe unanimidad absoluta respecto a la necesidad de la medida y al aplauso con que la acogen. A todos lleva la palma fray Marcos de Guadalajara, que describe los quince portentos o señales milagrosas con que el cielo había anunciado los males que los moriscos traerían sobre España.
El drama español en el siglo XVII consiste en el cruzamiento de dos concepciones del mundo: la concepción medieval, teocentrista, y la concepción nueva de un mundo materialista. Consiste en el cruzamiento de estas dos mentalidades y en la postergación paulatina de la nuestra.
La clase dirigente se degenera, especialmente los reyes. Solamente hace falta ver la diferencia entre los retratos de Carlos I, Felipe II, con Felipe III, IV y Carlos II, este último con más dignidad imperial que los dos anteriores, a pesar de la mala mezcla genética. Es díficil disculparlo. Porque si es cierto que entonces no se hablaba todavía de Eugenesia, había una autoridad, la mayor de todas, la de la Iglesia Católica, que luchaba contra la catástrofe, como nos cuenta Gregorio Marañón.
En el reinado de Carlos II todo se vende, cargos, títulos, dinidades. Un judío genovés puede pemitirse el lujo de comprar por unos miles de escudos un título español de nobleza.
En el siglo XVIII, con la dinastía de los Borbones empieza el señuelo de la imitación extranjera. Sí que era halageño el cambio que Macanaz proponía. Cambiar la historia de un pueblo de caballeros por la historia de un grupo de piratas.
Si España, como Imperio, quiere volver a ser grande, tiene que volver al ideal caballeresco.
viernes, 23 de octubre de 2015
Egiptología.
Ciencia histórica moderna. Según el diccionario de la Real Academia, es
el “estudio de la civilización del
antiguo Egipto”.
La egiptología es de origen
francés. Hasta principios del siglo XIX
sólo podía saberse del antiguo Egipto lo que relataba la Biblia o lo que habían
escrito algunos autores griegos y romanos, quienes ignoraban la escritura
jeroglífica y sólo conocían los aspectos exteriores de la civilización
egipcia. Desgraciadamente, la obra
escrita en griego por el sacerdote egipcio Manetón, fuente valiosísima, había
sido groseramente mutilada y tergiversada por los copistas judeo-cristianos.
Un ejército de la república francesa
mandado por el joven general Napoleón Bonaparte conquistó Egipto en 1798. Varios sabios agregados a la expedición
trajeron a Europa descripciones y dibujos de las ruinas egipcias, pero ninguno
de ellos pudo descifrar los jeroglíficos.
La escritura egipcia era un muro de misterio contra el cual venían
chocando inútilmente las hipótesis de los hombres de ciencia. En realidad fueron tres las escrituras
creadas por los antiguos egipcios, que recibieron los nombres de jeroglífica,
hierática y demótica. La última de
ellas, de mayor sencillez para la contabilidad que las anteriores, alcanzó gran
difusión en Egipto en el último período de su historia.
En
septiembre de 1801, después de capitulación de Alejandría, los franceses, tras
dura resistencia diplomática, debieron entregar a Inglaterra las antigüedades
egipcias que habían ganado. El general
Hutchinson se encargó del transporte, y Jorge II cedió al Museo Británico todos
los ejemplares preciosos que tenían ya un valor de primer orden. Sin embargo, en Francia no se había dejado de
copiar ni un solo ejemplar. Uno de los
sabios participantes en la expedición, Domingo Vivant Denon, publicó en 1802 su
Viaje por el Bajo y el Alto Egipto.
Algo más tarde apareció la monumental obra francesa en veinticuatro
volúmenes con magníficas ilustraciones titulada Descripción del Egipto,
que mostraba al mundo una civilización hundida en las tinieblas del
pasado. Pero los monumentos se mostraban
sin decir apenas nada sobre sus constructores, porque los jeroglíficos seguían
mudos.
El superdotado Juan Francisco
Champollion, sabio precoz, se sintió atraído por todo lo referente al Egipto
misterioso cuando era todavía niño.
