miércoles, 20 de febrero de 2013

El Jefe Político. El Caballero Audaz

Hace bastantes años compré una novela titulada el Jefe Político escrita por el caballero audaz, o lo que es lo mismo, José María Carretero.

José María Carretero fue un escritor popularísimo nacido en 1887 y fallecido en 1951. Aunque fue más conocido como el Caballero Audaz. Autor prolífico donde los haya, además de gran entrevistador. Sus entrevistas fueron famosísimas y entrevistó a un gran y variopinta cantida de personajes. Desde Hiltler, Blasco Ibañez, pasando por Perez de Ayala y terminando en Trotski.

Sus entrevistas se admiran por su calidad y son imprescindible para el estudio y comprensión de la historia.

Como novelista quiero resaltar esta novela, que me parece extraordinaria. La historia gira en torno a Leopoldo Quintana y sus ambiciones políticas. Desde sus comienzos como diputado provincial hasta lo más alto. La novela está ambientada en la Restauración y a través de sus páginas podemos ver el ambiente generalizado de corrupción existente en aquella época (vemos que la corrupción no es exclusiva de nuestra época).

Se lee de un tirón, está muy bien escrita, no se hace pesada para nada, la descripción de los personajes es tan cristalina que desde un primer momento captamos la naturaleza de cada uno, lo que permite tener una comprensión absoluta del mensaje que nos quiere transmitir el autor.

Amor, odio, celos, ambición, paciencia, maldad, avaricia, todos estos componentes están presentes en una de las mejores novelas que he leído hace bastante tiempo.

Espero que todos aquellos que la lean disfruten tanto que lo he hecho yo con su lectura.

martes, 19 de febrero de 2013

La España inteligible. Julián Marías


Hoy traigo la recomendación de uno de los mejores libros que he leído sobre la historia de España. No es una historia de España, sino una interpretación, o mejor dicho, la razón histórica de las españas.

En el siguiente artículo, el propio Julián Marías explica su libro mejor de lo que yopodría hacer, por lo que lo único que me resta es animar a leer este libro.


