martes, 24 de octubre de 2017

Retamozo.

Retamozo
    Apellido hispanoamericano, derivado de Retamoso.
Datos del Apellido
    Retamozo, como primer apellido, contaba unos 120 portadores en España, todos ellos inmigrantes, según datos del INE para el año 2010.
    Con este apellido había 6.300 personas en Perú, 3.000 en Argentina, 1.100 en Bolivia, 1.000 en Paraguay, 600 en Colombia, 170 en los Estados Unidos 170, 150 en Venezuela 151 y 90 en el Brasil .

Boixols

Boixols
    Topónimo y apellido español.  Deriva del catalán boix, derivado a su vez del latín buxus, que significa boj.
    Con este nombre hay una aldea en el Pirineo, al Sudoeste de la Seo de Urgel.
Datos del Apellido
    Es catalán, oriundo de la aldea homónima.  Sus caballeros usaban escudo de oro con un boj de sinople y un oso de sable pasante al pie del tronco, más bordura almenada de sinople, o bordura componada de dieciseis piezas, ocho de oro y ocho de sinople .
    El apellido Boixols se ha extinguido en España, según datos del INE para el año 2010.

lunes, 23 de octubre de 2017

Yahuda

Yahuda
    Variante ortográfica del nombre hebreo Judá o Yehudá.
Datos del Apellido
    Se lleva por algunos judíos sefarditas, pero ha desaparecido de la propia España, según datos del INE para el año 2010.
Abraham Salom Yahuda
    Prominente investigador literario nacido en Jerusalem.  Estudió en las universidades de Frankfurt, Heidelberg y Estrasburgo.  El año 1915 ganó en Madrid la cátedra de Lengua y Literatura Hebreas de la Universidad Complutense, viniendo precedido por los siguientes trabajos editados o leídos en el extranjero: La Lengua Hebrea en sus Relaciones con el Arabe y el Abisinio, edición hebraica de San Petersburgo 1892; Sobre las Poesías Arabes de los Poetas Hebreos en España, publicado en Varsovia; Sobre Fenómenos Raros en la Gramática y la Retórica Hebraicas, publicado en Varsovia el año 1894; Historia de los Arabes antes de Mahoma, edición hebraica de Jerusalem 1894; Sobre la Poesía de Célebres Poetas Arabes, en Jerusalem el año 1895; Poesías de Caballeros y Héroes Arabes, en Jerusalem 1898; Sobre Idiotismos y Giros Bíblicos mal Interpretados, en Estrasburgo 1902; Prolegómenos para una Edición del Kitab Al Hidaya de Abén Pakuda, su tesis de doctorado en Estrasburgo, leída el año 1903; Hapix Legómena en el Antiguo Testamento, en Oxford 1905; La Ciencia Bíblica y la Filosofía Semítica, en Berlín 1905; Refranes Arabes de Bagdad, en Giessen 1905; Sobre la Falsa Versión Samaritana del Libro de Josué, presentado por Teodoro Nöldeke a la Academia de Berlín en 1908; Proverbios y Refranes Arabes del Yemen, en Estrasburgo; y Los Deberes de los Corazones al-Hidaya ila Faraid al-Qulub del Filósofo Hebreo Bahya ben Yusef ben Pakuda, en Leiden 1912.

domingo, 8 de octubre de 2017

En defensa de España, un paso adelante. José Javier Esparza.





“Amigas, amigos.




Compatriotas.


Españoles.

¡Españoles! Suena bien, ¿verdad? Sí, somos españoles. Y hoy estamos aquí solo por eso: porque somos españoles. Hoy hay aquí lo mismo rojos que azules, verdes y naranjas, y ojalá haya también algún morado, y es maravilloso que así sea, porque hoy no estamos aquí para discutir de qué color pintamos la casa, sino para algo aún más importante: gritar que esta casa es nuestra. Defender nuestra casa. Para esto os hemos convocado hoy a todos la Fundación para la Defensa de la Nación Española. Para que no nos quiten España. Que no nos quiten nuestra casa. Que no te quiten tu patria.



Todos sabemos que lo que hoy nos reúne es la circunstancia trágica que se vive en Cataluña. Y queremos decir bien fuerte esto: amamos a Cataluña. Este de hoy es un acto de amor a Cataluña. Estamos aquí porque Cataluña es también nuestra casa. Cataluña es parte fundacional de España. Por eso, sin Cataluña, España no sería España; sería otra cosa, pero España, no. Hoy todos somos españoles, hoy todos somos Cataluña, hoy todos somos catalanes. A los millones de catalanes que sienten España en catalán les decimos: estamos con vosotros, somos vosotros, no os dejaremos nunca. Queremos gritar con vosotros, en español, Viva Cataluña, y en catalán, Visca España.

También queremos enviar un abrazo fraterno, inequívoco, a esos españoles de uniforme que se han visto maltratados, vilipendiados, abandonados y humillados por proteger la ley de España. Los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado no son algo ajeno al pueblo. Guardia civil y policía son el pueblo, son la nación; somos nosotros, sois nuestros brazos y nuestras manos. La humillación que habéis sufrido la hemos vivido como propia. Vuestro honor es hoy el de todos y cada uno de los españoles de bien. Vuestro patriotismo es un orgullo para todo el pueblo español. Y en eco al grito espontáneo de tantos millones de españoles en estos días, desde Barcelona hasta Huelva, desde Zaragoza hasta Salamanca, en eco a su voz queremos gritar de nuevo Viva la policía y Viva la guardia civil.

Compatriotas,


Lo que hoy nos estamos jugando en España, empezando por Cataluña, es lo más grande, lo más alto y lo más hondo que puede jugarse un pueblo: nuestra soberanía, nuestra libertad, nuestra identidad. La soberanía nacional no es un concepto abstracto. No es una fórmula legal. La soberanía es algo que tiene carne, algo que se puede tocar, que se puede abrazar. La soberanía nacional es lo que nos hace a todos, a todos y cada uno de nosotros, individual y colectivamente, protagonistas efectivos de una continuidad histórica. Nosotros somos la soberanía nacional.

España no nació ayer. España es una realidad histórica incontestable. Una realidad nacional que alberga, desde su origen, formas diversas, pero convergentes, de ser español. Somos desde hace siglos una comunidad política y nuestro nombre es España. Tomar conciencia de eso es lo que nos hace soberanos. Todos y cada uno de los territorios de nuestra patria son nuestra casa común. Repito: nuestros. Nos pertenecen. No pertenecen a una estirpe regia, no pertenecen a una oligarquía financiera, no pertenecen a una clase política o a unos caciques mediáticos. España pertenece al pueblo español. Eso es lo que significa soberanía. Nadie tiene derecho a quitarnos eso. Nadie. Y aquí estamos dispuestos, uno a uno, a defenderlo. No hay libertad, no hay democracia, si nos quitan la nación.

Sabéis que el viejo juramento legendario de las Cortes de Aragón decía así: “Nos, que somos tanto como vos, pero juntos valemos más que vos”. “Nos” somos hoy todos nosotros. El pueblo español. Ese pueblo que hoy, aquí, levanta la cabeza, mueve sus banderas y se dirige a quienes creen que pueden robarnos nuestro patrimonio, robarnos nuestra memoria colectiva, robarnos nuestra identidad, robarnos nuestra soberanía y convertirla en moneda de sus juegos de poder. No y mil veces no. A esos que hoy quieren dejarnos sin patria, les miramos a la cara y les decimos: “Nos, que somos tantos como vos, y juntos valemos más que vos”. Democracia, sí. El demos, el pueblo, somos nosotros. El pueblo español.