Había nacido en diciembre de 1790, en plena Revolución. Estudiando en el Liceo de Grenoble, adquirió
a los doce años de edad una gramática de la lengua copta, derivación del
antiguo idioma egipcio que aún se hablaba en el valle del Nilo, al menos para
usos litúrgicos. A esa misma edad escribió su primer libro, de tema un tanto
chocante, ya que era una Historia de Perros Célebres. En 1807, antes de su salida del Liceo, este
joven de diecisiete años escribió un ensayo titulado Egipto bajo los Faraones, del cual hizo un esbozo en forma y
proyectó el primer mapa histórico del país, cuya pobre información sacada de
las fuentes disponibles presentó en forma de conferencia pronunciada ante la
Academia de Grenoble. Luego se trasladó
a París para estudiar las piedras e imágenes depositadas en el Museo de Louvre. Un oficial de la expedición de Bonaparte, al
excavar trincheras para defenderse de los ingleses, había encontrado en Roseta,
junto a la desembocadura occidental del Nilo, una piedra antigua conteniendo
tres inscripciones en escritura griega, demótica y jeroglífica. Se trataba de una dedicatoria de los
sacerdotes de Menfis a Ptolomeo V en el año 196 antes de JC. Los humanistas, a través del griego, se enteraron
del contenido, pero no pudieron descifrar una sola frase del texto
jeroglífico. Champollion, que fue
nombrado profesor de Historia en la universidad de Grenoble en 1809, perdió su
cátedra por la reacción monárquica que siguió a los Cien Días. Viviendo prácticamente en la pobreza, se
consagró de lleno al desciframiento de la piedra de Roseta con la firme
voluntad de no dejar la tarea hasta obtener completo éxito. Inició su trabajo estudiando los nombres rodeados
de un cartucho, por ser bien sabido que los que tenían tal adorno heráldico
eran de reyes, y a partir de ellos fue desentrañando el resto de los
jeroglíficos. Además se convenció de que
la lengua usada por los autores se parecía mucho a la copta que él había
estudiado. Las bases del descubrimiento
las expuso por escrito el año 1822, en forma de carta dirigida a Dacier; y dos
años después hizo un Compendio del Sistema Jeroglífico. Como les ocurre a todos los innovadores,
algunos sabios viejos, representantes de la anquilosada ciencia oficial,
pusieron en duda sus descubrimientos, pero al fin tuvieron que rendirse a la
evidencia. Sus méritos se reconocieron
plenamente en 1826, al ser nombrado conservador del departamento egipcio del
Louvre. Efectuó también un viaje a
Egipto que duró de julio de 1828 a diciembre de 1829. En las canteras de Menfis reconoció y
confirmó a primera vista los trabajos de las distintos períodos; en Sakara dio
con el nombre del rey Onnos y lo situó cronológicamente en la época más
antigua; en Mit Rahine descubrió dos templos y una necrópolis completa, y en
Tell El Amarna señaló que la construcción gigantesca que Jomard había designado
como granero era en rigor el gran templo de la ciudad. Champollion murió en 1832, a los cuarenta y
un años, después de un intenso trabajo mental que quizá adelantó su
muerte. Dejó cuatro obras que se
publicaron póstumamente: una Gramática Egipcia, un Diccionario
Jeroglífico Egipcio, sus Cartas de Egipto y Nubia y el libro de los Monumentos
de Egipto y Nubia.
Al conocer las reglas para la
lectura de los jeroglíficos, muchos hombres se dedicaron al estudio del antiguo
Egipto, y gracias a Champollion pudo desarrollarse la ciencia
egiptológica. Hoy pueden leerse con
exactitud los textos egipcios. La
egiptología, nacida en Francia, siguió recibiendo de ella muchos de sus hombres
importantes, como De Rougé, Amelineau, Chabás, Mariette, Grebaut, De Morgan,
Maspero, Moret y Montet. Entre los
egiptólogos de otros países, podemos citar a los alemanes Lepsius, Brugsch,
Ebers, Dumichen y Meyer, los italianos Belzoni y Farina, los ingleses Flinders
Petrie y Howard Carter y el norteamericano Breasted. Durante décadas, empero, muchos egiptólogos
no se distinguían demasiado de los coleccionistas de antigüedades e incluso se
parecían a los vulgares ladrones de tumbas.
Albright habla de “los daños
causados a la egiptología por el bandidaje organizado de Belzoni y Passalacqua,
o por el cerrado monopolio de Mariette y la brutal expoliación de las tumbas
reales por parte de Amelineau...” [1].
