domingo, 26 de febrero de 2017

Ríos de sangre. Enoch Powell.

La función suprema del arte de gobernar es tomar precauciones contra los males evitables. Al buscar hacer aquello, se encuentran obstáculos que están profundamente arraigados en la naturaleza humana.


Uno de ellos es que, por el orden mismo de las cosas, tales males no son demostrables hasta que ellos han ocurrido: en cada etapa en su inicio hay espacio para la duda y para la disputa sobre si ellos son reales o imaginarios. Del mismo modo, ellos atraen poca atención en comparación con los problemas actuales, que son a la vez indiscutibles y apremiantes, de lo cual se origina la obsesiva tentación de toda la política de ocuparse del presente inmediato a costa del futuro.


Sobre todo, la gente está dispuesta a confundir la predicción de problemas con el causar problemas, e incluso con desear problemas: "Si sólo", a ellos les gusta pensar, "si sólo la gente no hablara de ello, probablemente no ocurriría".


Quizá este hábito se remonta a la creencia primitiva de que la palabra y la cosa, el nombre y el objeto, son idénticos.


En todo caso, la discusión de los futuros y graves pero, con el esfuerzo de ahora, evitables males es la ocupación más impopular y al mismo tiempo la más necesaria para el político. Aquellos que a sabiendas la esquivan, merecen, y con bastante frecuencia reciben, las maldiciones de aquellos que vienen después.


Hace una semana o dos tuve una conversación con un votante, un hombre trabajador de mediana edad completamente corriente, empleado en una de nuestras industrias nacionalizadas.


Después de una frase o dos acerca del clima, él de repente dijo: "Si yo tuviera el dinero para irme, no me quedaría en este país". Di una respuesta a modo de justificación en el sentido de que incluso este gobierno no duraría para siempre; pero él la ignoró, y continuó: "Tengo tres hijos, todos los cuales fueron a la escuela, y dos de ellos están casados ahora, con familia. No estaré satisfecho hasta que yo los haya visto a todos ellos radicados en el extranjero. En este país dentro de 15 ó 20 años el hombre negro tendrá la ventaja por sobre el hombre Blanco".


Puedo oír ya el coro de disgusto: ¿Cómo me atrevo a decir una cosa tan horrible?, ¿cómo me atrevo a agitar problemas e inflamar los sentimientos repitiendo tal conversación?.


La respuesta es que no tengo el derecho a no hacer aquello. Aquí hay un compatriota inglés decente y común, que a plena luz del día en mi propia ciudad me dice a mí, su representante en el Parlamento, que en su país no valdrá la pena vivir, por sus hijos.


Yo simplemente no tengo el derecho de encoger mis hombros y pensar en otra cosa. Lo que él dice, miles y cientos de miles lo están diciendo y pensando, no en todas partes de Gran Bretaña, quizás, sino en las áreas que ya están experimentando la transformación total para la cual no hay paralelo en los mil años de la historia inglesa.


En 15 ó 20 años, de acuerdo a la tendencia actual, habrá en este país tres millones y medio de inmigrantes de la Comunidad Británica de Naciones [de las ex-colonias británicas] y sus descendientes. Ésas no son cifras mías. Es la cifra oficial dada al Parlamento por el portavoz de la Oficina del Registrador General.


No hay ninguna cifra oficial comparable para el año 2000, pero debe estar entre cinco y siete millones, aproximadamente un décimo de la población total, y acercándose a la del Gran Londres. Por supuesto, esa cantidad no estará uniformemente distribuída desde Margate a Aberystwyth y desde Penzance a Aberdeen. Áreas enteras, ciudades y partes de ciudades a través de Inglaterra estarán ocupadas por secciones de la población inmigrante y sus descendientes.