Aquí, en España, en este suelo, a lo largo de muchos siglos hemos construido fueros y libertades, hemos defendido derechos, frecuentemente con sangre, y hemos entregado demasiadas generaciones a ese combate como para abandonarlo todo ahora. Nadie nos lo quitará. Nadie. Desde el primer colono de los montes cantábricos que afirmó a espadazos su libertad en el siglo VIII, desde la primera mujer que en la altísima edad media gozó de unos derechos que ninguna otra mujer tenía en Europa, desde el primer conquistador que en América instituyó un cabildo para proteger derechos, desde el primer español que en 1808 se levantó contra el opresor francés para guardar las libertades propias; desde siempre nuestro pueblo ha sabido afirmarse frente a quienes querían que bajáramos la cabeza. Ese orgullo de estirpe hoy nos habla desde el fondo de las edades. Eso es lo que hoy nos empuja a defender, ante todo, la España constitucional.

Digo bien, y en DENAES, en la Fundación para la Defensa de la Nación Española, queremos subrayarlo: la España constitucional, no sólo la Constitución. La Constitución, la ley, es muy importante, pero bien poco vale sin la nación que la sustenta. Es la nación la que da sentido a la ley, del mismo modo que el vino se derramaría sin una copa que lo abrace. Y es la nación, España, lo que hoy está en juego. Por eso es lo que hoy tenemos el deber de defender. Hoy hay quien piensa en una reforma constitucional que diluya la soberanía nacional para calmar no sé qué intereses de tal o cual grupo, como si se tratara de caciques feudales. Pues bien: no. Nunca avalaremos una Constitución que destruya la nación. Porque no hay libertad ni democracia reales sin comunidad política. Y nuestra comunidad política es España. ¿De verdad queréis defender la democracia y la libertad? Pues entonces defended España. Defended la continuidad histórica de nuestra patria común. Ese es nuestro deber. Defender España.

Deber, sí. Una palabra que hoy tiene que volver a nuestros oídos. Deber personal y deber comunitario. Porque hoy, aquí, no estamos solo nosotros, españoles de esta hora. No. Están también los españoles que nos precedieron. Están en el suelo que pisamos, en la lengua que hablamos, en los nombres que llevamos. Y con los españoles que nos precedieron, están también los españoles que han de venir, esas generaciones a las que hemos de traspasar, como mínimo, la misma herencia que nosotros en su día recibimos. No tenemos derecho a dejar que esa herencia se pierda. Es nuestro deber histórico. Y eso no es tampoco un imperativo abstracto. Vosotros lo sabéis. Claro que lo sabéis. Por eso estáis aquí. Lo saben también todos esos españoles que en estos días han sacado sus banderas al balcón. El pueblo español conoce su deber. Desde aquí exigimos a los poderosos que también cumplan con su deber. Y ese deber sólo tiene un nombre: España.

Durante demasiados años, demasiados, los españoles hemos preferido olvidar que tenemos, como ciudadanos libres, como soberanos, una misión histórica. Esa misión histórica es mantener nuestra patria y legarla a los que vengan mañana. A veces esa obligación se difumina, porque nada parece amenazar la natural sucesión de las generaciones. Hoy, sin embargo, la amenaza se ha hecho más clara que nunca. Hay que dar respuesta. Nosotros tenemos que dar respuesta. Y esa respuesta sólo puede ser una: no permitiremos que España se deshaga. No lo permitiremos.

Todos conocemos los errores y renuncias que han llevado a nuestra patria a la enfermedad que hoy padece. Pero no es ahora el momento de detallarlos. Ahora es el momento de la esperanza. ¿No habéis visto cómo se han llenado de banderas los balcones, las calles, las plazas de toda España? ¿No habéis visto cómo por todas partes se han abierto flores rojo y gualda? Sí. Ahora es el momento de decir bien alto, bien claro, bien fuerte, que vamos a dar un paso adelante. Que estamos resueltos a salir de este triste colapso de nuestra nación. Que si falla el poder, aquí estará el pueblo, como siempre ha estado. Que exigimos a nuestros poderes públicos que cumplan su función y salvaguarden la nación de todos. Que vamos a reclamar una refundación nacional de la democracia española. Que vamos a trabajar, desde ya, todos, uno a uno, en la reconstrucción de la identidad nacional española. Que España no está en venta. Que aquí, y en millones de hogares, hay españoles dispuestos a defenderla, como tantas otras veces en nuestra Historia. Que sabremos estar a la altura del desafío. Que España no morirá.

Españoles de todas y cada una de nuestras regiones, moved vuestras banderas, como se han movido en estos días en todos los rincones de nuestra patria. Haced bien visible vuestra voluntad soberana de conservar vuestra nación. Dejad bien claro que España no se vende.

Pueblo de España: vosotros sois la nación. Gritad conmigo “Viva España”.

gaceta.es

Retamoso

Retamoso

      Topónimo y apellido español derivado de retama.

Retamoso de la Jara

      Aldea de Castilla la Nueva, situada al Sur de Talavera de la Reina, productora de aceite de oliva.  Con la reforma administrativa liberal del siglo XIX fue incluida en la provincia de Toledo.  Se emancipó de Torrecilla de la Jara en el reinado de Alfonso XIII, formando ayuntamiento propio con 600 habitantes.  La población descendió a 140 habitantes en el año 2000.

Datos del Apellido

      Es castellano.
      Pasaron diversas ramas a Colombia, Perú, Brasil y el Río de la Plata.
      Retamoso, como primer apellido, contaba unos 10 portadores en España, según datos del INE para el año 2010.

Cuna

Cuna

      Camita para los niños más pequeños, con bordes altos para impedir que se caigan de ella.  En latín se decía cuna o cunae.  Raimundo de Miguel hace derivar esta palabra del griego küo, acariciar [1].  Sin embargo, podría tener la misma raíz que concavidad.
      En sentido figurado, significa origen o principio, abolengo, lugar de nacimiento.  Cicerón ya utilizaba la palabra cuna en este sentido.  Virgilio llama también cuna al nido de las aves.
      Según el intitulado Oráculo de Napoleón, si uno sueña con una cuna significa fecundidad; pero si la cuna es de hierbas, habrá dolores.  El oniromante Aris dice que una cuna con un niño dentro es de buen augurio, pero si está vacía presagia la muerte [2].  Otros oniromantes dicen: cuna con un niño, felicidad doméstica; cuna vacía, disgustos pasajeros.
      Valero de Bernabé, en su estudio de 55.000 escudos españoles, ha encontrado 3 linajes de Cataluña blasonados con cunas [3].

La Cuna

      Cuento de humor verde de Boccaccio.  No tiene ninguna gracia.  Sólo merece la pena el citarlo como ejemplo de absurdo y estúpido.  Sin embargo, el inglés Chaucer quiso imitarlo con El Molinero y los dos Estudiantes, añadiéndole la moraleja de que está justificado robar a los ladrones.

Los Indios Cunas

      Pueblo indígena de Panamá y el Darién, que a sí mismo se llama cuna-tule o guna-dule.  Pertenece a la familia lingüística chibcha.  En el año 2000 había más de 60.000 personas hablantes de la lengua cuna.
      Después de la independencia de Panamá en 1903, una pequeña parte del pueblo cuna quedó en Colombia.
      Los cunas se alzaron en 1925 intentando crear un Estado propio, la república de Tule, cuya bandera, copiada de la española, tenía una svástika negra en el centro.  Esta revolución terminó con un pacto por el cual el gobierno panameño prometió respetar las peculiariades cunas.

Datos del Apellido

      Es un apellido existente en diversos países con orígenes diferentes: Italia, Méjico, Filipinas, Mozambique, etc.  El apellido italiano es propio de la Apulia.
      El apellido Cuna no existe en España, según datos del INE para el año 2010.  Había menos de 10 portadores, todos ellos extranjeros.



