jueves, 26 de mayo de 2016

John Wayne, ese vaquero reaccionario. Kiko Méndez-Monasterio.

Al día siguiente le esperaba una dura jornada de rodaje y aquella noche, en su habitación de hotel de Las Vegas, John Wayne pretendía descansar. Pero era imposible cerrar un ojo con el estruendo que causaban los vecinos de arriba, nada menos que el Rat Pack de Frank Sinatra, probablemente la cuadrilla más escandalosa, mafiosa y pendenciera de la ciudad. Wayne llamó por teléfono, y nada. Volvió a llamar, y otra vez ni caso. Al final se levantó, subió un piso por las escaleras, tranquilo, decidido, y al llegar frente a la puerta de los juerguistas la aporreó mientras les dedicaba una bonita colección de improperios. Un guardaespaldas de Sinatra se asomó a decirle que nadie hablaba así de su jefe, o a intentar decírselo, porque antes de que acabara la frase John Wayne le había derribado de un solo puñetazo, y después le partió una silla sobre la cabeza. Nada más. Se dio la vuelta, bajó las escaleras y volvió a la cama para descansar, porque ya se había hecho el silencio.

No es muy difícil imaginar la escena porque la hemos visto cien veces en la pantalla, y probablemente interpretada con la misma naturalidad. De hecho nunca se consideró un artista, sólo se encarnaba a sí mismo, y aquello funcionó en el cine, porque John Wayne era el tipo que todos los chicos querían llegar a ser, y con el que todas las chicas querían casarse. Su manera de expresarse, de andar, de montarse en un caballo mustang que a su lado siempre parecía pequeño, toda esa fortísima impresión visual, en fin, había fraguado un ideal americano equiparable a la coca cola, al winchester, al séptimo de caballería, uno de los iconos más sólidos para una joven nación.

Hasta tal punto se convirtió en un mito que, en una visita a los EEUU, el presidente ruso Nikita Kruschev pidió conocerle. En la entrevista el mandatario soviético le confesó a Wayne que el mísmisimo Stalin había ordenado asesinarle, y que él, -entregado admirador del cow-boy- había revocado esa orden. Alguno de sus biógrafos cuenta que la KGB incluso realizó serias tentativas para lograrlo, y que también fue condenado a muerte por Mao Tse Tung. Probablemente los comunistas abandonaron el proyecto porque no parecía fácil, y porque empezaba a resultar más efectivo mantener a sueldo a guionistas y directores, esos que luego lloriquearon tanto ante Mc Carthy.

El dato sobre la orden para asesinarle puede resultar curioso, pero no es extraño. El anticomunismo declarado del actor le costó enemigos perpetuos dentro y fuera del país, sobre todo entre los represaliados por el Comité de Actividades Antiamericanas, de quien John Wayne fue un declarado defensor. Nunca ocultó sus principios: “Soy un patriota pasado de moda que agita una bandera”, pero tampoco quiso nunca hacer carrera con sus valores, y rechazó la propuesta del partido republicano para convertirse en candidato presidencial. Luego, por supuesto, sí apoyaría a su amigo Ronald Reagan.

Cuando el Congreso le distinguió con la medalla de oro, en su reverso podía leerse su mejor título: John Wayne, americano.Eso quiso ser y eso fue toda su vida, desde que era un niño que se levantaba de madrugada para repartir periódicos antes de clase; y cuando consiguió su beca universitaria jugando al fútbol, para perderla después haciendo surf; o cuando empeñó su fortuna por filmar la epopeya del Álamo, o arriesgando su popularidad en Boinas Verdes, la única película de apoyo a los soldados de Vietnam, cuando lo que estaba de moda era disfrazarse de pacifista y pedir perdón, como si el bloque soviético fuese un chiste en vez de un enemigo.

En aquella crisis de personalidad que sufría todo occidente, contaminado de LSD y 68, ese vaquero reaccionario se mantuvo tan tieso como si le fuese imposible bajar del caballo, y al menos tuvieron que reconocer su recia forma de ser coherente. Ese pasaporte de mito fue el que le salvó en 1974, cuando los niños consentidos de Harvard le invitaron al campus para tratar de ridiculizar sus posiciones conservadoras. Era todo un acontecimiento en aquellas aulas donde habían desaparecido las corbatas y el pelo corto, jovencitos con pantalones de campana le preparaban dardos afilados, como si aquel hombre fuese un dinosaurio vegetariano, una pieza de museo, una América superada: “¿Le asesora Nixon en sus películas?” le preguntaron con sorna. “No, todas han resultado exitosas” respondió el actor. La escena, aunque en clave de humor, recuerda algo a la visita universitaria de Yukio Mishima, y quizá los dos ejemplos muestran el camino de cómo podría haberse encauzado el alboroto juvenil de aquel tiempo, en vez de contemplarlo como inevitable. El caso es que Wayne, como el japonés, salió airoso, y muy por encima del hormonado auditorio que acabó rendido a la estatura del mito.