"Hace quince años, en 1985, publiqué un libro por el que siento cierta predilección: España inteligible.No es que sea mi «mejor» libro –esto no tendría demasiado sentido–, pero es acaso el que ha ayudado más a que los españoles se entiendan a sí mismos. Tiene un subtítulo: «Razón histórica de las Españas», porque desde 1500 España es inseparable de América y el resto del mundo hispánico.
Este libro se ha leído bastante: diez ediciones en español, traducciones al inglés y al japonés. No se ha hablado demasiado de él, lo que puede ser explicable. Lo que me sorprende es la escasez de comentarios a su título. Dije que el libro cumple lo que el título promete: inteligibilidad. Por lo visto, esta noción irrita; se prefiere la idea de que España es un país «anormal», conflictivo, irracional, enigmático, un conglomerado de elementos múltiples y que no se entienden bien.
Mostré que España es coherente, más razonable que otros países, en suma, inteligible si se lo mira desde su génesis, sus proyectos, su argumento histórico. Como se ha decretado lo contrario, hay una manifiesta resistencia a mirar la realidad y tomarla en serio. Lo inaceptable es el título, que va contra las ideas recibidas y aceptadas sin crítica, aunque la experiencia las desmienta. Todo antes que admitir que se entienda lo que ha acontecido, que se comprenda un proceso histórico excepcionalmente coherente si se lo mira con la razón histórica y no con la razón abstracta; es mucho pedir que se mire la historia con mirada histórica, humana. Se trata de un caso particular de la evidente resistencia a mirar como personal la realidad humana, aunque sea al precio de no entenderla, de suplantarla por las «cosas» o, en el caso más favorable, por lo biológico, lo meramente animal. Si se considera casi todo lo escrito sobre cuestiones humanas en los dos últimos siglos, asombra el deliberado olvido de los caracteres personales, irreductibles a ninguna otra forma de realidad: no hay ningún «eslabón» ambiguo, equívoco, en que sea dudosa la condición humana, identificada con lo personal. Hay que refugiarse en el pasado imaginario para alojar en él lo que no existe en la realidad actual.
Se repiten monótonamente todos los tópicos acumulados sobre España durante varios siglos. Casi nadie se atreve a considerar la realidad y la interpretación fundada en su examen. El reconocer que las cosas no son como se dice parece a muchos una «infidelidad». Habría que preguntar a qué. He insistido a veces en la «fragilidad» de la evidencia, que se descubre y entrevé un momento y se pierde pronto por la presión del hábito. La idea de que España pueda ser «normal», una realidad colectiva humana y por tanto inteligible parece una «herejía».
Lo verdaderamente innovador e interesante es que habría que dar un paso más en la misma dirección. No solo España ha sido y es inteligible, sino también otros pueblos a los que se les ha atribuido esa condición sin suficiente motivo y sobre todo sin atender adecuadamente a su realidad y a los métodos que reclama. Quiero decir que otros países son más inteligibles de lo que se piensa, porque tampoco se los mira con los instrumentos mentales necesarios. Habría que intentar una revisión histórica de los demás países; creo que se aumentaría considerablemente su nivel de inteligibilidad, de racionalidad.
¿Podría extenderse este criterio de todos los pueblos? No lo creo así. Los pueblos procedentes de una herencia histórica que es la nuestra y que incluye el mundo helénico y el romano han conservado la continuidad y la pretensión de inteligibilidad. Por eso sus historias presentan, a pesar de azares, errores, violencias y crisis, que pueden ser graves y duraderas, algo que se puede entender y narrar; dicho con otras palabras, han realizado una historia que es susceptible de ser narrada, aunque en etapas bien distintas.
En otros casos la continuidad ha sido mucho menor, la inestabilidad de las poblaciones, la complejidad étnica, la ausencia de proyectos coherentes, el carácter precario y vacilante de su expresión, hace sumamente difícil esa inteligibilidad, precaria, vacilante. Finalmente, hay y por supuesto ha habido durante siglos o milenios, pueblos que sólo han poseído y conservado el mínimo de inteligibilidad que pertenece a lo humano, que sólo se encuentra en forma residual, como el grado inferior de la condición personal.
Vemos, pues, que la inteligibilidad, lejos de ser un privilegio de la condición histórica española, es la condición de lo humano y personal. Pero las diferencias de grado, forma y contenido pueden ser enormes. Para que esto se vea es menester una intensidad que lo haga perceptible. Lo curioso es que esto resulte particularmente evidente cuando se examina la historia española, objeto preferente de la imputación de conflicto e irracionalidad.
Pero las consideraciones que acabo de hacer descubren las diversas formas, las articulaciones y los límites de la historia. Podemos distinguir entre grados de ese carácter de todo lo humano que es la historicidad. Esto permitiría algo que no se ha hecho y que es una tarea apasionante: una tipología profunda y radical de las formas históricas. He mencionado apresuradamente tres niveles bien distintos, tanto que son irreductibles. En rigor, sólo desde los niveles superiores se puede percibir la forzosa historicidad.
Se ve igualmente la imposibilidad de una «historia universal» si no se ha llegado al descubrimiento de la inteligibilidad plena de algunas formas históricas. Solamente desde las formas superiores de inteligibilidad puede lanzarse una mirada al resto, y hallar así la universalidad de esa condición, aun en su grado ínfimo.
Todavía se suscita otra cuestión, cuyo interés teórico es del mayor alcance: en qué medida está ligada la noción de historia universal a la posibilidad de su realización, en la medida de las posibilidades reales. El hecho de que los griegos, los romanos y los españoles, en diversas épocas, hayan sido realizadores y teóricos de lo que podemos llamar «versiones» distintas de la historia universal llevaría a barruntar esa conexión. En otros ciclos humanos, ni la realidad ni el pensamiento parecen vinculados a la noción de historia universal.
Baste pensar un momento en estas cuestiones para recordar la complejidad y el apasionante interés de la condición histórica del hombre. Resulta inquietante, y sugestivo, darse cuenta de lo que falta para que esta condición de la vida personal se haya puesto adecuadamente en claro."

viernes, 1 de febrero de 2013

1643, La batalla de Rocroi.