[1]  Raimundo de Miguel: Nuevo Diccionario Latino-Español Etimológico, once ediciones sucesivamente corregidas entre 1867 y 1897.
[2]  El intitulado Profesor Aris publicó varios artículos sobre los sueños en la revista española Estampa durante la II República.
[3]  Luis Valero de Bernabé: Análisis de las Características Generales de la Heráldica Gentilicia Española, tesis doctoral, Universidad de Madrid, 2007.


miércoles, 27 de septiembre de 2017

Ernst Jünger: un espíritu libre en la era del nihilismo. José Javier Esparza.

Vivió ciento tres años, luchó en dos guerras y escribió sin tregua. El escritor alemán Ernst Jünger es una de las figuras señeras de la literatura y del pensamiento del siglo XX. Su obra se extiende a lo largo de tres cuartos de siglo. A través de ella fue construyendo una idea original de la libertad, concebida para sobrevivir en los tiempos del triunfo del nihilismo. Para clasificar una producción tan extensa como la suya, es común hablar de cuatro grandes momentos representados por otras tantas figuras: el Soldado, el Trabajador, el Emboscado y el Anarca. ¿Qué son esas figuras? ¿De qué estamos hablando? La propia vida de Jünger nos da la respuesta.


El Soldado

Empecemos por la primera figura: el Soldado. Porque nuestro autor es, en efecto, un Soldado. Intentó serlo a los 17 años cuando se fugó (sin éxito) a la Legión Extranjera Francesa, lo fue efectivamente a los 19 por imperativos de la guerra y lo sería ya para siempre. Se alistó al estallar la primera guerra mundial como otros muchos cientos de miles. Pero la guerra se había convertido en algo inesperado: en los campos de batalla de 1914 nace la guerra moderna, las masas de fuego, las bombas letales, las nubes de gases, los aviones, los carros de combate. Bajito, delgado, sereno, Jünger se bate con valor. Es promovido a alférez. Se pone al frente de una sección de asalto –hoy diríamos un comando- con la misión penetrar en las trincheras enemigas. Será herido siete veces. Al terminar la guerra será recompensado con la máxima condecoración de la Alemania imperial: la orden “Pour le Mérite”. Jünger tenía 23 años y era un héroe nacional.

La primera guerra mundial fue para Jünger una experiencia decisiva. Allí vio nacer un mundo nuevo, forjado a fuego y sangre, entre grandes máquinas y destrucciones sin límite. Lo describió en un libro que iba a consagrarle inmediatamente como un gran narrador, Tempestades de acero, que se convertiría en testimonio de una generación:

“En el transcurso de cuatro años el fuego fue fundiendo una estirpe de guerreros cada vez más pura, cada vez más intrépida. (…) Aquello era distinto de lo que hasta aquel momento había vivido; era una iniciación, una iniciación que no sólo abría las ardientes cámaras del Horror, sino que también conducía a través de ellas (…). ¿Acaso no somos una generación plutónica que, cerrada a todos los goces del ser, trabaja en una subterránea fragua del futuro? Eso que nosotros creamos, y eso para lo que nosotros mismos hemos sido creados, sin duda se revelará mucho más tarde de lo que ahora podemos sospechar. Y tal vez seamos nosotros mismos los que más asombrados nos quedemos cuando lo veamos”.

Alemania perdió la primera guerra mundial sin haber cedido ni un palmo del propio territorio. Para muchos, la derrota fue fruto de la traición. Con el ejército en los frentes, la monarquía de Guillermo II cae bajo presiones políticas insostenibles. En el Tratado de Versalles los aliados victoriosos impondrán condiciones humillantes. Y acto seguido, la agitación bolchevique prende con fuerza en Alemania; en Baviera llega incluso a proclamarse una república soviética. ¿Qué estaba pasando? “Una puñalada por la espalda”, dirán los conservadores. Pero Jünger no lo cree así: no ha habido puñalada por la espalda; el régimen guillermino ha caído porque estaba ya fuera de tiempo; de esa derrota tiene que nacer una Alemania nueva, construida sobre la experiencia brutal de la guerra técnica.

Ernst Jünger, consagrado ya como escritor por Tempestades de Acero, empieza a participar en la vida política. En torno a él aparece algo que será llamado “nacionalismo de soldados”: son los ex combatientes los que ahora, derrotados, alientan una revolución. ¿Qué revolución? La Historia le pondrá el nombre de “revolución conservadora”: no se trata de volver a la monarquía prusiana, sino de afirmar los valores inmutables de la vida, la nación, la comunidad. Es un socialismo de soldados. Son años de una inmensa agitación: con el país arruinado por el Tratado de Versalles, comunistas y nacionalsocialistas pescan en el río revuelto de la crisis. Jünger, que es nacionalista y se siente socialista, no pescará. Antes de 1927, cuando nadie daba un duro por Hitler, había visto en el movimiento nazi una oportunidad para plasmar aquel “nacionalismo de soldados” nacido en la trinchera. Pero después de 1929, cuando la ascensión de Hitler ya es imparable, el escritor se aparta. Ha dejado el ejército. Ha reanudado sus estudios de biología. Se consagra a la escritura. Alumbra la figura del “anarquista prusiano”, siempre pensando en ese hombre nuevo que ha surgido en los cráteres de las bombas de la gran guerra. Y aquí se va perfilando la segunda Figura de Jünger: después del Soldado, que es el héroe anónimo de la guerra técnica, llega el Trabajador.
El Trabajador

Es 1932. Hay un mundo nuevo. La técnica ha triunfado. Con ella, el nihilismo se extiende por todas partes. El mundo moderno ha matado a los dioses y en su lugar aparecen unos seres nuevos: los titanes. El Trabajador es la summa filosófica de ese mundo. El hombre ha quedado reducido a mera mano de obra; apenas si cuenta. Es la misma situación que ha pintado Fritz Lang en su película Metrópolis. A no ser –piensa Jünger- que el propio hombre sea capaz de hacerse técnica: suprimir su personalidad, ese residuo sentimental, y elevarse sobre la máquina constituyéndose en un tipo humano nuevo. Así nacerá un titán. El trabajador dejará de ser un explotado, como pensaban los marxistas, para convertirse en dominador. Ese es el sentido de la Figura del Trabajador:

“La superficie de la Tierra se encuentra recubierta de cascotes de imágenes que han sido derribadas. Estamos asistiendo al espectáculo de un hundimiento que no admite otro parangón que el de las catástrofes geológicas. Sería perder el tiempo compartir el pesimismo de los destruidos o el optimismo superficial de los destructores. En un espacio del que ha quedado barrido hasta los últimos confines todo dominio real y efectivo, la voluntad de poder se halla atomizada. Sin embargo, la edad de las masas y de las fábricas representa la fragua gigantesca de las armas de un imperium que está surgiendo. Vistos desde él, todos los hundimientos aparecen como algo querido, como una preparación”.

¿Por qué Jünger no fue nazi? Goebbels en persona le propuso un acta de diputado. Su respuesta fue: “Prefiero escribir un buen verso que representar a 60.000 cretinos”. Jünger no fue nazi porque se sentía lejísimos de las disquisiciones sobre la raza y la sangre. Él tenía una idea aristocrática de la vida, y los nazis eran “burgueses en camisa parda”. No fue nazi porque mantenía un concepto primordial, elemental, de la libertad personal. Ese concepto crecerá a medida que el régimen de Hitler se afiance. Los sectores más radicales del Partido pidieron su cabeza. Hitler en persona le protegió: “Dejad en paz a Jünger”. Nadie podía permitirse tocar al héroe de guerra, al autor de la emblemática Tempestades de acero, que había marcado el espíritu de una generación –la generación del propio Hitler.