Esperó hasta el final para convertirse a la fe católica, (la de sus tres esposas y en la que educó a sus hijos), y quiso ser recordado con una frase en español: “Feo, fuerte y formal”.
Bio

Nació en Iowa en 1911, en una familia presbiteriana que muy poco después emigraría a California. La primera vez que hizo cine todavía se llamaba Marion Morrison, aunque el prefería el apodo de Duke. Acabaría triunfando como John Wayne, que así le bautizó Raoul Walsh. Sólo recibió un Óscar, pero es indudable que en esa ocasión fue la estatuilla la verdaderamente honrada, porque Wayne más que un actor, es todo un símbolo de los Estados Unidos. Murió de cáncer en 1979.

viernes, 20 de mayo de 2016

Autoflagelarnos. Serafín Fanjul.

Bandas de rubicundos jóvenes airados asaltan a viejecitas musulmanas que aguardan el autobús, otros salvajes similares manosean y –si pueden– violan a moritas con pañoleta y todo, azuzados por párrocos trabucaires empeñados en ofrecerles el Paraíso a precio de ganga, mientras círculos más exquisitos perpetran sangrientos atentados allende: comandos de bávaros, suecos o leoneses meten bombas en el metro de El Cairo, en los simpáticos ómnibus rurales de Gran Cabilia, en los cines de Casablanca. Su justificación siempre es la misma: lo hacen por Dios para doblegar a los infieles y llevarlos al buen camino.

En el ínterin, flotillas de pateras zarpan atestadas de bretones, murcianos, hamburgueses (y hamburguesas) desde el cabo de Gata, Zahara de los Atunes, Fuengirola… En el mar de Alborán las humanitarias Armadas de Argelia, Marruecos y Túnez ayudan a llegar a las playas a los inmigrantes que, no por hambreados, han renunciado al rencor. Pero allí mismo, en la beiramar, les esperan imanes bondadosos y jovencitas solidarias, con su buen velo por la cara, que les brindan tisanas y mantitas.

Y mientras numerosas asociaciones cívicas –de las que tanto abundan en los países musulmanes– y seráficos alcaldes e inexistentes alcaldesas defienden su derecho a entrar por donde les pete, sin documentación ni permiso alguno, el Gran Sheij de al-Azhar, prevaliéndose de su autoridad moral, sentencia que el cristianismo es una religión de paz porque, no nos confundamos: no todos los cristianos son terroristas y no debe incitarse al odio contra ellos, ni siquiera exhibiendo inanes pancartas, o camisetas no menos bobas pero a la moda, con leyendas tales como «Yo también soy El Cairo», «A mí también me mataron en Cabilia» o «Yo también soy [el periódico] al-Ahram», víctimas todas de la vesania cristiana. Las llamadas contra el odio proliferan y se habla de endurecer los códigos penales para mejor perseguir a quienes rezonguen por los atentados. Pero dejemos el chiste.

Ante el panorama actual, con gobiernos europeos que proclaman a gritos su inepcia cuando no su connivencia –¡qué decepción, Sra. Merkel!– con el chantaje turco, refugiados mediantes, o la incapacidad de combatir de manera radical el terrorismo islámico, resurgen entre nosotros (no sólo en España, no nos creamos tan excepcionales) los espectros de Franz Fanon, Susan Sontag, Eduardo Galeano, Chomsky… que vienen a regañarnos de nuevo por nuestras maldades. Frente a la invasión incontrolada y el terrorismo, más incontrolado aún, imitadores poco instruidos –¿ustedes se han percatado de cómo habla y escribe la alcaldesa de Madrid?– no se apean de las cantaletas de los años sesenta sobre «nuestras culpas» en el Tercer Mundo. Descubridores, eso es lo que son: unos descubridores, de cerebros lúcidos y generosidad insobornable. Si achicharran con bombas o metralla a europeos de acá o acullá es porque algo habremos hecho.