En Rocroi nos dieron lo nuestro, pero aun despanzurrados y descoyuntados nosotros también les dimos lo suyo, exactamente hasta la última gota de sangre. Han pasado trescientos setenta años desde que las tierras de Rocroi fueran regadas tan generosamente por los nuestros con un derroche de vidas, valor y gallardía como pocas veces se han conocido.
Fue allá en Rocroi, entre Francia y Bélgica, sí, en las Ardenas, justo donde los norteamericanos se enfrentaran hace siete décadas con una terrible contraofensiva nazi, donde nuestros Tercios lo perdieron todo menos el honor y la gallardía. Hasta el último suspiro, cuando sus cuerpos ya estaban martirizados por heridas y magulladuras sin número, resistieron nuestros compatriotas, aquellos españolazos que a miles de kilómetros de su Patria (tanto la chica como la grande) consiguieron que con su sangre, su sudor y sus lágrimas (los hombres valientes no temen llorar) que en España no se pusiera el sol durante larguísimos y gloriosos años. Ardor guerrero legendario, que ni cuando se nos pusieron más que tiesas perdimos.
Pero el día no había amanecido, ni siquiera la del alba sería, cuando aquel 19 de mayo de 1643, y en la dicha Rocroi (que teníamos sitiada, prestos ya para el asalto) la gabachada innumerable se lanzó, cuentan que al hilo de las tres de la madrugada, contra nuestros paisanos.
Mandaba a los franceses Luis II de Borbón-Condé, Duque de Enghien, y a la tropa hispana el caballero de origen portugués Francisco de Melo, a la sazón entonces Capitán General de los Tercios de Flandes, que esperaba la llegada del apoyo de Jean de Beck. Durante seis larguísimas y dantescas horas, veintipicomil contra otros veintipicomil por cada lado, se clavaron picas, espadas, lanzas, hubo arcabuzazos, balas de cañón, caballos destripados, heridas espantosas, legiones de héroes sobre el polvo, mandoblazos, estacadas, puñadas y puñaladas, orina y barro... y una gigantesca legión de muertos por ambas partes. Pocos, aunque los hubo pero apenas ninguno con un apellido de los nuestros, rechazó aquel terrible envite de la Historia. Allí había que dejarse la piel y las entrañas y a fe que los españoles de aquellos Tercios memorables se la dejaron,

El cruel tablero de Rocroi

Pero pongámonos ya de una vez sobre cruel tablero de la terrible partida de Rocroi. Cuentan las crónicas que el flanco izquierdo franchutón lo comandaba La Ferté, que el centro lo capitaneaba L'Hôpital, y que a la derecha se situaba un tal Gassion. La retaguardia, a las órdenes del Marqués de Sirot.
Los nuestros pensaban en principio que los franceses se disponían a reforzar la ciudad y que al menos de momento no pensaban en una batalla a campo abierto. Así que nuestros paisanos colocaron a los temibles Tercios españoles en vanguardia, el privilegio que se habían ganado peleando como fieras durante décadas, mientras que los mercenarios valones y alemanes formaban la retaguardia dirigidos por el Conde Paul-Bernard de Fontaine, un tipo de Lorena, es decir, francés, de sesenta y seis años entonces, pero que servía al rey de España lo mejor que Dios le daba a entender.
En tanto, la caballería imperial se situaba en los flancos. El derecho, repleto de tropa alsaciana a las órdenes del Conde de Isenburg, mientras que la jinetería flamenca, mandada por el Duque de Alburquerque quedaba a la izquierda y, por delante de todos, la artillería.
Por supuesto y no siempre con lealtad, a lo largo de los siglos se han escrito crónicas y cronicones de esta batalla. Se ha dicho y escrito de todo, pero el transcurso de la Historia ha ido aclarando muchas cosas y dando las pistas suficientes para que hoy se pueda construir bastante aproximadamente el relato de aquella carnicería.
Los franceses encabalgaron, picaron espuelas y se lanzaron al galope con fuerza nutrida contra nuestra ala derecha. Se las veían muy felices, banderas al viento, espadas afiladas en la noche, pero de pronto dieron con una nutrida hueste de arcabuceros imperiales envalentonados sobre una pequeña colina. La pólvora española cayó como un rayo sobre la caballería francesa, haciéndole importantes desperfectos. Para rematarlos llegaron al galope los centauros flamencos mandados por Alburquerque, que tras repartir sablazos y lanzadas se lanzaron hacia la artillería gabacha a la que robaron varias piezas.