Recluido en una suerte de exilio interior, Ernst Jünger medita y sufre. No es un sufrimiento político, sino espiritual: él había creído posible edificar un mundo nuevo, más aún, un alma nueva, sobre el patrón de la técnica moderna, una técnica dominada por nuevos titanes, hombres forjados en los cráteres de las bombas. Su voluntad de poder se alzaría sobre el mundo del nihilismo. Ahora Jünger ve que ese mundo ha advenido, pero no se siente parte de él, al contrario; decide resistir con la pura potencia del espíritu. Así escribe en 1934 a su hermano, el poeta Friedrich-George:

El periodo revolucionario en el que hemos entrado puede ser superado con fuerzas más profundas que las de la retórica, literaria o ideológica –eso se pone a prueba en nuestra sustancia. Es la hora de descubrir las cartas y mostrar lo que uno es. En una situación de griterío y de engaño, el pensamiento se hace peligroso por el simple hecho de ser justo, y los espíritus que poseen el sentido de la justa medida actúan como espejos que desvelan la nulidad del mundo de las sombras. Un pensamiento lógico, un verso límpido, una noble acción, y también el no participar en la bajeza, son hoy cosas que se yerguen como armas amenazadoras y que resultan tanto más punzantes cuanto menos se refieren al tiempo presente”.

Los peligros crecen y adoptan el color de la muerte masiva. Bajo esa impresión Jünger escribe en 1939 una obra capital: Sobre los acantilados de mármol. La historia es impresionante. Dos hermanos viven como ermitaños, entregados al estudio, en el pacífico mundo de la Marina. Súbitamente, una fuerza malvada se despierta en el territorio: el Gran Guardabosques y sus huestes aspiran al poder y todo lo derriban a su paso. La Marina se convierte en un infierno de desolación. Los dos hermanos asisten impotentes a la tragedia, no sin combatir. A la luz de las llamas, Jünger describe cómo un mundo hermoso perece bajo la violencia de la humanidad desbocada. Jünger negará siempre haber escrito los Acantilados como alegoría del nacionalsocialismo, pero los lectores del libro lo interpretaron como tal. Era 1939. Hitler estaba en la cumbre de su popularidad: Alemania prosperaba y la guerra todavía era una sombra lejana. Y sin embargo, ahí había alguien que pintaba un futuro horrendo.



El Emboscado

Soldado después de todo, Jünger es movilizado cuando Alemania invade Francia. Con el grado de capitán, el ya veterano militar (cincuenta años) pasa la frontera al frente de su compañía con el ánimo de quien va de turismo: charla con los campesinos de las poblaciones ocupadas, cuida de los tesoros artísticos –y de los buenos vinos- bajo la tormenta de fuego. Alemania está en guerra; Jünger, no. Consumada la ocupación, es adscrito al Cuartel General alemán en París. Allí no pierde el tiempo: traba amistad con Cocteau, con Picasso, con Johandeau… El Cuartel General, por otro lado, es un nido de conspiradores secretos: el ejército no es el partido.

Los años parisinos de Jünger van a dar una obra monumental: los dos primeros volúmenes de sus diarios, Radiaciones. En ellos aprendemos cosas estremecedoras. Jünger cae en una honda depresión que le lleva al borde del suicidio. Sale de ella releyendo el Antiguo Testamento. Su hijo Ernstel, movilizado, es arrestado por realizar comentarios despectivos hacia Hitler y enviado a un batallón disciplinario en Italia. Jünger hará lo imposible por salvarle. El ambiente en el ejército es cada vez más anti-hitleriano; los sectores conservadores de la Wehrmacht aspiran a derrocar a Hitler y sustituirlo por un general, un dictador que limpie Alemania y firme la paz. ¿Quién? Hay que buscarlo. Jünger es enviado al frente ruso con la misión de sondear los ánimos. Las páginas que escribe en Rusia son de una intensidad alucinante: bajo las condiciones extremas de la guerra, los mandos se han convertido en autómatas sin espíritu. No está allí el general que los conspiradores buscan. Mientras tanto, Ernstel, su hijo, muere en Carrara en circunstancias sospechosas, al parecer tiroteado por la espalda; Jünger siempre pensará que lo han matado por llamarse Jünger.

El mundo se está cayendo a pedazos y Alemania está en el centro del desastre. También empiezan a circular rumores sobre el destino de los judíos. Los conspiradores dan el paso. Un nutrido grupo de oficiales, todos ellos conservadores y cristianos, la mayoría vinculados a la nobleza prusiana, va a dar el golpe. Ya han encontrado a su general: será el mariscal Rommel. Para él escribe Jünger, en Paris, un libro que aspira a ser el manifiesto de la insurrección. Se llamará La Paz:

“Para que haya paz no basta con no querer la guerra. La paz auténtica supone coraje, un coraje superior al que se necesita en la guerra; es una expresión de trabajo espiritual, de poder espiritual. Y ese poder lo adquirimos cuando sabemos apagar dentro de nosotros el fuego rojo que allí arde y desprendernos, empezando por las cosas propias, del odio y de la división que el odio trae consigo (…) La auténtica lucha en que nos hallamos empeñados se libra de un modo cada vez más claro entre los poderes de la aniquilación y los poderes de la vida. En esta lucha los guerreros justo se alinean hombro con hombro, como antaño la vieja caballería. La paz será duradera si eso logra llegar a expresarse”.

Rommel fue el primer lector de La Paz. El libro no tardó en circular de forma clandestina. Pero el golpe fracasó: la bomba de Von Stauffenberg no mató a Hitler. Era julio de 1944. La represión será terrible. El Estado Mayor alemán en Paris es desmantelado. Jünger es obligado a regresar a casa. Volverán a pedir su cabeza, pero el viejo héroe no será inquietado. En los últimos días de la guerra recibirá el mando de un destacamento del Volksturm, las milicias de ancianos y adolescentes con las que Hitler pretendía detener la ofensiva aliada. Jünger les ordenará no disparar.

Entre los Acantilados de mármol y los Diarios de la guerra, en Jünger ha ido naciendo una nueva figura: el Emboscado. Esto no quiere decir que abandone la figura del Trabajador: siempre pensará que es la figura dominante de nuestro tiempo técnico. Pero es el interior de Jünger el que ha ido cambiando. Los grandes peligros vislumbrados en los Acantilados de mármol se han hecho realidad, y en una magnitud imprevisible. Ante la muerte de los dioses, ante el triunfo de los titanes, ¿qué lugar le queda al hombre que desee seguir siendo libre? Le queda el bosque; un bosque metafórico donde la persona, al margen de todos los sistemas, encuentra la verdadera libertad, esa que reside, como dice Jünger, “en el propio pecho”. Ese es el sentido de su ensayo La Emboscadura, de 1951:

“Se ha llegado a una concepción nueva del poder, se ha llegado a unas concentraciones de poder inmediatas, vigorosas. Para poder plantarles cara se necesita una concepción nueva de la libertad, una concepción que no puede tener nada que ver con los desvaídos conceptos que hoy van asociados a esa palabra. Esto presupone, para empezar, que uno no quiera simplemente que no lo esquilen, sino que esté dispuesto a que lo despellejen. (…) La tiranía sólo puede ser posible en aquellos sitios donde la libertad se ha domesticado y diluido en un huero concepto de sí misma”.