Todos, en bloque, sin matices temporales, ni nacionales o de ocasión, rediviva la aburrida tesis de las culpabilidades colectivas: todos los judíos, todos los alemanes, ahora todos los europeos. Desde Rómulo y Remo hasta el último crío nacido en Manoteras, inmigrantes excluidos, claro.
Estamos condenados a «reflexionar sobre cómo se engendró» el odio que pone las bombas, mientras los escrachistas profesionales lucen careta de buenistas y justos jueces. Quienes sostuvieron, sin inmutarse ni soltar la carcajada por su propia impudicia, que J. M. Aznar fue el culpable de las bombas de Atocha, en estos momentos regresan con argumentaciones infantiles de buenos y malos y sin más conocimientos sobre el islam que sus mismos lemas y consignas.

Es preferible flagelarnos con oscuras culpas a reconocer que la Primavera Árabe fue una filfa sangrienta desde sus inicios; que Estados Unidos juega una carta de doblez infinita consintiendo que el absceso del Estado Islámico (en árabe se llama Dawlat al-islam o ad-Dawla al-Islamiyya, o sea «Estado Islámico»: aclaración para periodistas amigos y tertulianos varios) se eternice en el costado europeo, porque es, literalmente, increíble que con los medios de detección, comunicación y destrucción de que dispone la aviación americana no hayan podido en más de dos años acabar con las caravanas de miles de camiones que roban el petróleo hacia Turquía; es imposible ignorar que ese país está utilizando a los refugiados para extorsionar a la Unión Europea, mientras soltamos dineros que se comerá la corruptísima burocracia turca y se avanzan promesas de integración total en Europa y vista gorda para poder exterminar impunemente a los kurdos; desconocer que Arabia Saudí niega con una mano cuanto hace con la otra y olvidar, en suma, que hasta la intervención rusa nadie intentó frenar en serio a los terroristas constituidos en estado.

Y el terrorismo islámico, bien clavado en el corazón de Europa, gracias a unos políticos que –en casi todos los países– no quieren asumir responsabilidades más crudas que incómodas y se atrincheran tachando de racistas, xenófobos o nazis a quienes tan sólo se han cansado de padecer los efectos de tanta incompetencia: en Alemania, Pegida y Alternative für Deutschland son –dicen– nazis; en Francia, el Frente Nacional es fascista; en Bélgica buscarán por algún resquicio la sombra de Leon Degrelle; en España, cualquiera que disienta del rebaño, facha.

Si gentes de una religión y pretensiones muy claras y determinadas ponen bombas, el problema no son ellos sino el racismo, pero yo no veo a los cruzados, ni a otros cristianos actuales, asesinando, quemando, violando o esclavizando a nadie en Asia, África o Europa. Si de una tacada asesinan a doscientas personas o incendian cinco iglesias coptas, bandadas de periodistas de por acá nos previenen de los peligros de la xenofobia, porque no todos los musulmanes son terroristas, aunque nadie pueda mostrar sino casos –por fortuna raros– aislados y bien condenados de acciones contra inmigrantes. Puestos a censurar el odio sólo recuerdan el de menor cuantía y gravedad.
Absténganse de opinar los familiares de muertos en Madrid, Londres, París o Bruselas, las chicas sobadas o violadas en Colonia o los cristianos degollados por el Estado Islámico: aquí sólo hay sitio para los belgas del rey Leopoldo en el Congo de hace un siglo, los colonos franceses de Argelia o los jawagas de Egipto por las mismas fechas. ¿De verdad los políticos creen que Europa no despertará nunca y les pedirá cuentas?

© ABC

miércoles, 18 de mayo de 2016

Con la boca cerrada. José María Pemán.


En punto a efectismo, propaganda y buen ambiente, nuestro señor Carlos V partió de cero.

Tenía esa cara anhelante e inexpresiva que suelen tener los que, por haber padecido vegetaciones, alargan la mandíbula inferior con avidez de oxígeno. Luego, el romanticismo, amigo de valorar las cosas turbias y enfermizas, le sacó a esto también su gracia: la disnea asmática de Proust fue traducida como una expresión de anhelo y deseo que excitaba a sus admiradoras. Pero Carlos V fué contemporáneo de las viriles figuras armoniosas que adoraba el Renacimiento. Torpón de palabra, lento de consejo, chapurreando apenas el español, el nuevo Rey estaba en complejosa desventaja en medio de aquel mundo estatuario de Garcilaso y del Gran Capitán.

