miércoles, 23 de noviembre de 2016

Felipe II. Antonio Pérez: Justicia y Razón de Estado.

Debate de 1998 en torno a la figura de Felipe II, moderado por José Luis Balbín, entre Xavier Gil Pujol (Universidad de Barcelona), José Antonio Armillas Vicente (Univ. de Zaragoza), José Martínez Millán (Univ. Autónoma de Madrid) y Luis Martí Mingarro (Colegio de Abogados de Madrid).

Felipe II. Poner una pica en Flandes: la guerra.

Debate de 1998 en torno a la figura de Felipe II, moderado por José Luis Balbín, entre I.A.A. Thompson (Universidad de Keele), Magdalena de Pazzis Pi Corrales (Univ. Complutense), Luis Miguel Enciso Recio (Univ. Complutense) y Geoffrey Parker (Univ. de Columbus).

Felipe II. La Máquina del Estado.

Debate de 1998 en torno a la figura de Felipe II, moderado por José Luis Balbín, entre Henry Kamen (CSIC), Feliciano Barrios Pintado (Universidad de Castilla-La Mancha), José Antonio Escudero López (Univ. Complutense de Madrid) y Luis Martínez García (Archivo de Castilla-La Mancha).

Felipe II. El mundo que heredó.

Debate de 1998 en torno a la figura de Felipe II, moderado por José Luis Balbín, entre Joseph Perez (Univ. de Burdeos III), Felipe Ruiz Martín (Academia dela Historia), Carmen Iglesias Cano (Univ. Complutense de Madrid) y José Ignacio Tellechea Idígoras (Univ. Pontifica de Salamanca).

Felipe II.La familia del Rey.

Debate de 1998 en torno a la figura de Felipe II, moderado por José Luis Balbín, entre Fernando Bouza (Univ. Complutense), Alfredo Alvar Ezquerra (CSIC), Alfonso Rodríguez G. de Ceballos (Univ. Autónoma de Madrid) y Ricardo García Cárcel (Univ. Autónoma de Barcelona).

Felipe II. El príncipe renacentista.

Debate de 1998 en torno a la figura de Felipe II, moderado por José Luis Balbín, entre Fernando Checa Cremades, Pilar Silva Maroto, Miguel Falomir Faus y Jesús Sáenz de Miera, todos del Museo del Prado

La sombra del Emperador.

Debate de 1998 en torno a la figura de Felipe II, moderado por José Luis Balbín, entre Manuel Fernández Álvarez (Univ. de Salamanca), José Cepeda Adán (Granada), Friedrich Edelmayer (Viena) y José Ignacio Fortea (Cantabria).

lunes, 21 de noviembre de 2016

José Antonio y la violencia. Fernando Paz.

Viene siendo un recurso muy utilizado desde hace tiempo el de culpabilizar a José Antonio de haber desatado una espiral de violencia durante los años centrales de la II república, que habría contribuido, en no poca medida, a la desestabilización del régimen.

Ello obedecería a una especie de programa urdido por los sectores ultraconservadores para acabar con la república. Una vasta conspiración en la que la Falange se ocuparía de sembrar la violencia en las calles a fin de provocar a las organizaciones revolucionarias.

A su vez, dicha desestabilización –en forma de sangrientos desórdenes públicos- constituiría una de las razones esgrimidas por los alzados en julio de 1936 para justificar su golpe de estado. La realidad histórica, empero, es bastante diferente.

La realidad es que José Antonio no saltó a la arena política con ese propósito. De ser así, habría tenido innumerables ocasiones para conseguirlo. Sobre todo durante los primeros meses de existencia de la Falange, en que la izquierda trató de ahogar a la naciente organización antes de que se hiciera demasiado fuerte, asesinando numerosos militantes de la misma. De haber tenido alguna intención de desestabilizar a través de la violencia callejera, el momento no podía ser más adecuado.
¿Hizo José Antonio tal cosa?

Antes al contrario, el jefe falangista rehusó tomar venganza de los crímenes sufridos en sus filas, pese a las presiones que recibía al respecto. Muchas de ellas procedentes de sus propias filas.