La posguerra no fue fácil para Jünger. Los británicos le obligaron a rellenar un cuestionario de desnazificación. Jünger rehusó y se trasladó a la zona de ocupación francesa. También ahora se le acosó, esta vez desde el lado contrario. “Dejad en paz a Jünger”, había dicho Hitler cuando las SS pidieron su cabeza; “Dejad en paz a Jünger”, dirá ahora Bertolt Brecht cuando sean los comunistas quienes la pidan. Y le dejaron en paz. Jünger pudo dedicarse a escribir y a viajar. Seguía siendo el héroe de la Gran Guerra, el escritor en el que se había reconocido una generación. Esa misma generación podría reconocerse ahora en el Emboscado. Había aparecido su novela Heliópolis, que es la versión narrativa de esa misma figura. Y Jünger multiplicará sus reflexiones sobre el contexto de la guerra fría, sobre la inminencia de un Estado Mundial, sobre el antagonismo entre dioses y titanes, incluso sobre experiencias con drogas.



El Anarca

Aún habrá una última figura en Jünger: el Anarca, que aparece en su novela Eumeswil, de 1977. El nihilismo ha triunfado. Los titanes están en su apogeo. El autor, ya octogenario, concibe un mundo en el que todo está tan regulado que la salvación sólo puede residir en uno mismo. Ahora bien, ¿qué quiere decir eso? Jünger nunca ha sido un teórico individualista; tampoco un anarquista que conspire contra el orden social. La salvación de uno mismo pasa por el dominio sobre uno mismo; ahí está la verdadera soberanía. Y su espacio no es ya la sociedad ni la política, sino la Historia o, mejor, lo que en ella hay de intemporal, de inmutable: “los carteles de propaganda pasan, pero el muro en que se han pegado permanece”.

La búsqueda de eso que permanece será la última palabra de Jünger. Su último libro, La tijera, escrito en 1989, con 95 años, es una exploración del mundo interior como instancia que se resiste al nihilismo: allá donde la tijera de la razón y de la técnica no puede cortar las cosas, ahí hay un espacio de libertad irreductible. Una de las últimas cosas que hizo Jünger, ya con más de cien años, fue convertirse a la fe católica.

Soldado hasta el final, Jünger será enterrado con honores militares, acompañado por una cohorte de viejos combatientes ataviados al estilo prusiano. Bajo su tumba yace un siglo de vida. Sobre ella, la guerra entre los dioses y los titanes continúa.

gaceta.es

domingo, 17 de septiembre de 2017

domingo, 2 de julio de 2017

Imprudentia victrix. Serafín Fanjul.

No es nada nuevo que en España triunfe la ignorancia (imprudentia en latín), nuestro mayor mal. Ahora también triunfa Rodríguez, que mucho hizo por ella: la Alianza de Civilizaciones, copiada al persa Jatamí, se consolida y la derecha política, tras haberla ridiculizado tanto y con tanta razón, la abraza entusiasmada elevándola a la categoría de Doctrina de Estado y Pensamiento Único, con exclusión y aplastamiento de cualquier resistencia. La Conjura de los Necios (volvemos al latín, como en todo lo importante: nescius, «el que no sabe») que urdiera el leonés de Valladolid con feliz desparpajo, prevalece y perdura como guía al hacerla suya la España oficial, tan proclive siempre a seguir las indicaciones que le den los políticos con mando, tampoco sobrados de lecturas. Pero vayamos primero con los de fuera, obstinados en buscar coartadas justificadoras de la rendición preventiva ante el islamismo y de su escasa convicción en combatirlo.

Recientemente, la inglesa Elizabeth Drayson (The Moor’s Last Stand: How Seven Centuries of Muslim Rule in Spain Came to an End, Profile Books, 2017) nos descubre su Mediterráneo al británico modo: repitiendo los tópicos más manidos y desgastados sobre al-Andalus y –de rechazo, claro– en torno a los españoles y la maravillosa «convivencia» perdida, obviamente para instrumentalizar el pasado en los gatuperios del presente: «[Los Reyes Católicos] dieron fin a siete siglos de convivencia y prosperidad, juntos y en paz». Con lo cual demuestra sus dudosos conocimientos acerca de la Granada Nazarí, mismo dislate en que incurre la galardonada Karen Armstrong –mera proselitista del islam a base de buenismo–, cuando asegura muy convencida que la entrada de Isabel y Fernando en la ciudad fue acompañada por el «repicar de campanas jubilosas»: ignora que en Granada no había cristianos sueltos (atados había miles), que se martirizaba a los frailes misioneros y que el sultanato, en sus dos siglos largos de existencia, fue monolingüe, monocultural y de nula tolerancia religiosa. No son las únicas que creen tales cosas y que, encima, las cuentan, bien jaleadas por las nubes de hispanos, ahítos de imprudentia, mientras los soberbios timoneles al mando están persuadidos de apaciguar a los bárbaros ofreciendo presentes a sus propagandistas y amigas. La visita del Papa a Egipto escenifica bien la situación: recibido con una matanza de cristianos días antes de su llegada, despedido con otra todavía peor jornadas después de su marcha y entre medias vagas cortesías y declaraciones protocolarias por parte del gran Sheij de al-Azhar, al que no sé por qué motivo los periodistas se empecinan en denominar «Imán», que es lo que les suena.

Hace unos días, Luis Ventoso daba la voz de alarma ante la concesión del Premio Princesa de Asturias a Karen Armstrong. Y tenía razón, porque los conocimientos de la misma sobre España y más en particular en torno a al-Andalus son manifiestamente mejorables. Pero estas dos señoras inglesas no inventan nada: se limitan a calcar estereotipos con casi dos siglos encima, los creados por los viajeros románticos que difundieron la maurofilia literaria por Europa, destacando que las costumbres hispanas diferían de las «europeas» –cuando realmente diferían, o así lo entendían ellos– por su origen árabe. Los elementos centrales del carácter español, según ellos (grandilocuencia, cortesía grave, ociosidad, giros poéticos en pensamiento y lenguaje) responderían a sus raíces «árabes y orientales», pasados por el fuego arrasador de avaricia y corrupción del catolicismo inquisitorial que lo estropeó todo. Esta estúpida construcción se edifica sobre la piedra angular de al-Andalus que, objetivamente, ninguna culpa tuvo del uso que más adelante se haría de su historia: «Cuando los moros dominaban Granada, eran un pueblo más alegre que hoy. Sólo pensaban en el amor, la música y la poesía. Componían estrofas con cualquier motivo y a todas les ponían música», dice Irving.

Casi todos esos escritores –los alemanes, menos: son más serios– buscan y, naturalmente, encuentran «el Oriente» en España. Afloran la rivalidad y los enfrentamientos del pasado con nuestro país, nunca olvidados (ni ahora mismo): las riquezas naturales de España («bajo el dominio de los romanos y los moros parecía un Edén, un jardín de la abundancia y las delicias») echadas a perder por los españoles («abandono y desolación», Ford). Y «Andalucía, antaño risueño jardín transformado en lo que ahora es desde que, por la expulsión de los moros de España, fue sangrada esta tierra de la mayor parte de su población» (Borrow). Línea despectiva también adoptada por su coetáneo, el historiador Lane-Poole (The Moors in Spain, Londres, 1887) y que perdura hasta nuestros días. Gautier, Poitou, Davillier, Amicis, Ford, Borrow, Maximiliano de Austria, etc. recrean la exaltación del placer sensual, del «espíritu de los califas» y, desde luego, de «la tolerancia». Y esa imagen de España y de al-Andalus en particular, cristalizada ya a mediados del XIX, con todos sus rasgos y características bien delineados, pasó de los viajeros románticos a los historiadores y eruditos que buscaban aquel paraíso sin par. Una imagen que la pereza y la comodidad se niegan a revisar ni a replantear en modo alguno, como deplora Bartolomé Bennasar refiriéndose a su país. El rizo bien rizado lo ponen los españoles –como con la Leyenda Negra, de la que forman parte estos delirios– tomando en serio y premiando semejantes dislates.