En Calatayud, un baturro irrespetuoso, español, sin temor ni cortesía, le gritó: «Majestad, cerrad la boca, que las moscas de esta tierra son insolentes». Y Carlos la cerró enérgicamente. No le entraron moscas en la boca. Habló poco y a tiempo, con más miedo ante los «procuradores» en Cortes que ante el Papa y su Curia. Cerró la boca, con el gesto decisivo que le pintó –ecuestre– el Tiziano: como si hubiera mordido la Historia. Porque eso poco que habló contenía el más generoso y grande diseño ideológico que la humanidad conoció en su hora. Carlos V entendió, profunda y tenazmente, que «imperar» no era, como quería Gatinara, ensanchar dominios y adquirir territorios, sino unificar a la Cristiandad en una grande y pacífica idea: «En la cual entiendo con la ayuda de Dios, emplear mi real persona».

No hay Imperio sin un mensaje que transmitir al orbe; sin una idea de «viajar». El Imperio Romano exportó Derecho; ciudadanía, administración. El Imperio inglés todavía exportó unas formas económicas y unas maneras sociales. Todavía Rusia quiere reproducir ese tipo de Imperio ideológico: una convicción nuclear que se extiende.Lo mismo quería Hitler. Esto mismo intentó, con mejor cama, Carlos V: «imperar», como una función radiante, a partir de ese núcleo sólido de la Fe y de las ideas de universalidad cristiana de la Salamanca de Victoria y Soto.

Pero Carlos V tuvo la desgracia de ser contemporáneo del nacimiento de la gran herejía moderna, la herejía protestante y maquiavélica de la «nación», como entidad autónoma y suficiente. La gran genialidad del Emperador –último Emperador total, sin reducciones «nacionalistas»– fué la suprema convicción de que «no hay que vencer del todo». Nada se ha hecho estable en la marcha política del universo sino aquello que ha contado con lo derrotado y ha enlazado con ello. El Imperio Romano conservó a su lado, como socio nominal y símbolo del pasado, al Senado republicano. El Parlamento inglés, vencedor en toda la línea conservó y respetó a la Corona y creó un equilibrio que fué una transacción de guerra, aunque parezca una fórmula jurídica y constitucional. Carlos V guerreaba a nombre de una Idea que había de «imperar», no de una España ávida de tierra. Sabía que nunca había que vencer del todo. Derrotaba a Francisco I y lo perdonaba. Su hijo llegaría a San Quintín y no llegaría a París. Porque no se trataba de poseer más tierras, sino de asegurar la Idea: y ya se había hecho lo suficiente para que en París no reinase un príncipe hugonote.

Pero la idea de «nación», la más descarada negativa de la «universitas christiana», le mordía, como la serpiente, los calcañeros. Era su hora. Los últimos chispazos de esa generosidad universalista hispánica están en nuestros romances moriscos: único capítulo de la época universal cuyo protagonista es el derrotado: Abenamán, Zulima; en nuestra «Araucana», cuyo héroe es el jefe indio; en nuestro cuadro de «Las lanzas», donde el vencido es abrazado de aquel modo por el vencedor. Luego ya la «nación» había de vivir su hora más impertinente. Hasta Roma llegaría su exclusivismo. Adriano, preconizado por Carlos V, fué el último Papa no italiano. Desde entonces todos han sido de aquella península (el texto fue escrito en 1958). Y todas las grandes ideas de congregación—'racismo, «proletarios del mundo único»— han acabado en ideas de estrecho dominio nacionalista de Alemania o Rusia.

Sólo en nuestros días parece que se intenta, otra vez, ensayar la fecunda idea imperial de «no vencer del todo». Corea es, desde las campañas de nuestros primeros Austrias, la primera tierra pisada de arriba a abajo para restablecer un orden, sin concupiscencia de quedarse en ella. También en el Líbano, o en Jordania, parece que se desembarca no en una tierra, sino en una doctrina... Pero ¿a nombre de qué se hacen esos gestos ideológicos? A nombre de una organización de naciones, en la que la nación conserva su disociadora autonomía. A nombre de una Democracia, en la que cada uno se gobierna a sí mismo, y que acaba siempre quedándose sin contestaciones frente a las insolencias de un enemigo que está sencillamente haciendo su gusto.

