sábado, 29 de abril de 2017

Tiempos modernos. El nacimiento de la Falange Española.

Con Eduardo García Serrano.

Nigromantes: España, este muerto, no resucitará. José Javier Esparza.

Vamos, mirad alrededor: España está muerta. Todo huele a podrido. Oh, sí, claro: a nuestro lado hay millones de personas fantásticas, de trabajadores entregados a su tarea, empresarios honrados, científicos de excelente nivel, militares abnegados, jueces justos, políticos decentes… Por supuesto. Pero mirad la España institucional –esa que todos hemos elegido, esa que todos sostenemos–: no hay pilar de la vida pública que no esté corroído por la carcoma. El desorden establecido bien puede insistir en que “somos un gran país”: muchos están dispuestos a creerlo, como el enfermo terminal agradece que se le augure larga vida. Pero todo el mundo sabe lo que hay. Esto ha entrado en colapso. Hoy España ofrece el aspecto de un leproso que se arranca trozos de carne mientras grita “aquí no pasa nada”. ¿No habéis visto el color macilento de quienes nos hablan de regeneración y progreso, sus bocas sin dientes, sus cuencas vacías? España es un zombi. ¿Quizás así lo entendéis mejor?

Unos –cada vez menos– gritan “arriba España” pensando que ante el conjuro, en efecto, el muerto se levantará. Otros –cada vez más– cantan las glorias de un cadáver aún más putrefacto, el de la II República, creyendo con fe ciega que a fuerza de “memoria histórica” y otros pases mágicos ese muerto resucitará. Y en otros lugares vemos cosas aún más asombrosas, como el intento de construir naciones nuevas, como un Golem siniestro, a base de mitologías artificiales y población inmigrada. España se ha convertido en una asamblea de nigromantes que intentan devolver vida a la materia inerte y a la historia muerta.

También en los círculos del poder –político, financiero, mediático– se celebran oscuros ritos para crear un Frankenstein: maquinan una segunda transición que consistiría en romper todo vínculo con la primera –demasiado marcada por el pecado nefando del “franquismo”– y edificar una transición nueva sobre la base de un nuevo PP y un nuevo PSOE redefinidos en torno a los dogmas del pensamiento dominante, ese nihilismo blando del arrepentimiento histórico y el narcisismo de masas, ese mundo suicida –pero ¿ya qué más da?– de la gente que prefiere tener mascotas a tener hijos y tener smartphone a tener patria. Un mundo hecho a la medida de ese ser que Nietzsche llamó “último hombre”. Una segunda transición, sí, que consistirá –ya lo estamos viendo– en subordinar por completo nuestra economía a otros, supeditar sin máscaras nuestra defensa a otros, someter aún más nuestra vida pública a las redes caciquiles de los partidos, arbitrar fórmulas que permitan desgarrar el tejido nacional –moderadamente, sin tensiones, sin fatigas– en provecho de los separatismos locales, dejar que se extingan en el vacío los últimos restos de identidad nacional –esa cosa tan casposa, ¿no?, tan molesta, tan mala para la globalización– y acostumbrarnos a todos al lugar subalterno que se nos ha adjudicado. La España sin alma que podrá disolverse definitivamente en el magma de la mundialización, enunciando por última vez su nombre en el gracioso inglés que hablan los camareros en los bares de Torremolinos. ¿Y no hay oposición? Oh, sí la hay: una extraña cofradía de uniforme morado que vive obsesionada con abrir las puertas a toda inmigración, estimular la descomposición de la unidad nacional y deshacer los últimos restos de la vieja vida. O sea, una oposición que no pide sino acelerar lo mismo que desea hacer el poder. Este es el paisaje de la “segunda transición”.

Frente a eso, nada más que los nigromantes. Pero no, no habrá resurrección. Ninguna resurrección. No resucitará la fantasmagoría alucinada de la II República, que nunca fue ese dechado de virtudes que hoy cantan, entre vindicativos y lúgubres, sus iracundos parroquianos. No resucitará tampoco la España de Franco, que cumplió su ciclo histórico y se extinguió, porque ella quiso, preparando la llegada de la siguiente. Ni resucitará la España de la transición setentera y el “habla, pueblo habla”, que es precisamente la que ahora se está descomponiendo entre hedores de partitocracia corrupta, separatismos desaforados, economía hiperdependiente y precaria, miseria moral e ignorancia de masas. En el peor de los casos, estaremos condenados a vivir entre los Golem y los Frankenstein de los separatismos y de la “gente de orden”.