Pero los acontecimientos terminarían por arrastrar a José Antonio. La suya es una historia presidida por la fatalidad. Un día de febrero de 1934, le informan de que han asesinado a un joven militante falangista que vendía la prensa del partido en el centro de Madrid. Se llamaba Matías Montero y, durante años, los del gobierno de Franco, el aniversario de su asesinato por pistoleros del PSOE fue celebrado como “el día del estudiante”.

En ese momento, enterado José Antonio del crimen de vuelta de una cacería, se juró a sí mismo que aquel habría de ser el último acto frívolo de su vida. Lo fue.

Por otro lado, su enérgica defensa del honor le impedía autorizar una represalia contra el enemigo. Pero José Antonio se resiste. No hemos venido, dirá, a ser delincuentes contra los delincuentes. Es necesario que cada golpe del enemigo sea horrendo y cobarde, y que cada acción nuestra sea la afirmación de un valor y de una moral superiores. La vindicación de los caídos no puede consistir, insistirá, en devolver cada horrible golpe recibido con idéntico horror, porque eso habría supuesto volverse como ellos.

Recogiendo esta realidad histórica, el anarquista Heleno Sañaescribe que “José Antonio se opuso siempre a la violencia que en España habían introducido las bandas del Sindicato Libre, los pistoleros anarcosindicalistas, los albiñanistas y los mismos estudiantes ultras de la FUE. Antes de organizar ella misma sus cuadros represivos, la Falange fue víctima de represalias físicas de la extrema izquierda…”.

En los meses siguientes continuará la ofensiva roja. Los crímenes se sucederán, y los jóvenes –muchas veces, jovencísimos- militantes falangistas apenas podrán defenderse. Caen sin protección, asesinados sobre el asfalto de las ciudades entre la indiferencia general. Aún más: la prensa conservadora ataca a la Falange porque esta no se defiende. El ABC clama: “¿Qué clase de fascismo es este?”.

A José Antonio le llaman Juan Simón, porque siempre está de entierro. Las siglas FE, se bromea abiertamente, son las de Funeraria Española. Dentro de la organización, se alzan voces contra José Antonio. No se puede seguir permitiendo la matanza sin hacer nada, gritan los más ardorosos militantes en los camposantos. Algunos sectores del partido, los más particularmente combativos, están preparados para devolver los golpes, pero José Antonio los frena una y otra vez. El partido parece resquebrajarse. El ABC insiste: eso no es fascismo, es franciscanismo. La tensión se dispara.

Despierta en Madrid la primavera de 1934, y asesinan en la Casa de Campo a un muchacho de 18 años. Juan Cuéllar es un niño, y con la ingenuidad de un niño se enfrenta a sus asesinos. Lo despedaza una turbamulta de socialistas, ahíta de vino, que mutila salvajemente su cadáver. La militante socialista Juanita Rico baila sobre su cadáver, rompe un cántaro de vino contra su cráneo y su rostro y orina sobre sus despojos, que más tarde a la madre no le permitirán ver. Es el undécimo asesinato que sufre la Falange, que aún no ha dado una sola represalia mortal.

De regreso por los bulevares, un coche dispara sobre los asesinos, contra Juanita Rico y sus hermanos, conocidos dirigentes juveniles del PSOE. Matan a la joven y uno de sus hermanos cae herido, junto con algún otro. Rafael Alberti escribirá un poema en honor a la heroína socialista.

José Antonio ya no podrá evitar desde entonces las represalias. Tratará de que estas no lleguen demasiado lejos. En una ocasión, salvará la vida de Largo Caballero, al que unos falangistas han planeado matar mientras visita a su mujer enferma en un hospital. Llegado el plan a oídos de José Antonio, lo prohíbe de modo taxativo. Le repugna lo planeado. Apenas unos meses más tarde, Largo Caballero no moverá un dedo por salvar la vida del jefe falangista.

El propio José Antonio sufre un par de atentados de los que escapa por muy poco, aunque también los pistoleros tienen la suerte y la velocidad suficiente para evitar los precisos disparos del alférez de complemento Primo de Rivera, escapando desde la Princesa hacia la calle Altamirano abajo.