Juan Bautista Belzoni, célebre viajero y aventurero de
impresionante estatura, que medía dos metros, había nacido en Padua en
1778. Su primer trabajo de juventud fue
el de aprendiz en una barbería. Estuvo
en Roma, donde un desengaño amoroso le impulsó a entrar en un convento
capuchino, pero no tardó en abandonar la vida monacal. Luego ejerció diversos oficios en París,
Amsterdam, Venecia y Londres. Ya casado
con una inglesa, Sara Banne, y al parecer convertido al protestantismo, viajó a
Málaga, Madrid y Lisboa como artista de circo.
En 1815 se trasladó a Egipto, donde fracasó ofreciendo el invento de una
noria hidraúlica al jedive Mahomet Alí. Entró
al servicio del cónsul británico Henry Salt, dedicándose a la explotación de
las antigüedades. En compañía de éste,
subió a la cúspide de la gran pirámide: “El
panorama que divisamos entonces era de una belleza tal que la pluma trataría en
vano de describir”. Encontró
diversas estatuas, destacando el busto colosal de Ramsés II, de 60 toneladas,
que había sido descubierto por el suizo Juan Burckhardt en el Rameseum en 1813
y que él se encargó de enviar a Inglaterra.
Marchó al Valle de los Reyes en 1816 y extrajo el sarcófago de Ramsés
III, que fue transportado a Alejandría; pero Salt se lo vendió a unos
franceses. Entonces se independizó del
inglés, pasando coleccionar por cuenta propia.
Puesto de acuerdo con Burckhardt, el mismo año 1816, gestionó el permiso
del gobierno para excavar en Abú Simbel.
Los nativos, que también se dedicaban al lucrativo comercio de antigüedades,
les permitieron desenterrar las estatuas, pero no les dejaron penetrar en el
templo. Antes de irse, el italiano grabó
su nombre en aquel santuario. De nuevo
en el Valle de los Reyes, descubrió la tumba de Seti I. Belzoni recogía todo
cuanto se le presentaba, desde minúsculos escarabeos hasta obelisco, y no
reparaba en medios para conseguir sus deseos.
Se sabe que más de una vez hizo saltar la tapa de los sarcófagos,
ritualmente sellados, por el expeditivo procedimiento del ariete. Toda aquella labor se realizaba en una época
en que Egipto, ya famoso como un enorme almacén de objetos preciosos, era
saqueado sin orden ni concierto. En
marzo de 1818, con la ayuda de Hermenegildo Frediani, exploró la pirámide de
Kefrén y logró penetrar en su cámara mortuoria.
Luego, cumpliendo un encargo del magnate inglés Bankes, remontó otra vez
el Nilo para recoger el obelisco hallado en la isla de Filé, provocando una
gran polémica por la propiedad de la pieza.
Belzoni, después de una estancia en su patria y de un
viaje a Rusia, donde el zar Alejandro le regaló un anillo, se trasladó con su
esposa a Londres en 1820, para publicar un libro sobre los descubrimientos
egiptológicos. Al año siguiente montó
una exposición sobre Seti que atrajo mucho público, y aprovechó el éxito para
vender numerosas piezas de su botín en Londres y París, donde repitió la
exposición en 1822. Por último, en 1823,
volvió a Africa. Pero su destino ya no
era Egipto: quería penetrar en el Sudán y llegar a la misteriosa ciudad de
Tombuctú, célebre centro del comercio de oro y esclavos en la Edad Media. Se embarcó en Tenerife a bordo del bergantín
Swinger, que lo dejó en la costa de Gana; alcanzó Benín el 28 de noviembre,
pero murió de disentería en Guato el 3 de diciembre. Su esposa, que no le había
acompañado en este último viaje, vivió muchos años en Londres y se trasladó a
la isla de Jersey en 1870, donde falleció. No tuvieron ningún hijo. El
explorador británico Richard Burton viajó a Guato en 1862, pero no pudo
encontrar su tumba y expresó la sospecha de que hubiera sido envenenado por el
cacique Oyea, con objeto de robarle.
El humanista Alejandro de Humboldt,
otro gran viajero de carácter diferente, fue quien sugirió al rey de Prusia que
concediera en 1842 los medios necesarios para una expedición científica a
Egipto. Esta misión, encomendada a
Carlos Ricardo Lepsius, se calculó que duraría tres años, hasta 1845 ó
1846. En las dos grandes capitales del Norte
y del Sur, Menfis y Tebas, los alemanes trabajaron respectivamente seis y siete
meses. Hallaron restos de unas 30
pirámides, así como otra clase de tumbas, las mastabas, hasta entonces
ignoradas por la Arqueología, de las cuales Lepsius reconoció personalmente
130. Exploraron el Rameseo, cuya
limpieza había sido iniciada por Salt y reanudada por Champollion, fueron los
primeros en efectuar mediciones en el fantasmal Valle de los Reyes y dieron con
la figura de Akenatón en Tell El Amarna.