Y encontramos en respetables estudiosos contemporáneos –que en otros lugares hemos señalado adecuadamente– la misma propensión a creerse el carácter armónico y perfecto del paraíso andalusí (Lévi-Provençal y Braudel todavía mantienen las derivas neorrománticas de Dozy), un edén con tiempo ambiental fijo e inmutable, al que se endosan en el siglo IX sucesos, productos e ideas del XI, el XII o hasta el XIV o XV. Si en la vida material esto es relativamente fácil de detectar, en aspectos ideológicos o espirituales es mucho más difícil, con lo que, de manera inexcusable, terminan apareciendo los criterios, intereses y prejuicios de la actualidad. Fin de trayecto que a veces se declara desembozadamente: «La sociedad de al-Andalus, convivencial durante varios siglos, me ayudaba a comprender activamente los imperios del siglo XX» (Lucie Bolens).

Hace muchos años que vengo denunciando la falacia de presentar a al-Andalus como un paraíso. Me aburre insistir ante quienes no tienen la menor intención de escuchar, disciplina en la que los apologistas del islam a distancia son maestros. Por una vez cedo la palabra a mi colega y amiga la académica Mª Jesús Viguera, en la actualidad la mejor especialista en al-Andalus que tenemos: «En relación con la situación religiosa andalusí se ha creado el mito de la convivencialidad, como si al-Andalus fuera un paraíso de armonía, religiosa, cultural y social (…) La figuración de la convivencialidad muestra los intereses del presente en torno, sobre todo, a la situación de Oriente Medio y de la emigración en Europa».

Y así, la España oficial impertérrita, hasta el próximo premio, el siguiente bajonazo a nuestra historia y nuestra cultura.

Los Ultimos de Filiipinas, (1945). (Película).


Tiempos modernos. Cavite: comienza la guerra de Filipinas.


Emilio Aguinaldo sobre el Sitio de Baler.

Nada más llegar al pueblo, los españoles se dan cuenta de que el mejor edificio donde acuartelarse es la iglesia, por ser el lugar más sólido y seguro de la zona. Los primeros días en Baler son de una tranquilidad tensa. Los españoles se preparan para la lucha, acondicionando la iglesia para la defensa, reuniendo allí alimentos y municiones. Los rebeldes filipinos llegan a Baler el 27 de julio de 1898.
El sitio de Baler durará 337 días, en los cuales los filipinos atacarán continuamente a los españoles, fracasando en todos sus intentos, a pesar de contar con cañones trasladados desde Manila, capital de la nueva República. Por otro lado se envían continuamente mensajeros ofreciendo la paz a los españoles, cosa que estos rechazan continuamente, aunque España se había rendido oficialmente en diciembre de 1898.

A las dificultades típicas del asedio, falta de alimentos o municiones, se sumó la aparición de una enfermedad tropical que diezmó a los españoles, el ber-iberi. Esta enfermedad acabará con el jefe del destacamento, el capitán Enrique de las Morenas, y con el teniente Juan Alfonso Zayas, quedando al mando de la tropa el teniente Saturnino Martín Cerezo.
Finalmente el teniente Martín Cerezo recibe noticias reales sobre la rendición de España, mediante un periódico de la época. Los españoles para rendirse, piden un trato honroso y que no sean considerados prisioneros de guerra, cosa que aceptan los filipinos. El 2 de junio de 1899, las tropas españolas abandonan la iglesia de Baler, entre la admiración de sus enemigos filipinos.
Para finalizar, estos “últimos de Filipinas” llegaran a Barcelona el primero de septiembre de 1899, entre el clamor popular por su gesta. Los honores que recibieron estos hombres fueron muchos, pero destaca el ofrecido por el primer presidente de la República de Filipinas, Aguinaldo, que decretó esto:

“Habiéndose hecho acreedoras a la admiración del mundo las fuerzas españolas que guarnecían el destacamento de Baler, por el valor, constancia y heroísmo con que aquel puñado de hombres aislados y sin esperanzas de auxilio alguno, ha defendido su bandera por espacio de un año, realizando una epopeya tan gloriosa y tan propia del legendario valor de los hijos del Cid y de Pelayo; rindiendo culto a las virtudes militares e interpretando los sentimientos del ejército de esta República que bizarramente les ha combatido, a propuesta de mi Secretario de Guerra y de acuerdo con mi Consejo de Gobierno, vengo a disponer lo siguiente:
Artículo Único. Los individuos de que se componen las expresadas fuerzas no serán considerados como prisioneros, sino, por el contrario, como amigos, y en consecuencia se les proveerá por la Capitanía General de los pases necesarios para que puedan regresar a su país. Dado en Tarlak a 30 de junio de 1899



El Presidente de la República, Emilio Aguinaldo”

jueves, 29 de junio de 2017

La fiel infantería.

SERTORIO

A Lara Sánchez, mujer de las de antes

Entre las características de los diccionarios no está el que se lean de un tirón en un par de días. Por lo común, ni la amenidad de su prosa ni la riqueza de los temas invita a ello. N siquiera sucede así con el del doctor Johnson. Sin embargo, algunos autores han convertido sus glosarios, reales o supuestos, en libros muy legibles, como Milorad Pavic y su Diccionario jázaro, Ambrose Bierce y su Diccionario del diablo,o el clásico de Voltaire, el Diccionario filosófico. En España, Cela vendió muchos ejemplares del Diccionario secreto, pero dudo que alguien se haya leído de una sentada los tres volúmenes. Cirlot editó su Diccionario de símbolos con la intención de que se leyera como un tratado, pero sólo a Rafael García Serrano (1917-1988) se le ocurrió convertir su Diccionario para un macuto (1964) en una vibrante, animada y fresca memoria de la guerra del 36, un diccionario épico, no exento de sátira y de nostalgia, donde uno rememora viejas narraciones de nuestros abuelos, aquellos capitanes de Oviedo, del Ebro, del Maestrazgo.

Si Rafael García Serrano hubiera militado en el lado correcto de las trincheras, hoy las ediciones cuidadas por doctorandos, los premios y hasta las fundaciones con su nombre serían muy abundantes, pero nuestro escritor fue falangista, alguien que, como tal, se subió a un autobús de La Bidasotarra en la plaza del Castillo de Pamplona y se bajó en Somosierra con el máuser en bandolera y el empuje de un miura al salir de chiqueros. Se entregó al españolísimo deporte de echarse al monte y disfrutó con bárbara alegría de la guerra y de la victoria. Al contrario que otros más avisados, este perenne alférez provisional no blanqueó el azul mahón de su camisa, ni mercó el percal de su chaqueta, ni se bajó los pantalones con descargos de conciencia y demás milongas. Fue un tío de una pieza, con los cojones bien puestos, que no se calló ni cuando un ministro muy demócrata y cristiano, hoy justamente olvidado, le intentó dejar en la inopia económica. En sus últimos años, desde su reducto de El Alcázar, inasequible al desaliento, no dejó de disparar sus flechas acerbas y recias a los tornadizos demócratas de nuevo cuño.

