martes, 26 de abril de 2016

EL ESTALLIDO DE LA GUERRA DE 1914. Ernst Jünger.

Me gusta recordar las semanas anteriores a la guerra; se caracterizaron por una atmósfera de euforia y laxitud como la que suele preceder a las tormentas de verano. La actitud de la gente era más franca y despreocupada de lo normal, pero sus ocupaciones seguían discurriendo por los cauces habituales. Por eso, y no obstante lo que estaba ocurriendo, tampoco mi familia dejó de emprender, como todos los años, el habitual viaje de veraneo hacia la isla de Juist.


Esta vez no había acompañado yo a mis padres y hermanos; me había quedado en nuestra solitaria casa a fin de preparar con calma el examen final de bachillerato. Sentía deseos de librarme pronto de los bancos escolares, que me resultaban cada vez más agobiantes. Por mi modo de ser tendía hacia una amplitud y libertad vitales que presumía, sin duda con razón, que eran irrealizables en la aburguesada Alemania. Un año antes había intentado ya un golpe de fuerza; me había escapado de casa al amparo de la noche, para correr aventuras por el mundo. Como les suele suceder a los fugitivos adolescentes, muy pronto fui devuelto a casa. Mi padre, hombre de sentido práctico, había cerrado un pacto conmigo; primero haría el examen final de bachillerato y luego me dedicaría a recorrer el mundo a mi gusto y capricho. Esta agradable perspectiva espoleaba considerablemente mi diligencia.


Había realizado ya grandes progresos en mis estudios cuando, hacia el final de las vacaciones escolares, en aquel día de agosto tan henchido de significado, subí al tejado de nuestra granja; aquel edificio había sido pasto de las llamas el año anterior y ahora estaban reparándolo. Allí se encontraba trabajando Robert Meier, nuestro jardinero, acompañado de un obrero desconocido para mí, que nos había enviado por algunos días una empresa fabricante de cubiertas de tejado a prueba de fuego. Mientras aquellos dos hombres clavaban en los cabrios los tableros de la cubierta, yo les hacía compañía y charlaba con ellos.


Desde aquel tejado se podía divisar en toda su amplitud el antiquísimo paisaje de llanuras en que estaba situada nuestra casa. Hacia el este, cerraba el horizonte un lago de grandes dimensiones llamado el Mar de Steinhude; hacia el oeste, la mirada se perdía en una extensa zona pantanosa en la cual, según contaban viejas tradiciones, un ejército de Germánico había sufrido un descalabro. Por el sur penetraban en la llanura las últimas estribaciones de los montes del Weser; y hacia el norte se extendía la planicie por los páramos de Nienburg, sembrados de oscuros bosques de pinos. El campo de visión abarcaba, pues, todos los elementos de este paisaje que yo sentía como mi verdadera patria.


Sentados en el tejado, que los rayos del sol habían recalentado, nos hallábamos entregados a nuestra charla, cuando pasó por la parte de abajo, montado en su bicicleta, el cartero, tal como solía hacer siempre a aquella hora. Sin bajarse, nos gritó estas tres palabras: «¡Orden de movilización!». Sin duda hacía ya horas que el telégrafo estaba difundiendo incesantemente esas mismas palabras por todos los rincones del país.


El tejador acababa de alzar el martillo para dar un golpe. Detuvo su movimiento y con toda suavidad depositó la herramienta sobre el tejado. En ese instante entraba en vigor para él un calendario diferente. Había cumplido ya el servicio militar y en los próximos días tendría que presentarse a su regimiento. Meier pertenecía a la reserva de reemplazo y también para él era inminente el llamamiento a filas. Yo tomé la resolución de participar en la guerra como voluntario, decisión que adoptaban a aquella misma hora centenares de miles de hombres.