A medida que el tiempo avanza, la proporción de este total que son descendientes de inmigrantes, aquellos nacidos en Inglaterra, que llegaron aquí por exactamente la misma ruta que el resto de nosotros, aumentará rápidamente. Ya hacia 1985 los nacidos aquí constituirían la mayoría. Es este hecho el que crea la extrema urgencia de la acción ahora, de precisamente esa clase de acción que es la más difícil de tomar por los políticos, la acción donde las dificultades están en el presente pero los males a ser prevenidos o reducidos al mínimo están en varios Parlamentos en el futuro.





La primera pregunta natural y racional de una nación enfrentada a tal perspectiva es: "¿Cómo pueden ser reducidas sus dimensiones?". Dado que no puede ser totalmente evitable, teniendo en cuenta que las cantidades son primordiales, puede ser limitada: el significado y las consecuencias de un elemento foráneo introducido en un país o población son profundamente diferentes según si aquel elemento es el 1% o el 10%.


Las respuestas a esta pregunta simple y racional son igualmente simples y racionales: deteniendo, o virtualmente frenando, la futura afluencia, y promoviendo la máxima salida de ellos. Ambas respuestas son parte de la política oficial del Partido Conservador.


Es casi difícil de creer que en este momento 20 ó 30 niños inmigrantes adicionales estén llegando desde el extranjero sólo a Wolverhampton cada semana, y esto significa 15 ó 20 familias adicionales dentro de una década o dos. Aquellos a quienes los dioses desean destruír, ellos primero los vuelven locos [Those whom the gods wish to destroy, they first make mad]. Debemos estar locos como nación, literalmente locos, para permitir la afluencia anual de un contingente de aproximadamente 50.000 personas, que son en su mayor parte el material del futuro crecimiento de la población descendiente de inmigrantes. Es como mirar a una nación afanosamente ocupada en amontonar su propia pira funeraria. Tan dementes estamos que actualmente estamos permitiendo que personas solteras inmigren para que funden una familia con cónyuges y novios a quienes ellos nunca han visto.


Que nadie suponga que dicho flujo disminuirá automáticamente. Por el contrario, incluso a la actual tasa de admisión de sólo 5.000 por año, hay suficiente para unas 25.000 personas adicionales por año ad infinitum, sin tener en cuenta la enorme reserva de parientes existentes en este país; y no estoy haciendo ninguna concesión en absoluto para el ingreso fraudulento. En estas circunstancias nada bastará, sino sólo que la afluencia total que viene para su asentamiento deba ser reducida inmediatamente a proporciones insignificantes, y que sean tomadas las medidas legislativas y administrativas necesarias sin tardanza.


Enfatizo las palabras "para su asentamiento". Esto no tiene nada que ver con la entrada de ciudadanos de la Comunidad Británica de Naciones [Commonwealth] en este país, que no son ajenos, para objetivos de estudio o de mejorar sus calificaciones, como (por ejemplo) los médicos de la Comunidad Británica de Naciones que, en beneficio de sus propios países, han posibilitado que nuestros servicios de hospitales sean ampliados más rápido que lo que lo habrían sido de otra manera. Ellos no son, y nunca han sido, inmigrantes.


Vuelvo a la re-emigración. Si toda la inmigración terminara mañana, la tasa de crecimiento de la población inmigrante y descendiente de inmigrantes sería considerablemente reducida, pero el tamaño proyectado de ese elemento en la población todavía dejaría inalterado el carácter básico de peligro para la nación. Esto sólo puede ser abordado mientras una proporción considerable del total todavía comprende a personas que entraron en este país durante aproximadamente los últimos diez años.


De ahí la urgencia de implementar ahora el segundo elemento de la política del Partido Conservador: el estímulo de la re-emigración.


Nadie puede hacer una estimación de la cantidad de personas que, con una generosa ayuda, decidirían volver a sus países de procedencia o ir a otros países ansiosos de recibir la mano de obra y las habilidades que ellos representan.