No es de extrañar que en el régimen actual sea un proscrito; más curioso resulta que también lo fuera con el anterior. Una de las taras del franquismo fue dejar la cultura en manos del clero; el régimen del Generalísimo apenas fue fascista en la superficie, nada más; tras la delgada costra azul se ocultaba un enjundioso tocino clerical que, además, no ahorraba ocasión de exudar su ranciedumbre de la forma más estúpida y gazmoña posible. A finales de 1943, García Serrano había ganado el Premio Nacional de Literatura con La fiel infantería, estupenda novela de lirismo bravío y de tensión juvenil, pues la fuerza de los años mozos es algo que este Kerouac con capote manta transmite de manera insuperable al lector, virtuoso del arte de evangelizar con la emoción. De los personajes, soldados y zagales sin desbravar, era de suponer que abundaran en frases como: “Yo quería saber si mi novia podía tener hijos. Hasta que no lo supe por mis propios medios, no me casé con ella”. O: “No pensaba más que en mujeres fáciles. Jamás habló con una muchacha sensible ni besó una boca que no le costase un billete”. O: “Está en cueros; no me atrevo a decir desnuda, como se dice de verdad. Seguramente que el decirlo sería pecado”. Por supuesto, no falta una visita de los voluntarios a un cabaret pueblerino con la muy cateta y sugerente razón social de La pájara verde. Tampoco escasean en la obra expresiones de católico paganismo falangista, inspiradas por Montherlant: “Lo que te digo es pagano, y pienso que un poco de paganía viene bien para descansar las espaldas. El aire, el laurel, el saltar dos metros y el correr cien, la victoria: todo eso es pagano”. O: “Lo primero, España. Y sobre España, ni Dios… [exabrupto falangista en discusión con un requeté]”. O: “Estos [los requetés] le llaman Dios a un cardenal cualquiera”. En definitiva, frases propias de jóvenes en guerra a los que les es difícil hablar de política y mujeres “conteniendo la sangre caliente que nos alzaba los cascos”.

No era de la misma opinión Monseñor Pla y Deniel, Primado de España y Dalai Lama del nacionalcatolicismo, aquella peste que confundía la piedad con el largo de las faldas, la catolicidad con el clericalismo y la devoción con la estrechez de mente. El 15 de enero de 1944, en el Boletín Eclesiástico del Arzobispado de Toledo apareció un decreto de Su Eminencia en el que se condenaba La fiel infantería por sus “expresiones indecorosas y obscenas” (ap. 3) y (ésta es mi objeción favorita) “porque se proponen como necesarios e inevitables los pecados de lujuria en la juventud” (ap. 1). ¡Jesús, María y José!

A la Iglesia española la salvaron del genocidio de 1936 los soldados y los jóvenes “lujuriosos” que se echaron al monte pro aris et focis; de no haber sido por aquellos legionarios que soltaban las “grandes blasfemias de su vocabulario de tigre”, de no haber tomado el fusil esos “locos sagrados, hijos de Dios, falangistas”, no habría quedado ni un altar sin profanar, ni un cura sin degollar, ni una monja sin violar y ni una iglesia sin quemar en toda la piel de toro. Por eso, el mismo cardenal Pla y Deniel denominó, con toda justicia, Cruzada al Alzamiento del 18 de Julio. La denominación hizo fortuna: en 1936, la Iglesia libraba una batalla a muerte contra los enemigos de la fe, y nuestros abuelos tuvieron clara conciencia de ello hasta el final de sus días: yo mismo, niño, escuché de mis mayores su testimonio de cruzados. Católicos de Portugal, Irlanda, Francia e Italia, ortodoxos rusos y rumanos, paganos germánicos y hasta marroquíes musulmanes —que decidieron luchar con los españoles creyentes antes que servir a la República atea— se movilizaron para combatir al enemigo común: la modernidad deicida.

Que los combatientes no se suelen expresar ni comportar como ursulinas es un lugar común literario, no sé si teológico. Las inocentes y brutales expansiones de los protagonistas de esta novela joven, idealista y un punto remarquiana, con muy poco de un pretendido tremendismo que no sé dónde se detecta, fueron ofensivas para los meapilas de servicio en 1943; semejante tranche de vie resultaba inaceptable para sus castos oídos de novicia. El caso es que la censura eclesiástica decidió mostrar su poder con La fiel infantería, echó mano del brazo secular, “y para Reyes del 44 ya iba la policía recogiéndola por los escaparates, como a una muchacha descarriada”, cuenta García Serrano en su prólogo a la edición de 1980. Clandestina, marginal, novela de culto, La fiel infantería se convirtió en el emblema de la Victoria sin alas, de la esperanza de renovación vital de España asfixiada en la cuna por la zafia derecha burguesa, por los judas del clero imbécil y por un poder militar patriota, pero de espíritu cuartelero y limitado.

De esta forma, la España de Franco se quedó sin su escritor, que siguió sirviendo con lealtad al espíritu del 18 de Julio y al Caudillo, aunque sólo para recibir amargas recompensas, como las que sufrió al proclamar el tradicional antimonarquismo de la Falange en las páginas no del ABC, sino de ¡Arriba!... Cosas de España.

Lo que jamás abandonó a Rafael García Serrano fue su juventud, el recuerdo tan vivo y presente de aquel decenio exaltado, cruel y sublime que va del Discurso de la Comedia al regreso de la División Azul, cuando parecía que España iba a cambiar de verdad. Eugenio o la proclamación de la primavera (1938) es la obra inaugural de su prosa, acabada de escribir con menos de veinte años en el Baztán carlista y guerrero del 36 y corregida en 1938, en el hospital, “mientras me moría a chorros”. En una época aberrante y degenerada como la nuestra, donde la literatura juvenil enseña a los chicos a vestirse de chicas, una obra como Eugenio es dinamita nietzscheana. Nada nos muestra mejor lo bajo que hemos caído que el leer uno de los diálogos:

—Nos llaman bárbaros y pistoleros.

—No saben que la civilización se defiende a tiros.

Eugenio me impresionó mucho en su primera lectura, cuando no sumaba yo los dieciséis abriles, y todavía me emociona en nuestros periódicos reencuentros, con trozos que me sé de memoria. Heroica y ejemplar, la vida de un escuadrista se convierte en novela de caballerías: Eugenio es un Amadís urbano, un Lanzarote con camisa azul, aunque en su violencia y su mística encontramos la pureza de un Parsifal. Sus breves páginas exaltadas transmiten el espíritu que se vivía entre los jóvenes del 36. El autor así lo reconoce en su prólogo de 1945: “Nacido el libro, mejor: la voluntad de este libro, para un tiempo peligroso, es posible que ahora parezca ingenuo, elemental, hasta infantil. Así lo quiero, así lo hice, así lo entendieron los de mi Bandera, muchos de los cuales, por todas estas razones ingenuas, elementales e infantiles, murieron más tarde repartidos entre una Bandera de Navarra y una Bandera de Aragón [...]. El mundo mismo ha dado una vuelta gigantesca, y entre ruinas y dolores se ha sepultado un concepto de la vida muy noble y muy bello. Lleno de equivocaciones, yo no lo sé, y otros sí que lo saben; pero ha fenecido un aire de existir que nos enamoró en la época de los amores inolvidables. De los dieciséis a los veinte años.