El embajador norteamericano, Claude Bowers, recordará más tarde cómo relataba, sin darse más importancia, el incidente mientras degustaba un whisky en Bakanik, un local de moda del Madrid de 1934. José Antonio estaba hecho, según el nada simpatizante de sus ideas Bowers, “de la pasta de los mosqueteros de Dumas”.

Los caídos de la Falange determinaron su actitud. Porque José Antonio consideró varias veces dejarlo todo y retornar a su actividad como abogado. Detestaba dedicarse a la política. Gil Robles, que le conoció regularmente, detectó en él “una falta de ambición política”, que reflejaba en su timidez personal, “confesada por él mismo, que le hacía recluirse muchas veces en el círculo reducido de unos amigos”.

Pero ya no había marcha atrás. Cuando le tiente el espectro del abandono –que lo hará varias veces- apenas será capaz de negar pesadamente con la cabeza y musitar, como hechizado: “me atan los muertos”.

Los muertos siempre le pesaron, hasta el punto de que incluyó en su último escrito, su testamento, una referencia a ellos. Pidió la absolución por la culpa que hubiera podido tener en la sangre vertida, y aguardó “que los camaradas que me precedieron en el sacrificio me acojan como el último de ellos”.

No parece, pues, que la razón de la implicación política de José Antonio fuese la de desestabilizar la república. Pero siempre habrá quien, tozudo, siga manteniendo dicha tesis. Es más cómodo.

gaceta.es

Las últimas palabras de Unamuno. Pedro Fernández Barbadillo.

Entre los pocos españoles que sufrieron persecución por oponerse a la monarquía de Alfonso XIII, se encuentra el pensador vasco Miguel de Unamuno. Al enfrentarse a la dictadura de Primo de Rivera, fue desterrado a Fuerteventura y luego se exilió a Francia. Regresó en 1930 y en las elecciones municipales de 1931 figuró en la lista de la conjunción republicano-socialista al Ayuntamiento de Salamanca. El Gobierno Provisional le restituyó en el rectorado y fue elegido diputado a las Cortes Constituyentes.

Como tantos otros intelectuales que habían jugado a la política, en seguida entonó el "no es esto" de Ortega y Gasset. Su evolución, del republicanismo al apoyo a los militares alzados en 1936, se puede reconstruir a través de sus palabras. Yo he recurrido al libro de Emilio Salcedo Vida de Don Miguel de Unamuno.
"Un pueblo no tiene derecho al suicidio"

La amenaza de la ruptura de España le preocupaba tanto que ya incluso en el verano de 1931 advirtió sobre ella.


Discurso en el Ateneo contra el estatuto de autonomía catalán recogido (ABC, 1-7-1931):


"Un pueblo no tiene derecho al suicidio, porque no se suicida «para él sólo», sino que se suicida también «para los demás», y eso hay que evitarlo, aunque sea por la fuerza."

En El Sol (23-8-1931):


"Sé que los ingenuos españoles que voten por plebiscito un Estatuto regional cualquiera tendrán que arrepentirse, los que tengan individualidad consciente de su voto cuando la región los oprima, y tendrán que acudir a España, a la España integral, a la España más unida e indivisible, para que proteja su individualidad."

Apertura del curso universitario (1-10-1931):


"En nombre de Su Majestad España, una soberana y universal, declaro abierto el curso 1931-1932 en esta Universidad universal y española, de Salamanca, y que Dios Nuestro Señor nos ilumine a todos para que con su gracia podamos en la República servirle, sirviendo a nuestra madre patria."

En las Cortes Constituyentes, Unamuno se distinguió por garantizar la enseñanza del idioma nacional en las regiones que accedieran a la autonomía, porque conocía el odio y el racismo de los abertzales del PNV a cuyo fundador, Sabino Arana, había tratado en Bilbao.

El 29 de octubre de 1931, el rodillo republicano, socialista, catalanista y masónico rechazó una enmienda de Unamuno en la que proponía que el artículo 48 de la Constitución, dedicado a la enseñanza, obligara al Estado a garantizar la enseñanza en castellano en todos los grados, sin perjuicio de que en las regiones autónomas también hubiera enseñanza en las otras lenguas oficiales.