¿Os duele? Ya. A vosotros –a algunos, al menos–, os gustaría que vuestro nombre siga significando algo, que vuestro suelo siga siendo vuestro, que vuestra gente siga sabiendo quién es. Vosotros –algunos de vosotros– seguís queriendo tener algo a lo que poder llamar “patria”. Bien. Pues abandonad toda esperanza de resurrección. Vuestra única opción es una metamorfosis. Tenéis que cambiar no sólo de piel, sino también de órganos. Porque esta España sin nombre, sin identidad, sin hijos, sin dioses y sin tierra no va a ninguna parte. Está muerta. Y no, no la resucitará un poema.

¿Cómo lograr la supervivencia de España? "Hay que construir poder"

¿De verdad queréis que esto –vuestro nombre, vuestro suelo, vuestra gente– siga existiendo? Bien, pues yo os daré la receta: construid poder, que es la llave de la Historia. Nadie ahí arriba, donde se toman las grandes decisiones, ignora cómo se hace eso. Construir poder no es invadir Portugal. Construir poder es buscar tu independencia energética, favorecer una acumulación de capital que te permita lanzarte a grandes proyectos de desarrollo, promover tu industria más puntera, evitar que tu riqueza esté en manos de otros, asegurar tu autosuficiencia alimentaria. Dar a tu gente una formación excelente, tener hijos que garanticen el reemplazo demográfico, estimular a tu sociedad para que sea activa y creativa, proteger eficazmente hasta al último de tus ciudadanos garantizándole trabajo, educación, salud y alimento dignos. Cultivar la propia identidad para fortalecer el sentimiento de comunidad nacional, combatir a los que intentan romper el conjunto, que tus armas estén a tu servicio y no bajo la voluntad de terceros. Obrar de tal modo que tu socio te respete y tu enemigo te tema, como obran todos los países que en el mundo pintan algo. Todo eso puede –debe– hacerse en democracia, en paz y en libertad. Pero en España, en los últimos años, y en nombre de la democracia, la paz y la libertad, hemos hecho todo lo contrario: hemos renunciado a cualquier forma de poder nacional. Y el resultado, hoy, es que nuestra paz, nuestra libertad y nuestra democracia empiezan a ser simples caricaturas.

Ya sé que no es esto lo que la mayoría queréis oír. ¡Da tanta fatiga!, ¿verdad? ¡Tener hijos…! ¡Reducir deuda pública…! ¡Reconducir la educación a la disciplina…! ¡Construir poder…! Todo eso requiere una energía, una tensión y una voluntad que ya pocos quieren reencontrar. Es mucho más amable, claro que sí, seguir hozando en el lodazal de nuestra descomposición, cuyo hedor casi ni percibimos gracias a los densos sahumerios de la telebasura, el fútbol patrocinado por jeques wahabistas y el discurso adormecedor de una clase política que, caciquil, sólo vela por mantener sus densísimas redes clientelares. Es mucho más amable resignarse a esa ideología de la rendición, de la claudicación, que lleva tantos años masajeándonos las conciencias: olvidad quiénes sois –¡tan malos…!–, disfrutad de vuestro bienestar artificial, acoged al terrorista de antaño, no tenséis las cosas, dejaos consolar por el discurso sentimental con el que se envuelve el poderoso. Después de todo, es por vuestro bien.

¿No queréis eso? Pues bien, la decisión es vuestra: o metamorfosis o muerte. No hay más.

Antonio Gramsci, triunfar después de morir. Pedro Fernández Barbadillo.

"Muy buen artículo de Pedro Fernández Barbadillo".

En 2008, se produjo una polémica en Italia cuando el arzobispo Luigi de Magistris aseguró que el intelectual comunista Antonio Gramsci había aceptado recibir los últimos sacramentos durante su agonía, en 1937. La familia y la fundación que custodia su nombre lo negaron.

Si ese último acto existió, sólo lo sabe, a fin de cuentas, Dios, pero de haberse producido no dejaría de constituir una asombrosa paradoja, ya que Gramsci (1891-1937) trabajó contra el Todopoderoso y su Iglesia.

Por ejemplo, celebró la aparición del Partido Popular de Dom Sturzo en 1919, porque su propia dinámica emanciparía a los militantes que encuadrase de la dependencia intelectual del clero. Así lo escribió en Ordine Nuovo (1-XI-1919):


...se convertirán en hombres en el sentido moderno de la palabra, hombres que extraen de la propia conciencia los principios de su acción, hombres que rompen los ídolos, que decapitan (sic) a Dios.