La expedición volvió con un tesoro para el Museo Egipcio de Berlín, y el
estudio de sus notas produjo gran número de publicaciones egiptológicas,
especialmente la lujosa obra Monumentos e Inscripciones de Egipto y Etiopía,
doce tomos ilustrados que fueron saliendo de las imprentas entre 1849 y
1859. Otras dos obras de Lepsius lo
confirman como uno de los fundadores de la moderna egiptología científica: la Cronología
de Egipto en 1849 y el Libro de los Reyes Egipcios en 1850.
El
vizconde Emmanuel de Rougé, nacido en 1811, estudió Derecho y lenguas
semíticas. Más tarde se consagró a la
gramática egipcia, donde fue el continuador y perfeccionador metodológico de
Champollion. Tradujo la inscripción de
Amosis, que publicó en 1851, dedicando doscientas páginas a explicar
detalladamente el sentido de sus signos.
Asimismo dio a conocer los papiros hieráticos que contenían el Poema
de Pentaur y el Cuento de los dos Hermanos. Buscó la manera de demostrar que el alfabeto
fenicio derivaba de la escritura hierática egipcia, pero no lo consiguió a
entera satisfacción. Se le premió
nombrándolo conservador honorario de las antigüedades egipcias del Louvre.
Augusto
Mariette, profesor de liceo en Bolonia del Mar, estudió por su propia cuenta la
gramática de Champollion publicada en 1835, como había hecho De Rougé. Dicen que se sintió fascinado por el misterio de Egipto contemplando una momia
colocada en la biblioteca de su colegio.
Los primeros trabajos egiptológicos los hizo, igual que Champollion,
examinando las antigüedades del Louvre, donde ocupó un modesto empleo, hasta
conseguir en 1850 que el gobierno francés le enviara con una misión a Egipto. Mariette vio que este país, sin sospecharlo,
organizaba un fabuloso saldo de antigüedades, vendiendo a bajo precio cosas de
muchisimo valor. Hombres de ciencia,
excavadores, turistas y todos los que por cualquier causa pisaban el suelo
egipcio parecían poseídos por el afán de coleccionar. Los obreros indígenas que trabajaban con los
arqueólogos hacían desaparecer todos los pequeños objetos y los vendían a los
extranjeros. Además de esto se destruía
sin reparo. A pesar del ejemplo de
Lepsius, volvían a imperar los métodos del tiempo de Belzoni. Mariette reconoció en seguida que era
necesario conservar lo hallado y se puso a excavar en beneficio de la ciencia,
aunque no dejó de cometer eventualmente algunas brutalidades. Una buena suerte, siempre fiel, acompañó sus
trabajos. A poco de iniciarlos,
descubrió el Serapeum de Menfis, cuya necrópolis conservaba las momias de los
bueyes Apis. No muy lejos del Serapeum, halló
la tumba profusamente decorada del rico terrateniente y cortesano Ti, más
antigua que la gran pirámide. Cerca de
Sakara vio sobresalir en la arena la cabeza de una esfinge y no tardó en
descubrir toda una avenida de 134 esfinges, por la cual debieron desfilar en
otros tiempos suntuosas procesiones.
Cumplió, desde luego, su misión inicial y trasladó valiosas muestras de
arte al Louvre, donde estuvo algunos años como conservador adjunto; pero volvió
a Egipto impulsado por Lesseps y en 1857 el virrey Mahomet Said Pachá le nombró
director del nuevo departamento de Antigüedades. Algún tiempo después, se abrían al público
las salas del museo nacional de Bulak [2]. Así, durante treinta años, estuvo explorando
diversos puntos de Egipto, mandando limpiar de arena los monumentos de Menfis y
de escombros los grandes templos tebanos, extrayendo numerosos objetos que hoy
pueden contemplarse en las salas del gran museo de El Cairo... Augusto
Mariette, premiado con el título de bey, murió en 1881. Recibió sepultura a la entrada de su museo,
en un sarcófago de piedra propio de un personaje faraónico. Sus sucesores al frente del Museo Egipcio,
que sería trasladado de lugar en 1902, fueron también franceses: Grebaut, De
Morgan, Loret y Maspero.