Nadie lo sabe, porque ninguna política tal ha sido intentada aún. Sólo puedo decir que, incluso actualmente, los inmigrantes en mi propio distrito electoral de vez en cuando se me acercan, preguntando si puedo encontrarles ayuda para regresar a sus lugares de origen. Si una política tal fuera adoptada y perseguida con la determinación que la gravedad de la alternativa justifica, el consiguiente flujo de salida podría cambiar apreciablemente las perspectivas.


El tercer elemento de la política del Partido Conservador es que todos quienes están en este país como ciudadanos deberían ser iguales ante la ley, y que no habrá ninguna discriminación o diferencia hecha entre ellos por parte de la autoridad pública. Como lo ha dicho el señor (Edward) Heath [líder del partido Conservador], no tendremos "ciudadanos de primera clase" y "ciudadanos de segunda clase". Esto no significa que los inmigrantes y sus descendientes deberían ser considerados como una clase privilegiada o especial o que al ciudadano debería serle negado su derecho a discriminar, en el manejo de sus propios asuntos, entre un conciudadano y otro, o que él debería ser sometido a una imposición en cuanto a sus razones y motivos para comportarse en una manera legal más bien que en otra.


No podría haber una más burda malinterpretación de la realidad que la que es sostenida por aquellos que vociferantemente exigen una legislación, como ellos la llaman, "contra la discriminación", ya sean ellos editorialistas de la misma clase, y a veces en los mismos periódicos, que los que año tras año en la década del '30 trataron de cegar a este país ante el creciente peligro que encaraba, o arzobispos que viven en palacios y que comen delicadamente con la ropa de cama suspendida directamente sobre sus cabezas. Ellos lo han entendido exacta y diametralmente de manera equivocada.


La discriminación y la privación, la sensación de alarma y de resentimiento, se origina no con la población inmigrante sino con aquellos entre quienes ellos han venido y están todavía viniendo.


Es por eso que plantear una legislación de esta clase [anti-discriminación] ante el Parlamento en este momento es arriesgar lanzar un fósforo encendido en la pólvora. La cosa más amable que puede ser dicha sobre aquellos que la proponen y la apoyan es que ellos no saben lo que están haciendo.


Nada es más engañoso que la comparación entre el inmigrante de las ex-colonias británicas en Gran Bretaña y el negro estadounidense. La población negra de Estados Unidos, que ya existía antes de que Estados Unidos se convirtiera en una nación, comenzó literalmente como esclavos y más tarde se le dio la libertad y otros derechos de ciudadanía, al ejercicio de la cual ellos han llegado sólo gradualmente y aún de manera incompleta. El inmigrante de la Comunidad Británica de Naciones vino a Gran Bretaña como un ciudadano pleno, a un país que no conocía ninguna discriminación entre un ciudadano y otro, y él entró al instante en posesión de los derechos de cada ciudadano, desde el voto hasta a un tratamiento gratuito en el Servicio Nacional de Salud.


Cualesquiera sean los inconvenientes que hayan encontrado los inmigrantes, han surgido no de la ley o de la política pública o de la administración, sino de aquellas circunstancias y contingencias personales que causan, y siempre causarán, el destino y la experiencia de un hombre al ser diferente de otro.


Pero mientras para el inmigrante la entrada a este país constituyó una admisión a privilegios y oportunidades ansiosamente buscados, el impacto sobre la población existente fue muy diferente. Por motivos que éstos no podían entender, y preguntándose por una decisión predeterminada acerca de la cual ellos nunca fueron consultados, ellos se encontraron convertidos en forasteros en su propio país.