El vasco, decepcionado, se retiró de la política.
Invocaciones a la paz ante los jóvenes y los niños

El sectarismo de los republicanos le asqueaba. Así concluía un artículo que en noviembre de 1931 envió al diario El Sol, que presumía de liberal y democrático, y que éste le rechazó. Unamuno pasó a publicar en Ahora:


"No daré ni un viva a la República aunque deseo que viva, mientras no se pueda dar un viva al rey, a un rey cualquiera."

El 1 de octubre de 1934, pocos días antes del golpe de Estado del PSOE, la UGT y la Esquerra Republicana contra la República por haber perdido las elecciones del año anterior, Unamuno dictó su última lección en el Paraninfo de la Universidad. Sus profundas angustias sobre la degradación de la vida pública las empeoró la impresión que le produjo el descubrimiento por la Policía de un alijo de armas en la Ciudad Universitaria de Madrid, traído por los socialistas. Se dirigió a los estudiantes para tratar de separarles de la violencia.


"Salvadnos, jóvenes, verdaderos jóvenes, los que no mancháis las páginas de vuestros libros de estudio ni con sangre ni con bilis. Salvadnos por España, por la España de Dios, por Dios, por el Dios de España, por la Suprema Palabra creadora y conservadora."

En 1935, el presidente de la República le encargó un mensaje de Reyes a los niños y en el parlamento también apareció el temor a la guerra civil:


"venimos a que nos perdonéis. A que nos perdonéis muchos pecados contra vosotros, y, sobre todo, el que no siempre os dejemos jugar en paz. (…) Perdón, niños de España para vuestros mayores."
Salvar "la civilización cristiana"

Cuando un sector del Ejército se sublevó, Unamuno se puso del lado de los militares con tal pasión que aceptó participar en la constitución del nuevo Ayuntamiento. En este acto, el 26 de julio, dijo:


"Hay que salvar la civilización occidental, la civilización cristiana, tan amenazada. Bien de manifiesto está mi posición de los últimos tiempos, en que los pueblos estaban regidos por los peores, como si buscaran los licenciados de presidio para mandar los pueblos."

Los periodistas extranjeros acudían a él, uno de los españoles más célebres del mundo, para obtener declaraciones explosivas contra el Frente Popular.

International News (agosto de 1936):

"Yo no estoy a la derecha ni a la izquierda. Yo no he cambiado. Es el régimen de Madrid el que ha cambiado. Cuando esto pase, estoy seguro de que yo, como siempre, me enfrentaré con los vencedores."

La Matin (agosto de 1936):


"El poder está en las manos de los presidiarios que fueron libertados y empuñaron las armas. Azaña nada representa. Lo imagino muy bien en su palacio, porque lo conozco hace treinta años. Se perdió en un sueño ocupado en tomar notas para escribir sus memorias. Es él el gran responsable de lo que acontece."

l 22 de agosto el Gobierno presidido por José Giral dictó un decreto, firmado por el presidente Azaña, por el que se destituía a Unamuno de todos sus cargos, se le retiraban los honores concedidos y se le reprochaba su traición, no haber guardado lealtad, "a la que estaba obligado", a un régimen que le había reservado "las máximas expresiones de respeto y devoción". En Bilbao, el PNV se unió alegre al linchamiento.

La Junta Técnica, el embrión de Gobierno de los rebeldes, en un decreto del 1 de septiembre confirmó a Unamuno en todos sus cargos y honores, y elogió "la adhesión fervorosa y el apoyo entusiasta" que el "ilustre prócer" prestaba a la "cruzada emprendida por España".

Sin embargo, las represalias que Unamuno conocía por gente que le pedía socorro, le causaban desazón.
"Vencer, pero no convencer"

Para conmemorar el Día de la Raza (entonces fiesta nacional mantenida por la República), asistió a un acto en el Paraninfo de la Universidad. El rector Esteban Madruga le preguntó el 11 de octubre si quería hablar y el catedrático jubilado contestó:


"No, no quiero hablar, pues me conozco cuando se me desata la lengua."