Nuestro pequeño y pacífico grupo se había convertido de golpe en un grupo de soldados, y eso mismoocurría en todos los sitios de Alemania en que estuviesen reunidos unos cuantos hombres. Recogimos las herramientas y acordamos tomar un trago en la aldea. Cuando llegamos ante el ayuntamiento vimos que ya estaba expuesta en el tablón de anuncios la orden de movilización. En la taberna no se notaba ninguna excitación especial — al campesino de la baja Sajonia le es ajena la exaltación, su elemento propio es la tenaz fuerza de la tierra. No regresamos a casa hasta bastante tiempo después; mientras caminábamos por la solitaria carretera íbamos cantando la hermosa canción que dice:


Auf auf Kameraden von der Infanterie,
es gilt für unser Leben...
[Arriba, arriba, camaradas de la infantería,
hemos de luchar por nuestra vida... ]


Mis padres regresaron al día siguiente; todos los lugares de veraneo se habían quedado vacíos de repente. Por la tarde fui en tren a Hannover para inscribirme en un regimiento. De vez en cuando veía junto a los raíles unos peleles rellenos de paja que se bamboleaban al viento. Los guardavías habían colgado al zar Nicolás.


Por la Plaza de Ernesto-Augusto pasaba desfilando un regimiento que marchaba al frente. Los soldados cantaban, entre sus filas se habían introducido señoras y muchachas y los adornaban con flores. Desde entonces he visto muchas multitudes arrebatadas de entusiasmo; ningún otro ha sido tan hondo y poderoso como el de aquel día.


A la mañana siguiente me dirigí al cuartel del 74° Regimiento de Infantería, que encontré sitiado por millares de voluntarios. Era completamente imposible avanzar dentro de aquella muchedumbre. Por fin al tercer día conseguí llegar hasta el 730 Regimiento de Fusileros; allí me declararon apto y me apuntaron en las listas. Una vez resuelto el problema de mi inscripción, un escribiente me gritó, cuando ya me marchaba:
—¿Y usted qué es? ¿Está en el último curso de la enseñanza media? ¿Quiere hacer también el bachillerato?


En medio de la agitación en que me encontraba se me había olvidado del todo aquella cuestión, que tampoco me parecía ya tan importante. De todos modo hice que me extendieran un certificado, y así fue cómo durante cinco días sufrí, junto con otros compañeros de infortunio, una serie de exámenes escritos y orales. Como es natural, las pruebas fueron fáciles; en realidad resultaba menos difícil aprobar que suspender. Aun así, hubo entre nosotros un ave de mal agüero que logró realmente esto último. Una vez que me matriculé en la universidad de Heidelberg, quedé libre de toda clase de preocupaciones.


Durante las semanas siguientes me despertaba de muy buen humor por las mañanas — en especial cuando la noche anterior había estado soñando que aún no tenía aprobado el examen final de bachillerato. En realidad sólo había una cosa que me desazonaba; me llenaban de angustia las noticias que los periódicos traían acerca de nuestras victorias. Según ellos, algunas patrullas de la caballería alemana habían divisado ya las torres de París; si las cosas continuaban progresando de ese modo, ¿qué iba a quedar para nosotros? Pues también nosotros queríamos oír el silbido de las balas y vivir esos instantes que cabe calificar como el bautismo propiamente dicho del varón.


La ansiada orden llegó por fin; el 6 de octubre debía presentarme en el cuartel. Las semanas de instrucción transcurrieron con rapidez; pasaba los días en el páramo de Vahrenwald o en la Plaza de Waterloo; las noches, como es natural, con buenos camaradas o con una chica. Aprendí a disparar y desfilar y entablé también conocimiento con la disciplina prusiana. Y si bien es cierto que al principio choqué violentamente con ella, con todas y cada una de sus normas, le debo más que a todos los maestros de escuela y a todos los libros del mundo.


De repente, el 27 de diciembre nos pusieron en estado de alerta; el frente nos estaba aguardando.
Cargados con un pesado equipaje y, sin embargo, eufóricos como en un día de fiesta, desfilamos hacia la estación del ferrocarril. En el bolsillo de mi guerrera había guardado una libreta delgada; estaba destinada a mis anotaciones diarias. Sabía que nunca más volverían las cosas que nos aguardaban y me encaminaba hacia ellas con suma curiosidad. También tendía, por mi propia manera de ser, a observar las cosas; desde muy pronto sentí predilección por los telescopios y los microscopios, instrumentos con que se ve lo grande y lo pequeño. Y entre los escritores admiraba desde siempre a los que, además de poseer unos ojos agudos para todo lo visible, se hallaban dotados también de un instinto para lo invisible.