Ellos encontraron a sus mujeres incapaces de obtener camas de hospital para sus partos, a sus hijos incapaces de obtener lugares donde educarse, sus casas y vecindarios cambiados más allá del reconocimiento, sus proyectos y perspectivas para el futuro derrotados. En el trabajo ellos encontraron que los empleadores dudaban en aplicar al trabajador inmigrante los estándares de disciplina y competencia requeridos al trabajador nativo; ellos comenzaron a oír, a medida que pasaba el tiempo, cada vez más voces que les decían que ellos eran ahora los no deseados. Ellos ahora se están enterando de que un privilegio de dirección única va a ser establecido por una ley del Parlamento, una ley que no puede, y que no está destinada a, funcionar para protegerlos o para compensar sus agravios, sino que va a ser decretada para dar al forastero, al descontento y al agente provocador el poder de exponerlos al escarnio por sus acciones privadas.


En los cientos y cientos de cartas que recibí cuando ahora último hablé de este asunto hace dos o tres meses, había una notable característica que era en gran parte nueva y que encuentro inquietante. Todos los miembros del Parlamento están acostumbrados al típico corresponsal anónimo; pero lo que me sorprendió y alarmó era la alta proporción de gente corriente, decente y sensata, que escribía una carta racional y a menudo muy bien escrita, quienes creían que ellos tenían que omitir su dirección porque era peligroso haberse comprometido a escribir a un parlamentario estando de acuerdo con las opiniones que yo había expresado, y que creían que ellos arriesgarían penas o represalias si se averiguaba que habían hecho eso. El sentimiento de ser una minoría perseguida que está creciendo entre la gente inglesa corriente en las áreas del país que están afectadas, es algo que aquellos sin experiencia directa difícilmente pueden imaginar.


Voy a dejar que simplemente una de aquellos cientos de personas hable por mí:


"Hace ocho años en una respetable calle en Wolverhampton una casa fue vendida a un negro. Ahora sólo una persona Blanca (una anciana mujer jubilada) vive en esa calle. Ésta es su historia. Ella perdió a su marido y a sus hijos en la guerra. Entonces ella convirtió su casa de siete piezas, su único bien, en una pensión. Ella trabajó mucho y le fue bien, pagó su hipoteca y comenzó a ahorrar algo para su vejez. Entonces llegaron los inmigrantes. Con un miedo creciente, ella vio cómo se apropiaban de una casa tras otra. La tranquila calle se convirtió en un lugar de ruido y confusión. Con pesar, los arrendatarios Blancos que ella tenía se mudaron de allí.


"El día después de que el último arrendatario se marchara, ella fue despertada a las 7:00 AM por dos negros que querían usar su teléfono para ponerse en contacto con el empleador de ellos. Cuando ella se negó, tal como habría rechazado a cualquier extraño a tal hora, ella fue insultada y temió que habría sido atacada si no hubiera sido por la cadena en su puerta. Familias inmigrantes han tratado de alquilar cuartos en su casa, pero ella siempre se ha negado. Su pequeño ahorro de dinero se acabó, y después de pagar los impuestos, ella tiene menos de 2 libras esterlinas por semana. Ella fue a solicitar una reducción de contribuciones y fue vista por una muchacha joven, la cual al oír que ella tenía una casa de siete piezas, sugirió que ella debiera arrendar parte de ello. Cuando la anciana dijo que la única gente que ella podría conseguir eran negros, la muchacha dijo: "El prejuicio racial no la llevará a ninguna parte en este país". Entonces ella se fue a casa.


"El teléfono es su cable salvavidas. Su familia paga las cuentas y la ayuda como mejor ellos pueden. Los inmigrantes han ofrecido comprar su casa, a un precio que el eventual propietario sería capaz de recuperar, al cobrarle a sus arrendatarios, en cosa de semanas, o como máximo unos meses. Ella está llegando a tener miedo de salir. Las ventanas han sido rotas. Ella encuentra excrementos depositados en su buzón. Cuando va a las tiendas, ella es seguida por encantadores y sonrientes niños negros. Ellos no pueden hablar inglés, pero una palabra ellos saben: "Racista", cantan ellos. Cuando la nueva ley de las Relaciones entre Razas [Race Relations Act, Oct. de 1968] sea aprobada, esa mujer está convencida de que irá a prisión. ¿Y está ella muy equivocada? Comienzo a preguntarme".