Después de escuchar unos discursos exaltados por el ambiente de la guerra, en los que saltaron insultos a vascos y catalanes, Unamuno pidió un turno de palabra. De su intervención, de la que no existen ni grabaciones ni notas, sino que se reconstruyó por los recuerdos de los escasos asistentes, sobresalen las siguientes frases:


"Vencer no es convencer y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión, el odio a la inteligencia que es crítica y diferenciadora, inquisitiva, más no de inquisición."

El general Millán Astray replicó con dureza, jaleado por la mayoría de los asistentes, muchos de los cuales habían sido republicanos hasta hacía unas semanas. Este mismo militar y la esposa del general Franco, Carmen Polo, escoltaron a Unamuno fuera de la Universidad para evitar cualquier agresión. La versión más completa del incidente, al que no se le dio ninguna importancia hasta finales de los años 60, se encuentra en la biografía de Millán Astray del historiador Luis Togores.

A continuación, los civiles, en la Universidad, el Ateneo y el Ayuntamiento, despojaron a Unamuno de sus cargos y honores. El desolado filósofo se quedó en su casa, sin apenas salir.
Dios y España

A las cuatro y media de la tarde del 31 de diciembre, mientras el viento frío sacude las maderas de las casas, el profesor Bartolomé Aragón, falangista, visita a Unamuno en su casa. Éste lo primero que hace es agradecerle que no vaya vestido con camisa azul y luego pronuncia un monólogo trabado de recuerdos y de opiniones sobre lo español y los españoles. Hablan un poco más. Aragón dice: "La verdad es que a veces pienso si no habrá vuelto Dios la espalda a España disponiendo de sus mejores hijos."

Unamuno golpea la mesa camilla alrededor de la que están sentados y alza la voz:


"¡No! ¡Eso no puede ser, Aragón! Dios no puede volverle la espalda a España. España se salvará porque tiene que salvarse."

Unamuno se reclina en su sillón y agacha la cabeza. Se hace el silencio. El visitante se da cuenta de que las zapatillas de Unamuno se están quemando en el brasero, pero que él no se mueve. A las seis de la tarde, la noticia se extiende por Salamanca: don Miguel ha muerto.

A las once la mañana siguiente, se ofician sus funerales. Los presiden el rector y dos hermanos de Unamuno. Se le entierra en el cementerio junto a su hija Salomé. El epitafio que cierra su tumba lo escribió él mismo:

"Méteme, Padre Eterno, en tu pecho, misterioso hogar, dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar."

viernes, 18 de noviembre de 2016

Insumisión. Fernando Sánchez Dragó.

Lo que acaba de suceder en Estados Unidos, Colombia y Brexitania es lo contrario de lo que Houellebecq cuenta en su novela Sumisión. La gente se rebela contra la doctrina impuesta por las élites políticas, económicas y mediáticas de la actual progredumbre. Un biólogo (Kammerer), un psicólogo (Jung) y un físico (Pauli) elaboraron el concepto de sincronicidad. Las coincidencias causuales entre fenómenos consanguíneos son inquietantes. Franco murió el mismo día de noviembre en que José Antonio fue asesinado. Dicen, aunque no es cierto, que Tejero entró en el Congreso el mismo día del año en que, siglo y medio atrás, lo hizo el general Pavía. Trump, que tiene algo decowboy, lo ha hecho en la Casa Blanca un 9 de noviembre. Ésa es también la fecha en la que cayó el Muro de Berlín y comenzó una era de esperanza que se desvaneció muy pronto en los turbiones de la globalización y el neoliberalismo. Fue el 9 de noviembre de 1799 cuando Napoleón se convirtió en Cónsul del país que diez años antes había sufrido la revolución más famosa de la historia tras un golpe de estado que pasó a la misma como el del 18 Brumario y puso Europa patas arriba. Un lustro después ya era Emperador de quienes tres lustros antes habían aupado a los sans culottes a la cima de la República. Curiosa trayectoria para un hombre que después cometería el mismo error que cometió Hitler: invadir Rusia. Trump no lo cometerá. Al contrario. Cerrará filas con Putin para poner fin a la guerra fría atizada por Hillary, mantener fuera de Europa a Ucrania, bajar los humos de la OTAN y defender en Siria el sentido común apoyando a Asad. Dos cabalgan juntos y llegarán muy lejos. La era de la corrección política, la inmigración de barra libre y la ideología de género ha terminado. Mal perder tienen los que protestan. Muy demócratas no son. Tampoco lo parecen los periodistas que después de pegarse un planchazo colosal vaticinando la segura victoria de una tarasca ridiculizan a quien la ha derrotado en las urnas. Son ellos, y no él, quienes hacen el ridículo. Ya que estamos en el mes del Tenorio (más sincronías), consiéntanme que les aplique uno de los versos de Zorrilla: ¡Cuán gritan esos malditos! Pero, por mucho que los últimos teólogos del mayo francés discutan sobre el sexo de los ángeles buenistas y yihadistas, las tropas de la sensatez trepan ya por los muros de un mundo que no volverá a ser el mismo.