Porque lo que falta, en definitiva, es aquella raíz de plenitud humana que era la idea de Cristiandad de Carlos V. Él proclamó unos sobrios principios –Fe, universalidad cristiana– y luego cerró la boca, su difícil boca de prognático, y montó a caballo con ánimo de vencer moderadamente. ¿Dónde están ahora los príncipes superiores capaces de impulsar la acción y luego moderarla? Una fotografía con veinte horcas en Nüremberg ha sustituido a «Las lanzas», de Velázquez. La «guerra fría» al romance fronterizo. Y la boca gritadora de la propaganda, a la boca cerrada.

Por eso el Emperador, que había anunciado que España sería «el huerto de sus placeres», se ha retirado al desnudo Yuste. Y sus «placeres» –moderados como sus victorias– consistirán en arreglar relojes y pescar truchas. Se ha recordado, frente a él, la «modestia principis», que Plinio alababa en aquel otro Emperador español: Trajano, el sevillano, que en vez de rumbo, exportó sencillez.

Así, en el retiro, murió el Emperador. Ya no le dirá más ningún baturro que cierre la boca. La cerró para siempre: y se le quedó dentro la gran lección de la verdadera universalidad.

abc.es

sábado, 14 de mayo de 2016

España como problema

Maravilloso programa sobre España con la participación de José María Jover Zamora, Ernesto Giménez Caballero, Gonzalo Torrente Ballester, José Luis Abellán y Federico Jiménez Losantos, modera Fernando Sánchez Dragó.

martes, 10 de mayo de 2016

Bibliografía Historia de España.

Esta es una pequeña bibliografía sobre la historia de España. En los tiempos que corren, la formación es fundamental para poder resistir la mentira profesional que nos rodea. La cantidad de engaños, la falta de mínimos conocimientos es tan apabullante que la única manera de poder luchar y aguantar en este mundo en ruinas es a través de lecturas, por ello está pequeña bibliografía.


  1. Los íberos. Juan Eslava Galán. 
  2. Tartesios, íberos y celtas. Manuel Bendala.
  3. La aventura de los romanos en Hispania. Juan Antonio Cebrián.
  4. Historia de la Hispania romana. José María Bláquez y Antonio Tovar.
  5. Historia del reino visigodo español. José Orlandis.
  6. De la Andalucía islámica a la de hoy. Claudio Sánchez Albornoz.
  7. Grandes reyes españoles de la edad media. José Antonio Vaca de Osma. 
  8. La gran aventura del reino de Asturias. José Javier Esparza.
  9. Moros y Cristianos. José Javier Esparza.
  10. ¡Santiago y cierra, España! José Javier Esparza.
  11. La España del siglo de oro. Ángel Gonzalez Palencia. 
  12. Juana la loca. Manuel Fernández Alvárez. 
  13. Los reyes católicos. José Antonio Vaca de Osma. 
  14. Carlos V, un hombre para Europa. Manuel Fernández Álvarez. 
  15. Los secretos de Carlos V. Ricardo de la Cierva. 
  16. Yo, Felipe II. Ricardo de la Cierva. 
  17. Hernán Cortés. José Antonio Vaca de Osma. 
  18. Don Juan de Austria. José Antonio Vaca de Osma. 
  19. Don Juan de Austria. Manuel Ferrandis. 
  20. Los vascos en la historia de España. José Antonio Vaca de Osma. 
  21. Los catalanes de la historia de España. José Antonio Vaca de Osma.
  22. Historia del Imperio español. C. Pérez Bustamante. 
  23. Los conquistadores españoles. F.A. Kirkpatrick.
  24. Carlos II el Hechizado y su época. José Calvo Poyato. 
  25. Juan José de Austria. José Calvo Poyato. 
  26. Felipe V, el primer Borbón. José Calvo Poyato.
  27. La guerra de Sucesión. Pedro Voltes.
  28. Felipe V. Pedro Voltes.
  29. La vida y época de Fernando VI. Pedro Voltes.
  30. Carlos III. José Antonio Vaca de Osma. 
  31. Carlos III y su tiempo. Pedro Voltes.
  32. Carlos III y la España de la Ilustración. Antonio Domínguez Ortíz. 
  33. Fernando VII vida y reinado. Pedro Voltes. 
  34. Julia Bonaparte. Juan Balansó. 
  35. La guerra de la independencia. José Antonio Vaca de Osma. 
  36. Historia básica de la España actual. Ricardo de la Cierva. 
  37. Historia de la Guerra Civil Española. Ricardo de la Cierva. 
  38. Los mitos de la Guerra Civil. 
  39. La transición de cristal. Pío Moa.