Francisco
José Chabás, comerciante de vinos de Chalons del Saona, fue otro egiptólogo
aficionado, lo cual no resta ningún mérito a sus trabajos. Después de haber estudiado en solitario las
lenguas latina, griega y hebrea, tomó contacto con De Rougé en 1852, cuando
tenía treinta y cinco años, y aprendió su método de desciframiento. Tradujo varios papiros, inició sus Misceláneas
Egiptológicas en 1862 y se afanó por investigar las relaciones de Egipto
con los hiksos, los hebreos y otros pueblos antiguos. Publicó sucesivamente Viaje de un Egipcio
por Asia en el Siglo XIV antes de
Nuestra Era, en 1866; Los Reyes
Pastores de Egipto, en 1868; Estudio
sobre la Antigüedad Histórica según las Fuentes Egipcias y los Monumentos
Prehistóricos, en 1872; e Investigaciones
sobre la XIX Dinastía y los Tiempos del Exodo, en 1873.
Amigo
íntimo de Chabás fue Teódulo Deveria, perteneciente a una familia de artistas y
dibujante él mismo. Cuando Mariette dejó
el Louvre, ocupó su puesto como conservador adjunto. Visitó el país del Nilo y copió, entre otros,
los bajorrelieves de Abidos.
Jacques
de Morgan, nacido en 1857, fue nombrado director de Antigüedades en 1892. Descubrió cerca de Nagada una construcción
predinástica de 54 metros de longitud y 27 de anchura. Escribió unos Estudios sobre los Orígenes de Egipto en 1896 y al año siguiente se
trasladó a Persia. Murió en 1924.
El judío francés Gastón Maspero,
antiguo profesor del Colegio de Francia, fue el principal continuador de la
obra de Mariette, a cuya muerte ocupó el cargo de director general de las
antigüedades egipcias, con toda clase de facultades concedidas por el gobierno
del país, y lo mantuvo hasta 1887.
Volvió a desempeñarlo en el período comprendido entre 1899 y 1914,
comienzo de la I Guerra Mundial, y murió en París en 1916. Bajo su dirección continuaron sin descanso
las excavaciones, saliendo a la luz nuevos monumentos y papiros. Maspero escribió algunas obras
interesantísimas sobre la civilización egipcia, aunque actualmente están
superadas. Lo que más se aprecia son sus
Cuentos Populares del Antiguo Egipto.
Hoy todo el producto de los trabajos
arqueológicos ya no está en el museo de Bulak, cuyo emplazamiento junto al Nilo
se consideró malsano y cuya capacidad no daba para más. Maspero creó en plena ciudad de El Cairo el
llamado Museo Egipcio, vastísimo palacio rodeado de jardines que tiene frente a
su fachada un monumento dedicado a Mariette.
Es en este museo cairota donde se puede conocer directamente el arte
multicolor de los egipcios. Se ven por
todos sus salones oro y colores. Hasta
las estatuas de madera y alabastro están pintadas con una frescura de tintes
que hacen dudar de su origen remoto.
Además de la policromía de estatuas y muebles, la piedra empleada por
los antiguos artistas de una variada gradación de colores naturales a este
interesante museo. La diorita, el
alabastro, el esquisto verde, la calcárea blanca y amarilla, el asperón rojo y
los granitos rosados y grisáceos de las diferentes canteras del alto Nilo, de
las tierras sudanesas o de las costas del mar Rojo, alternan con la madera como
materiales estatuarios. Casi todas las
cabezas de las esculturas tienen ojos de vidrio con un redondel de ébano y
metal que imita la pupila dándole una fijeza enigmática e inquietante. En el museo hay colosos de varios metros de
altura, que llegan con su mitra faraónica al techo de los salones, y muchas
esfinges, con rostro de mujer y cuerpo de león.