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Julián Marías o la sensatez. Pío Moa.

Julián Marías ha sido uno de los personajes más interesantes y menos típicos de la intelectualidad española desde hace 60 años. Y no sólo como filósofo, sino también como comentarista político e historiador; y por esa razón ha sido postergado sistemáticamente por esa caterva de intelectuales chillones, demasiado politizados y ávidos de fondos públicos, que parece llenarlo todo. Su España inteligible sería rechazada por muchos “historiadores profesionales” enredosos y pesados, pero arroja luz donde otros sólo embrollan. Uno no puede menos de recordar la época en que todo escritor o escribidor deseoso de pasar por progresista debía manifestarse marxista o muy respetuoso con el marxismo; y los desprecios que desde tales alturas recibía Marías, un pensador liberal y cristiano, amante de la verdad y de una sensatez que a algunos les parecía roma. Pero su agudeza previsora se manifestó, entre otras muchas ocasiones, ya en 1978, al criticar ciertos defectos de la Constitución derivados de una excesiva ansiedad por el consenso: “Los compromisos, en el menos grato sentido de la palabra, a su vez comprometen la realidad política de España”. Ahora mismo lo estamos comprobando duramente. También enseñó: “No hay que tratar de contentar a quienes no se van a contentar”

Marías sufrió también las primeras furias y, luego, las restricciones del franquismo. Él había contribuido, al lado de Besteiro, al golpe de Casado contra Negrín, y por tanto podía esperar que los vencedores le dejasen en paz. Pero no fue así. Sus memorias ofrecen el retrato de un tiempo dominado por el afán de dar un “escarmiento ejemplar” a las izquierdas revolucionarias, y no sólo a ellas. Un compañero de estudios a quien él creía amigo le denunció por envidias u otros sentimientos oscuros. La denuncia no podía ser más ponzoñosa: “Tan falsa como incomprobable: yo habría sido colaborador de Pravda, nada menos; acompañante voluntario del bandido Deán de Canterbury; no lo había visto en mi vida (…) Se añadía que yo debía conocer toda la trama de la propaganda roja, hábil insinuación que revelaba la esperanza de que me extrajeran tan preciada información por los procedimientos usuales”. Todo dependía de la rectitud o el fanatismo de los jueces. Tuvo suerte: “Un alférez jurídico iba a tomarme declaración; me contó que habían asesinado a su padre en Madrid; pero era bien nacido (…); me dijo que me iba a leer la denuncia para poder responder a los cargos (…) Al despedirse me dijo: ‘No le doy la mano porque nos ven y pueden pensar que tenemos alguna relación; pero espiritualmente estoy con usted’”.

Salió libre, pero no sin antes haber probado el hacinamiento y pésimas condiciones de detención de aquellos días, y una temporada de cárcel donde, de vez en cuando, moría a balazos algún preso en improbables intentos de fuga. Allí las autoridades le encargaron dar cursos de alfabetización a los presos iletrados, y de francés a los más cultos.