La otra peligrosa ilusión de la cual sufren aquellos que son, voluntariamente o no, ciegos ante la realidad, está resumida en la palabra "integración". Estar integrado en una población significa hacerse, para todos los objetivos prácticos, indistinguible de sus otros miembros.


Ahora bien, en todos los tiempos, allí donde hay marcadas diferencias físicas, sobre todo de color, la integración es difícil aunque, tras un período, no imposible. Hay entre los inmigrantes de la Comunidad Británica de Naciones que han venido a vivir aquí durante los pasados quince años más o menos, muchos miles cuyo deseo y propósito es llegar a estar integrados, y cada pensamiento y esfuerzo de los cuales están orientados en aquella dirección. Pero imaginar que tal cosa entra en las cabezas de una mayoría grande y creciente de inmigrantes y sus descendientes es una pretensión absurda, y a la vez peligrosa.


Estamos aquí al borde de un cambio. Hasta ahora ha sido la fuerza de las circunstancias y del entorno lo que ha hecho de la idea misma de la integración algo inaccesible para la mayor parte de la población inmigrante: porque ellos nunca concibieron o pretendieron tal cosa, y su cantidad y concentración física significaron que las presiones orientadas hacia la integración que normalmente pesan sobre cualquier pequeña minoría no funcionaran.


Ahora estamos viendo el crecimiento de fuerzas concretas que están actuando contra la integración, de intereses creados en la preservación y agudización de las diferencias raciales y religiosas, con miras al ejercicio de una dominación real, primero sobre los inmigrantes y luego sobre el resto de la población. La nube que no es más grande que la mano de un hombre, que puede muy rápidamente nublar el cielo, ha sido visible recientemente en Wolverhampton y ha mostrado signos de extenderse rápidamente.


Las palabras que estoy a punto de usar, al pie de la letra tal como ellas aparecieron en la prensa local el 17 de Febrero [de 1968], no son mías sino las de un miembro laborista del Parlamento que es un ministro en el gobierno actual:


"La campaña de las comunidades Sikh para mantener costumbres inadecuadas en Gran Bretaña es algo muy lamentable. Trabajando en Gran Bretaña, particularmente en los servicios públicos, ellos deberían estar preparados para aceptar los términos y las condiciones de sus empleos. Reclamar derechos comunitarios especiales (¿o habría que decir "ritos"?) conduce a una peligrosa fragmentación dentro de la sociedad. Este comunitarismo es una úlcera; ya sea practicado por gente de un color u otro, debe ser fuertemente condenado".


Todo el crédito es para John Stonehouse por haber tenido la perspicacia para percibir aquello, y el coraje para decirlo.


Para esos elementos peligrosos y conflictivos la legislación propuesta en la Ley de Relaciones de Razas es el pábulo mismo que ellos necesitan para prosperar. Ahí está el medio para mostrar que las comunidades inmigrantes pueden organizarse para consolidar a sus miembros, para agitar y hacer campañas contra sus conciudadanos, y para intimidar y dominar al resto con las armas legales que los ignorantes y los mal informados han proporcionado. Y cuando miro adelante, estoy lleno de presentimientos; al igual que el romano, me parece ver "el río Tíber espumando con mucha sangre" [Virgilio, Eneida].


Aquel fenómeno trágico e incontrolable que miramos con horror al otro lado del Atlántico, pero que está allí entretejido con la historia y la existencia de Estados Unidos mismo, está viniendo a nosotros aquí por nuestra propia voluntad y nuestra propia negligencia. En verdad, casi ha llegado. En términos numéricos, será de proporciones estadounidenses mucho antes del final de este siglo.


Sólo la acción resuelta y urgente lo evitará ahora mismo. Si existirá la voluntad pública para exigir y obtener aquella acción, no lo sé. Todo lo que sé es que ver y no hablar sería la gran traición.–