Cuando llegó el tren comenzaba a oscurecer. Entre cánticos nos sumergimos en la noche. Cuando con luces y ruidos pasábamos rodando junto a las aldeas y las solitarias casas de labor, sin duda los padres que allí estaban sentados a las mesas con sus hijos decían:
—Son soldados. Marchan a la guerra.
Y tal vez los niños preguntaban:
—¿La guerra... ? ¿Qué es eso?

martes, 19 de abril de 2016

Miguel de Cervantes: la decepción del caballero andante. José Javier Esparza.

Sobre el linaje y nacimiento de Miguel de Cervantes hay una ancha controversia, así que limitémonos a consignar lo más probable. Nuestro hombre habría nacido en el día del arcángel San Miguel(29 de septiembre) de 1547 y fue bautizado en Alcalá de Henares diez días después. Sus padres eran Rodrigo de Cervantes, cirujano, y Leonor de Cortinas. Se ha especulado mucho sobre su ascendencia judeoconversa. Eisenberg la da por segura. Canavaggio la niega. Miguel tenía tres hermanos mayores: Andrés, Andrea y Luisa, y otros tres menores: Rodrigo, Magdalena y Juan.

La familia se trasladó a Valladolid en 1551. El panorama no era fácil: el padre cayó en deudas y estuvo preso varios meses… Una herencia familiar les salvó de mayores males, pero los Cervantes vivían sin holguras. Se supone que Miguel cursó sus primeros estudios con los jesuitas. A los diecinueve años está en Madrid, en el Estudio de la Villa. Su profesor es el gramático y sacerdote Juan López de Hoyos, que debía de quererle muy bien, porque incluyó dos poemas de su joven alumno en uno de sus libros. Miguel, por su parte, descubre el teatro, que le fascina. Pero esa vida durará poco, porque enseguida nuestro hombre cambia de piel: se hará soldado.

El héroe de Lepanto

¿Por qué Cervantes se hizo soldado? En aquella época eran muchos los que entraban en filas buscando gloria, pero otros lo hacían por necesidad o por escapar de la Justicia. Hay quien dice que Cervantes, con veintidós años, hirió en duelo a un maestro de obras, como atestigua cierta providencia firmada por Felipe II contra un tal “Miguel de Cervantes”. Si ese es nuestro Cervantes, ésta habría sido la razón por la que pasó a Italia justo en esas fechas, aunque sobre ese duelo no hay ningún dato más. Lo que sí sabemos es que hacia 1570, en efecto, Cervantes aparece en Italia como parte del séquito del cardenal Julio Acquaviva. Se da por hecho que en Roma devoró los poemas de Ariosto y los diálogos amorosos de León Hebreo, un sefardita cuya idea neoplatónica del amor iba a influirle poderosamente. Pero ese periodo en el séquito del cardenal iba a durar muy poco, porque en 1571 don Miguel sienta plaza de soldado. Lo hace en el Tercio de Mar, la primera infantería de Marina de todos los tiempos. Cervantes sirve en la compañía del capitán Diego de Urbina, del tercio de Miguel de Moncada. Y la ocasión no puede ser más trascendental: una gran coalición cristiana, liderada por España y comandada por Juan de Austria, se dispone a frustrar los intentos turcos de invadir Italia. Será la batalla de Lepanto.

Era el 7 de octubre de 1571. La flota aliada desarboló a los musulmanes. Los barcos españoles e italianos habían salvado a la cristiandad. Y en una de las galeras españolas, la Marquesa, había combatido con mérito un hombre que resultó herido: nuestro protagonista. Así lo dirá pocos años más tarde un documento oficial: “Cuando se avistó la armada del Turco en esta batalla naval, el tal Miguel de Cervantes estaba malo y con calentura. Su capitán y otros amigos suyos le aconsejaron que quedara abajo, en la cámara de la galera. Y el dicho Miguel de Cervantes respondió que qué dirían de él, y que no hacía lo que debía, y que más quería morir peleando por Dios y por su rey, que no meterse so cubierta con su salud. Y peleó como valiente soldado con los dichos turcos en la dicha batalla (…). Y acabada la batalla, cuando el señor don Juan de Austria supo y entendió cuán bien lo había hecho y peleado Miguel de Cervantes, le aumentó cuatro ducados más de su paga. De dicha batalla naval salió herido de dos arcabuzazos en el pecho y en una mano, de lo cual quedó estropeado de la dicha mano…”.