Por ello, resalta el filósofo italiano Augusto del Noce (cuya obra cumbre, El suicido de la revolución, todavía no se ha traducido al español), Gramsci siempre tuvosimpatías por el modernismo católico, condenado por el Pío X: era una fuerza que debilitaba a la Iglesia y permitía que el PC la sustituyera.

Dos antiguos socialistas enfrentados

Antonio Gramsci nació enfermo de tuberculosis osteoarticular, que impidió su crecimiento, en Cerdeña. La pobreza de la familia, agravada con el encarcelamiento del padre por corrupción, le impidió seguir la enseñanza secundaria durante unos años. Una vez que el padre recuperó la libertad, concluyó el liceo. En 1911, ganó una beca en Turín para asistir a la Universidad. Empezó a militar en el socialismo. Cuando estalló la Gran Guerra, se opuso a la participación de Italia, en lo que chocó con otro socialista, Benito Mussolini.

Triunfante la revolución bolchevique, Gramsci participó en las agitaciones de la posguerra (ocupaciones de fábricas y huelgas). Se adhirió a los planes de Moscú y con otros socialistas se escindió en 1921 para fundar el Partido Comunista. En octubre de 1922, Mussolini, que también había abandonado el socialismo para fundar otro, el Partido Nacional Fascista, realizó la Marcha sobre Roma. El rey Víctor Manuel le encargó la formación de Gobierno y la Cámara de Diputados le dio su confianza por amplia mayoría.

Gramsci se opuso desde la Cámara (fue elegido diputado en 1924) a la implantación de la dictadura fascista, pero no por ideales democráticos, sino porque él quería la dictadura comunista.

Un atentado frustrado contra su vida, realizado en Bolonia en octubre de 1926, dio la excusa a Mussolini para disolver los partidos de la oposición. A Gramsci se le encarceló y luego condenó a veinte años de cárcel por conspiración, incitación al odio de clase e instigación de la guerra civil.

Stalin, que ya se había hecho con el poder total, abandonó a sus camaradas italianos. El régimen fascista fue uno de los primeros gobiernos europeos en reconocer a la URSS (1924). Ambos países mantuvieron relaciones amigables hasta 1935.
Abandonado por sus propios camaradas

Como dice Stanley Payne (Historia del fascismo):


Comparada con las dictaduras importantes del siglo XX, la de Mussolini no fue ni sanguinaria ni especialmente represiva.

En caso de haber triunfado Gramsci, seguramente habría matado a Mussolini, como lo habían hecho con todos sus enemigos políticos los modelos del sardo: Lenin y Stalin. En cambio, el duce encarceló a Gramsci en un régimen no muy severo y éste obtuvo papel para escribir y mantuvo correspondencia con su familia.

Pero los enemigos de Gramsci no estaban sólo en el Gobierno, sino, también, entre sus camaradas. Debido a sus opiniones heréticas dentro del marxismo escolástico y a su sometimiento a la disciplina carcelaria, los demás comunistas rompieron relaciones con él.

Otro apparatchik encarcelado, Giovanni Lay describió (Vida de Antonio Gramsci, de Giuseppe Fiori) el ambiente contra el elemento díscolo:


...las discusiones entre los camaradas en las celdas (…) demasiado a menudo a ni parecer, descendían al nivel del chisme e incluso de la calumnia, con apreciaciones personales sobre Gramsci que a veces llegaban a la denigración.

En semejantes reuniones de célula, se le arrancaban los galones de comunistas y se le calificaba de "socialdemócrata", que era como si el Comité de Salud Pública llamase a un jacobino "reaccionario". Varios camaradas, prosigue Lay, propusieron que "había que expulsarlo del colectivo paseo del patio".

En esas circunstancias, como escribió Aquilino Duque en uno de los mejores ensayos divulgativos sobre Gramsci (El fascismo de Gramsci, recogido en El suicidio de la modernidad):


No deja de ser admirable que un hombre derrotado en la lucha política y rehuido por sus camaradas de cautiverio, encontrara la fuerza interior de desarrollar un pensamiento que, con el tiempo, muerto él ya, había de tener una insólita fortuna.

Las 2.848 páginas de los 32 cuadernos que las autoridades entregaron a su familia, junto con juicios, opiniones y análisis escritos por Gramsci sobre diversos temas, contenían una nueva interpretación de la teoría marxista para la conquista del poder por los partidos comunistas.

Los textos empezaron a publicarse en 1947. La muerte de Gramsci y sus ideas le ganaron gran popularidad, y los mismos que antes le habían hecho la autocrítica le reivindicaron a partir de los años 50. En España lo introdujeron Manuel Sacristán y Jordi Solé Tura.