Estas experiencias las narra Julián Marías sin el rencor, y mucho menos la incitación al rencor, frecuentes en infinidad de libros y testimonios retorcidos. Lo señalo porque estoy preparando un libro sobre los años 40, años en verdad apasionantes, muy alejados de los tópicos con que nos los presentan los mismos que tan demostrablemente han mentido sobre la república y la guerra. De las penurias y represiones de entonces escribe Marías: “Todo esto es verdad; lo que no lo es, en absoluto, es la imagen lacrimógena que suele pintarse ahora de esa época. A pesar de todo, había una tremenda gana de vivir, en gran parte por el contraste de la paz –incluso de aquella paz—con el horror sin mitigación de la guerra. Los españoles tienen fuerte vitalidad, apetitos, incluso cierta estoica indiferencia ante las adversidades. Entonces gozaban de la vida con una intensidad que acaso no se ha dado después. La escasez, la dificultad de conseguir las cosas, les daba más valor”.

Hoy se habla sin tregua del duro destino de los vencidos, pero en realidad el número de los que se sentían así fue escaso: muy pocos siguieron identificándose con un Frente Popular cuyas tropelías habían contemplado, que había sucumbido en medio de masacres entre sus propios partidos, y cuyos dirigentes habían huido con enormes sumas saqueadas al tesoro artístico e histórico español, a los particulares y hasta a los montes de piedad. Esos pocos se ampliaron con las víctimas la represión inmisericorde de los primeros años, pero la inmensa mayoría de quienes habían luchado con las izquierdas o los separatistas, o les habían votado, pusieron todos sus afanes en reconstruir sus vidas en las difíciles condiciones de la época, sin nostalgias.

“El pueblo español –observa Marías-- no se sintió aplastado, sino vivo y entero; por eso fue posible la creación, en todos los órdenes, a pesar de todas las trabas, en parte espoleadas por ellas. Los que no tenían capacidad o no se atrevían han tratado de persuadir de que no se podía. Y es frecuente que los que más abominan de los cuarenta añosestuviesen adscritos con entusiasmo a su fase más dura y opresiva, al lado de la cual todo lo posterior fue venial”.

Sin necesidad de estar de acuerdo con cada palabra del filósofo, cuando uno lee frases como éstas sabe que está ante un testigo veraz, y también entiende los motivos de la persistente falsificación de la historia. El ambiente iba a resultar duro para Marías y tantos más, pero no aplastante. El régimen le manifestó su hostilidad, pero no le impidió vivir y escribir, dictar cursos o ser elegido a la Real Academia. He aquí una anécdota, de 1953: “Me llamó por teléfono el ministro de Información, Arias Salgado; me dijo que deseaba hablar conmigo, al día siguiente, a las siete. Saqué del bolsillo la agenda, la puse junto al aparato e hice sonar sus hojas: ‘Mañana a las siete –le dije–. Sí, estoy libre, con mucho gusto’ (…) Me recibió amablemente, me dijo que me leía con admiración; insistió en que nos hablásemos de tú. Después de larga conversación me dijo que mi artículo no iba a publicarse, porque era ‘muy polémico’. Le dije que no hacía más que rectificar una serie de falsedades. Insistió en la peligrosidad de la polémica. ‘¿Y por qué no bajas el telón un artículo antes?’, le pregunté. Como se mantuvo en su posición, le dije, literalmente: ‘Bueno, veo que en España no hay libertad más que para calumniar, y como eso no me va a interesar nunca, no tengo nada que hacer’. Protestó amablemente (…) Al llegar a casa, metí el artículo en un sobre de avión y lo mandé a La Nación de Buenos Aires, donde se publicó enseguida”. ¿Puede imaginar alguien algo así en Cuba, la URSS o cualquiera de aquellos regímenes tan admirados por la oposición antifranquista?

Las memorias de este escritor fundamental nos informan y explican más que muchos libros de historia: “Desde fines de 1955 empieza algo nuevo. Una generación muy joven queda muy influida por el marxismo, lo cual quiere decir que fue muy poco liberal (…) Forman grupos, y lo primero que hacen es fingir que son ellos los que empiezan: de ahí data la negación o el silencio sobre todo lo que se había hecho antes. Todavía se sigue hablando monótonamente del ‘páramo intelectual’ de España en aquellos años. En mi artículo ‘La vegetación de páramo’ di una impresionante lista de libros independientes y valiosos publicados en España precisamente entre comienzos de 1941 y la muerte de Ortega”.

La muerte de este testigo lúcido, veraz y sensato es una gran pérdida intelectual, porque tales cualidades son, por desgracia, muy poco frecuentes.