Alineada en armarios de cristal existe toda una humanidad de estatuillas
talladas en madera. Hay que hacer notar
que la pintura no progresó en Egipto como la escultura. Cortó su desarrollo la influencia sacerdotal,
exigiendo una actitud hierática al cuerpo humano, un convencionalismo de
pintura sagrada en las escenas de la vida cotidiana. Todos los personajes tienen la cara de
perfil, el tronco de frente, con los dos hombros iguales, y brazos y piernas
igualmente de perfil. Se pueden admirar
pinturas y bajorrelieves que representan diversas escenas de la vida ordinaria
de los antiguos egipcios. En todo
bajorrelieve que representa al faraón éste aparece siempre gigantesco en
comparación con el tamaño de las personas que le rodean. Resulta interminable la asamblea de reyes y
princesas cinceladas en el granito que representan a las flotas faraónicas en
sus avances por el mar Rojo, o a la reina negroide de Punt saliendo al frente
de sus súbditos para ofrecer árboles de incienso a los marinos egipcios; dioses
fluviales con los pies apoyados en cocodrilos; episodios de guerra, burilados
con una paciencia admirable en las piedras más duras; choques sangrientos entre
enemigos montados en carros que se disparan flechas a granel. En el museo hay sarcófagos en abundancia,
algunos pesadísimos, de sobria ornamentación, imponentes por las toneladas que
representa su masa en una sola pieza.
Hay mesas de ofrendas dedicadas a los muertos, tumbas sostenidas por
gacelas de piedra, cuya forma ligera contrasta con la mole de granito rojo
convertida en sarcófago, y una variedad desconcertante de ataúdes
antropomórficos, cajas de madera pintada, existentes en todos los museos de
Europa, imitando el contorno del cuerpo humano y que tienen en la parte
correspondiente a la cabeza una copia policroma de la cara del difunto. También hay carros faraónicos que todavía se
mantienen sobre sus ruedas. Las joyas de
algunas reinas llenan vitrinas enteras: collares de ristras múltiples, anchos
brazaletes, sortijas, pendientes. Uno de
los tesoros más preciados lo constituyen las pertenencias de la reina
Aah-Hotep, madre de Kamosis y Amosis, los dos valerosos príncipes que acabaron
con el dominio hikso [3]. Los faraones también usaban alhajas, y
algunas de las más famosas pertenecieron al fastuoso Ramsés II. Abundan platos y copas de oro. El antiguo Egipto apenas conoció la plata, y
todo es oro y bronce.
Las momias de Seti I y Ramsés II, se
hallan en el Museo de El Cairo junto a las de otros personajes
importantes. El cadáver de Ramsés fue
colocado por orden de Maspero en una caja de cristal de uno de los
salones. Tenía los dos brazos, con sus
envoltorios de vendas, cruzados en aspa sobre el pecho y las manos tocando sus
hombros. No se sabe como se realizó el
prodigio. Lo cierto es que, debido quizá
a la dilatación que produce el calor sobre ciertas materias, la momia de Ramsés
II, sin perder su inmovilidad yacente, levantó una de sus manos, dando una
bofetada a la cubierta de cristal. Todos
los guardianes egipcios del museo, que habían mirado con cierta alarma la
llegada del terrible personaje, no perdiéndole de vista un momento, se dieron
cuenta inmediatamente del despertar del faraón.
Corrieron despavoridos hacia las puertas, luchando por quien escaparía
el primero, y algunos rodaron escaleras abajo. A otros hubo que curarlos por
haberse arrojado de cabeza a través de las vidrieras de las ventanas al jardín
inmediato.
Uno de los descubrimientos
egiptológicos que han tenido mayor resonancia fue el hallazgo de la tumba de
Tutankamón en 1922 por el inglés Howard Carter, con el apoyo financiero de lord
Carnarvon, en un escondrijo del Valle de los Reyes. Aunque los antiguos ladrones de tumbas habían
logrado localizarla e incluso penetrado en ella, el tesoro estaba intacto. Entre otros objetos, había una máscara de oro
del faraón. El mobiliario de la tumba se
envió al museo, donde da tanta apariencia de frescura como las imitaciones
modernas. En 2014 la máscara fue rota de
un golpe en la barbilla y reparada por los empleados usando un pegamento
vulgar.
Las muestras que se exponen del
Egipto posterior a los faraones, sometido a la influencia grecolatina, son
también de gran valor. La momia, el sarcófago
antropoide, la estela, las estatuas de faraones sentados y los dioses con
cabeza de animal desaparecen para dejar paso a sirenas pulsando liras, imágenes
de Serapis y Afrodita, cabezas de prisioneros gálatas, esculturas sagradas
cristianas, vírgenes coptas de un tallado ingenuo y rudo, capillas que
recuerdan el arte bizantino y todo lo que los anticuarios descubrieron en el
convento de San Apolo, en Bauit, fundado durante los primeros tiempos del
cristianismo triunfante.
[1] William Foxwell Albright: La Arqueología de Palestina, en 1949,
con correcciones efectuadas en 1959.
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