Estrategas a posteriori

Cuentan expertos estrategas (a sabiendas y a posteriori, claro) que tal vez entonces, desorganizados y maltrechos los franceses, nuestro jefe, el tal Melo, debió jugarse entonces el todo por todo y dar cumplido finiquito del enemigo. Pero no lo hizo, mientras sí que anduvo presto y atinado el jefe de los galos, Enghien, que supo restablecer el orden en sus líneas y pasar al contraataque y consiguió hacer mucho mal entre nuestra gente.
Muchos españoles dejaron allí mismo esta tierra, otros se retiraron a toda la velocidad que les permitieron sus fuerzas, mientras el Duque de Alburquerque resistía al frente de sus jinetes como un toro, que ese apellido siempre ha sido de confianza y de genial cabalgar como mucho tiempo después demostraría en nuestros hipódromos uno de los herederos de este Duque, el también Duque de Alburquerque, decimoctavo de la estirpe, genial jinete llamado Beltrán de Osorio, y a la sazón fiel escudero de Don Juan de Borbón durante toda su vida.
Pero hora es de volver al campo de martirio de Rocroi, allí donde Marte quiso vestir sus mejores pero siempre siniestras ropas de combate.
El siguiente y terrible embate de los franceses comandado por Gassion vino a dar contra buena compaña de nuestra leal infantería en forma de varios escuadrones. La lucha fue cuerpo a cuerpo y hasta diríamos que alma contra alma. En ella se nos fueron un buen puñado de españoles de a pie, de corazón sublime, y también algunos de sus capitanes, como el Conde de Fontaine y oficiales como el Conde de Villalba y Antonio de Velandia, denodados comandantes de Tercio hasta ese día que firmaron el último contrato, el que se sella ante la Parca, en aras de la amada España.
Las cosas se estaban poniendo más que feas en nuestro costado izquierdo y el propio general en jefe, Francisco de Melo, se lanzó al galope hacia allí a fin de recomponer la situación, mientras los franchutes caían sobre la retaguardia española, nutrida de alemanes y valones, y producían en ella un gigantesco escarmiento. Heridos, muertos, prisioneros componían un gigantesco cambalache de espanto.
Ya no quedaba zona en el campo de Rocroi donde no se combatiera hasta el último aliento. Franceses y españoles demostraban sobre el campo con su sangre y con sus generosísimas agallas porque eran naciones a las que temer cuando hay una zurra de por medio. Allí, en Rocroi, hasta los jefes caían prisioneros, como el gabachón de La Ferté. Otro de los comandantes principales, La Barre, pasó allí mismo a mejor vida, mientras L’Hôpital también resultaba herido y el propio Capitán General en aquel día, Enghien, no daba abasto para poder animar a su tropa, ahora aquí, luego allá, luego acullá. Pero por muy españoles que seamos, y no olvidemos nunca lo del Dos de Mayo, hay que reconocer que aquel franchute de Enghien los tenía bien puestos.
Y no pequeños. Se la jugó en aquel momento de la batalla. Tiró de las bridas de lo que le quedaba de caballería y allí que se fue contra los adentros del ejército español, hincándole una terrible colmillada en su centro y aislando de paso a los Tercios españoles de los aliados extranjeros. Estábamos jodidos. La caballería de Isenburg, desparramada, los Tercios italianos huyendo en desbandada y Melo, que desde luego no tuvo su día, esperando que llegaran los supuestos refuerzos mandados por Beck, que tampoco sale muy bien parado de esta mañana, pues algunos cuentan que llegó a tiempo pero al enterarse de que las cosas iban de mal en peor no se metió en faena, mientras otros aseguran que apareció en la lid cuando ya nada se podía hacer.