Mucho más madura, con un oficio excelente, es la tercera de las obras que dedica García Serrano a la guerra: Plaza del Castillo (1951), retrato minucioso y verista de la Pamplona de julio de 1936, entre los sanfermines y el Alzamiento. Aquí el falangista cede el paso al escritor, que lo es de categoría. A la recreación histórica se une la calidad de la prosa, de lo mejorcito que se puede leer de esa generación. Como un Manhattan Transfer pamplonés, los personajes y los ambientes desfilan ante nuestra atención encantada, hechizada por la excelente técnica del autor. La descripción del encierro del once de julio es magistral, así como lo eterno, lo que permanece en el espíritu de la fiesta: “Pensaba Joaquín, mirando en torno, que la diversidad se unificaba alrededor de la fiesta cristiana. Los buenos y los malos, los ricos y los pobres, los listos y los tontos, los analfabetos y los sabios, los guapos y los feos encontraban en el fondo de su alma cristiana la honda ligadura de una unidad cada día más difícil, cada día más cuarteada por las circunstancias. Entró Javier García con varios de su cuerda, el vendedor de Mundo Obrero, otro que pasaba por matón profesional y un par de estudiantes, y Joaquín se daba cuenta de que también ellos, esos cinco que entraban, estaban cogidos por la magia unitiva de la fiesta, por el légamo cristiano de sus corazones, por aquellas lejanas preces de la madre, por siglos de catolicidad en la sangre, y su blasfemia era cristiana y sus ganas de quemar iglesias eran cristianas, y ellos se sabían herejes porque también conocían e intuían una simple y hermosa ortodoxia. Era la rabieta contra Cristo, la pataleta de los desesperados que no saben o no quieren comprobar cómo Cristo, solamente Él, puede ser su centurión, su amigo, su camarada.”

Por fortuna, a ningún monseñor se le ocurrió fulminar con otra condena a esta novela. Sin embargo, el autor, más escarmentado por los años, no deja de reflejar sus desilusiones: “Y se gana. Se ganará. Pero ¿y después? Mire, la tribu de los privilegiados es mucho más difícil de combatir que la de los revolucionarios de barricada y quema de conventos. Me produce mucho más miedo un banquero español que un pobre Lenin español con su tartera de caviar y dinamita. Cuando el enemigo está delante se le dispara y santas pascuas. Pero cuando no se sabe dónde está, uno lo pasa francamente mal”. No le faltaba razón. Hoy, malbaratada la Victoria, poca diferencia hay entre el espíritu de aquella España decadente y la actual: “Y esa falta de un alto y claro estilo, de una manera de ser entera y verdadera, hacía de todos y cada uno de los españoles gente sin cultura, sin raigambre, aburridas y desesperanzadas. El gran acuerdo nacional, el programa común de izquierdas y derechas, de nobles y plebeyos, consistía en agarbanzar aún más la existencia, en escupir en corro. Quedaban unos cuantos locos, pero ¿qué podían hacer?”.

Pues en eso estamos, otra vez.

Elmanifiesto.com

miércoles, 14 de junio de 2017

Psicología, Prozac y Dios. Jesús Laínz

¡Cuántas veces una anécdota encierra más sabiduría que mil explicaciones! Porque las cenizas de Carrie Fisher, la princesa Leia de La Guerra de las Galaxias, fueron enterradas en una urna con la forma de píldora de Prozac. Según explicó su hermano, este antidepresivo era una de las posesiones favoritas de la actriz, así que la familia decidió sepultarla en tan peculiar envoltorio por tratarse del "lugar donde le gustaría estar". Del Paraíso a una píldora de Prozac: desasosegante resumen de la Humanidad actual.

Podrían escribirse sesudos tratados sobre las causas de las neurosis que sufre buena parte de la población de eso que se llama mundo desarrollado. Podría hablarse de la invasión de la técnica, de las prisas de la vida moderna, de la deshumanización de las ciudades, de la crisis de la familia, del vacío existencial, pero todo eso, más que causas, son las consecuencias de males más profundos. Y quizá pudiéramos resumir todos ellos en uno solo: el olvido de Dios. O su destierro. O su muerte. Da igual. Lo esencial es que parece evidente que la pérdida del sentido de la trascendencia no suele sentarle bien al ser humano.

Antaño, cuando el mundo estaba ordenado, de las cuestiones angustiosas de la vida se ocupaban los curas, como es natural. Pero, como advirtió el inigualable Chesterton, cuando se deja de creer en Dios se pasa a creer en cualquier cosa. Hasta en la psicología. Buena parte de la culpa la tienen precisamente quienes han pasado de pastores de almas a gestores de beneficencia. De la resurrección a la revolución. Luego se extrañarán de que no les haga caso ni Dios.

Por eso uno de los síntomas de la debilidad terminal de nuestro blandito Occidente es la creciente necesidad de psicólogos que nos consuelen de nuestros problemas, problemillas o problemazos. María Oquendo, presidente de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, contaba hace unos meses que "no damos abasto con la cantidad de psicólogos y psiquiatras que se necesitan". Y lo más interesante del asunto es que la pobreza no tiene nada que ver con ello, pues son precisamente los países más desarrollados los más depresivos. Por el contrario, los habitantes de los países menos desarrollados, que no tienen ni nuestra riqueza ni nuestras infraestructuras ni nuestros servicios, no se distinguen por padecer depresiones. Sencillamente, no tienen tiempo para ello. Con espabilarse para poder comer todos los días tienen suficiente.

Aquí nos preocupan otras cosas. Hace ya tiempo que Spengler señaló, entre otros síntomas de debilidad del occidental contemporáneo, su afición a contratar seguros para cubrir cualquier riesgo, desde el rayado de la pintura del coche hasta la muerte. El miedo a la peste o a los vikingos ha dejado paso al miedo al gasto. ¡Cómo han decaído las cosas humanas hasta para temerlas!

Que el hombre occidental es un desequilibrado lo demuestran mil datos: hace ya unos cuantos años se puso de moda entre los ejecutivos norteamericanos desestresarse pegando alaridos por las ventanas. Poco después, las tendencias punteras en psicoterapia recomendaron hacer una pausa a media mañana para sentarse en cuclillas a jugar y cantar cancioncillas infantiles. Luego resultó que la técnica más vanguardista consistía en organizar guerras de almohadas en la oficina. Al parecer, el penúltimo berrido se llama mindfulness, lo que en román paladino siempre se llamó contar hasta diez antes de arrearle un guantazo al vecino. Y el último, diseñado para combatir problemas psicológicos como la tensión, la inseguridad y los miedos, consiste en acurrucarse en postura fetal dentro de un envoltorio, como un gusano en su capullo de seda. Según explican los expertos, una vez empaquetado hay que permanecer en silencio durante veinte minutos. En japonés lo llaman Otonamaki. En castellano antiguo, hacer el capullo.

Y junto a todas estas mamarrachadas, ¡y las que vendrán!, están la pedantería y la charlatanería, plagas de una época en la que la cultura no pasa de barniz. Un ejemplo entre mil: en la provinciana ciudad de este humilde escribidor se anuncia una charla sobre "Los seis pasos básicos para crear una Vida Extraordinaria". Así, con mayúsculas. Y la imparte una señora cuya profesión es –agárrense– Life Coach-Entrenadora de Vida. ¡Nada menos!

Pero, gracias a Dios, ante la retirada del espíritu y la licuefacción de la inteligencia, consuela ver que a veces, con el motivo más insospechado, el pueblo es capaz de dar una lección a tanta tontería. Hace un par de inviernos se nos regaló un hermoso ejemplo. Debido al mal tiempo, unos cuantos cientos de personas quedaron atrapadas durante una noche en la estación de esquí de Panticosa. Aunque, efectivamente, el temporal les impidió bajar cuando tenían previsto, pasaron la noche viendo la tele, bebiendo cubatas gratis y con los niños pasándoselo bomba por la pequeña aventura. Pues bien, a los encargados de resolver la situación no se les ocurrió otra idea que enviar psicólogos para ayudar a los afectados a soportar, comprender, aceptar, sobrellevar, interiorizar, somatizar, superar y sublimar (nunca la justificación de un sueldo necesitó tantos verbos) la tensión. La maravillosa respuesta de los atrapados fue: "¡Dejaos de psicólogos y subid tabaco!".

Sentido común 1 - Gilipollez ilustrada 0.