Su pensamiento y su táctica se encuentran también en el eurocomunismo, la moda política que presentaron los PC de España, Italia y Francia para engañar a los incautos en los años 70 del siglo pasado. Y también en Podemos y la extrema izquierda renovada.
Guerra de posiciones en la cultura

Gramsci, por un lado, reinterpreta conceptos como la sociedad civil y, por otro, introduce otros nuevos, como la hegemonía cultural, el intelectual orgánico y el bloque hegemónico. Además, altera la relación entre la infraestructura, las relaciones de producción, y la superestructura, el conjunto de elementos y relaciones religiosas, jurídicas, sociales y políticas de las sociedades.

Según la teoría marxista, la infraestructura, cambiante en cada época histórica, determina la superestructura; y en ésta no se producirán cambios mientras aquélla no evolucione.

Gramsci reflexiona sobre los pocos años de comunismo y sus contradicciones con la ortodoxia: triunfo en un país atrasado, recurso a principios capitalistas para sobrevivir (la Nueva Política Económica de Lenin) y fracaso en los países industrializados, en concreto en Italia.

En su obra de Gramsci, propone que los intelectuales (todos los que desarrollan funciones organizativas en la sociedad, desde oficiales, profesores y sacerdotes a ejecutivos y capataces) orgánicos (al servicio del Partido, moderno Príncipe) se enfrenten a los intelectuales tradicionales en el terreno de la superestructura para conquistar la cultura en el sentido más amplio (no sólo la religión y la política, sino las ideas, las legitimidades y los modos de entender la realidad). Los intelectuales librarán una guerra de posiciones, que es la figura que emplea, por las almas simples.

De triunfar los intelectuales orgánicos, el Estado se debilitará al faltarle el apoyo de la sociedad civil y acabará en poder comunista, no con una ruptura brusca, sino después de un largo proceso de consunción.

A continuación nacerá un bloque histórico, la unidad entre el Partido y el pueblo. No será necesaria la fuerza para mantener esa unidad, ya que el consenso será el único cemento. Como explica Del Noce, no habrá necesidad de campos de concentración porque todos pensarán lo mismo, "irreversiblemente".

El modelo al que recurre Gramsci es el de la Compañía de Jesús, también ejemplo de la praxis gramsciana: los jesuitas han pasado en unas décadas de ser una fuerza influyente y poderosa, bestia negra de la izquierda, a ser una asociación envejecida e irrelevante, de la que la izquierda sólo se acuerda para reírse de ella. Uno de los más conocidos expertos españoles en la vida eclesiástica, Francisco José Fernández de la Cigoña, asegura que al poco de cerrarse el Concilio Vaticano II (1958-1963) había en el mundo en torno a 36.000 jesuitas; hoy son menos de 17.000.

El fascismo, subraya Duque, no pudo realizar su destino totalitario porque la Iglesia lo impidió. Por eso, añado yo, la decadencia de ésta y su aceptación de lo políticamente correcto constituyen una amenaza para la libertad de los hombres.
El PCI, de partido leninista a partido gramsciano

Del Noce explicó la implantación del PCI y su crecimiento en los años 60 y 70 porque no era un partido leninista, sino un partido gramsciano: no quería ocupar el Estado, sino la sociedad civil, es decir, la enseñanza, el cine, los periódicos… La Democracia-Cristiana y el Partido Socialista seguían agarrotados por esquemas anteriores a la guerra mundial.

Otros factores que coadyuvaron al éxito del PCI fueron el auge del catolicismo progresista cuyo primer elaborador fue Emmanuel Mounier, animado por el Concilio Vaticano II; y la que Del Noce llama colaboración "no desinteresada" de la "burguesía radical-progresista que ante las palabras modernidad o modernización y otras semejantes se siente invadida por un temblor casi religioso, como si se tratara de la aparición de una diosa a quien se le deben esos ritos que toman el nombre de liberación de tabúes".

Porque la actual lucha ideológica en Occidente no está basada (exclusivamente) en hechos económicos; el derrumbe del socialismo real y de su guardiana, la URSS, no ha afectado a la izquierda. Después de unos años de perplejidad, esta izquierda se ha reorganizado y se presenta con nuevas propuestas, nuevos mensajes, nuevos eslóganes.

Cuando no hay obreros ni campesinos, la lucha de clases se ha sustituido por la guerra de generaciones, de sexos y de razas. La transformación del sexo en género indica quién está ganando.