A Melo lo pillan in fraganti

A Melo casi lo pillan in fraganti los franceses, aunque pudo cobijarse junto a una tropa de un Tercio italiano que no hacía otra cosa que salir por piernas cada vez que aparecían los gabachos. Los nuestros, mientras tanto, reunieron las pocas huestes que quedaban más o menos ilesas, pero llenas la mar de los casos de costurones, tajos, golpazos, y se unieron formando un gran rectángulo con las picas trabadas y los mosquetones preparados, unidos en un solo cuerpo como ya hicieran las falanges macedónicasmuchos siglos atrás. A las primeras y mientras fue posible tiraron de la mosquetería y resquebrajaron los primeros ataques franceses, hasta el punto de que casi le destapan la sesera al generalísimo Enghien, que recibió un disparo en la coraza y besó el suelo de Rocroi, pues su caballo quedó allí mismo hecho trizas.
Reconozcamos que también la gabachada estuvo a la altura de las circunstancias, y a pesar de la bravura de nuestros compatriotas volvían a la carga una y otra vez. Erre que erre. Y allí ya no se hablaba de pólvora, arcabuces ni mosquetes. Había llegado la hora de que el acero dirimiera quién había de llevarse la victoria. Cuerpo a cuerpo, cuchillada va, estocada viene, españoles y franceses se mataron a conciencia. Tras varios asaltos y acometidas, tan solo quedaban en pie algunos veteranos de los Tercios de Garcíez y Villalba, que ya, con las armas melladas, se defendían a mordiscos, hincándole las ponzoñosas dentaduras a cualquier cosa que por allí oliera a francés. Sin embargo, llegaba el final.
Y sobre este punto, los historiadores, cuatro siglos después, aún siguen discrepando. Parece ser no obstante que el astuto Enghien ofreció una negociación honrosa a nuestra gente, antes de que las cosas pudieran darse la vuelta por la llegada de los refuerzos. Se asegura que generoso, el adalid francés ofreció respetar la vida y libertad de los todavía supervivientes, dejarles ondear sus banderas y portar sus armas, e incluso si querían tomar el camino de la amada España tenderles un puente de plata.

Sin cañones, pero al pie del cañón


Algunos de los nuestros aceptaron. Pero otros no y siguieron al pie del cañón, aunque cañones, lo que se dice cañones, no nos quedaba ni uno. Finalmente, tuvieron que rendirse pero no perdieron el honor ni el orgullo, y los franceses siguieron fieles a sus generosas ofertas de rendición. Cinco mil de los nuestros ya nunca volverían a ver nuestro sol, ni nuestra tierra, para siempre quedaron, desaparecidos pero inmortales, en las arenas de Rocroi. A pesar del destrozo, los Tercios todavía darían mucha guerra, y obtendrían victorias resonadas y resonantes como la de Valenciennes, también ante el francés.
Para la historia, quizá mejor para la leyenda, ha quedado la respuesta de un superviviente de los nuestros cuando fue preguntado por un oficial francés sobre la cuantía de nuestra gente en Rocroi. «Contad los muertos», le contestó aquel español gallardo, honroso hasta en las últimas. Zurramos y nos zurraron. Perdimos la batalla, sí, pero no perdimos la vergüenza.
Manuel de la Fuente.