Cervantes salió como un héroe de “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”, que así definirá en El Quijote la batalla de Lepanto. El apodo de “el manco de Lepanto” deriva de aquella ocasión. No es que le amputaran la mano, sino que perdió el movimiento del miembro por el destrozo en el tejido nervioso. Por otra parte, aquello no puso fin a su carrera militar. Después de pasar seis meses en un hospital de Mesina, volveremos a encontrarle en la expedición naval de Navarino y en las batallas de Corfú, Bizerta y Túnez, entre 1572 y 1573. Sirve bajo la bandera del capitán Manuel Ponce de León, en el regimiento de Lope de Figueroa. Más tarde recorrerá, siempre como soldado, Sicilia, Cerdeña, Génova, la Lombardía y Nápoles. Y fue al volver de Nápoles cuando le ocurrió lo peor que podía ocurrirle: cayó preso de los moros. Una flotilla de piratas berberiscos asaltó su galera a la altura de Rosas, en Gerona. Con Miguel fue capturado su hermano Rodrigo, también soldado.
De un cautiverio a otro

Los cautivos fueron llevados a Argel, plaza en poder de los turcos. Durante cinco años nuestro protagonista sufrió un penoso encierro con frecuentes periodos de castigo. Héroe en la guerra, Cervantes supo serlo también en el cautiverio. Cuatro veces intentó huir, y las cuatro fue delatado por algún traidor. Si le mantuvieron vivo fue porque, en el momento de su captura, se le habían encontrado unas cartas de recomendación de don Juan de Austria, lo cual hizo pensar a los piratas que se trataba de alguien por quien sería posible obtener un sustancioso rescate. Se puso precio a su cabeza: 500 escudos de oro, una fortuna. Y eso sin contar con el rescate que se pedía por su hermano Rodrigo. ¿Quién podía reunir semejante cantidad? La madre de los Cervantes hizo cuanto pudo por allegar el dinero. Sólo hubo suficiente para Rodrigo. Miguel permaneció preso. Ante sus reiterados intentos de fuga, los turcos decidieron trasladarlo a Constantinopla, lo que era tanto como la muerte. In extremis unos padres trinitarios lograron reunir la cantidad prescrita: 500 ducados de oro. Era septiembre de 1580.

El Cervantes que volvía a España era un héroe, pero tenía un problema mayor: debía devolver a sus padrinos el dinero de su rescate. El gobierno le encomendó, entre otras cosas, una misión secreta en Argelia, pero cuando nuestro protagonista solicitó un puesto oficial en las Indias, se lo denegaron. Al mismo tiempo trataba de organizar su vida sentimental, y aquí los sinsabores fueron aún más notables: se lío con la esposa de un tabernero y tuvo con ella una hija, Isabel, a la que reconoció; se casó después con una mujer casi veinte años más joven que él, Catalina de Salazar, y el matrimonio resultó ser un error mayúsculo. Era 1584. El matrimonio durará sólo dos años.

A estas alturas la paz estaba resultando un tanto decepcionante para el héroe, pero es entonces cuando Cervantes comienza a tomarse en serio la literatura. En 1585 se publica en Alcalá de Henares La Galatea, una novela pastoril. En ese momento obtiene un nuevo trabajo: comisario de provisiones de la que se conocerá comoGrande y Felicísima Armada (o sea, la Invencible). Por su trabajo recorre con frecuencia los caminos de Toledo, La Mancha y Andalucía. Hacia 1590 comienza a escribir una serie de novelas al estilo italiano, es decir, novelas cortas. Sigue desempeñando la tarea de recaudador de impuestos para las empresas bélicas del imperio. En una de estas campañas de recaudación, quiebra el banco que atesoraba el dinero y se acusa a nuestro hombre de haber defraudado fondos. Cervantes termina en la cárcel de Sevilla. No será un encierro largo, pero allí ocurre algo trascendental: aparece en su mente la figura de Don Quijote.
La huella de un genio

Vapuleado por la vida, siempre cerca de la corte, pero siempre en lugar subalterno, Cervantes se instala en Valladolid en 1604. A partir de este momento, sin embargo, lo que importa ya no es el viejo héroe de retorno desdichado, sino el escritor. En 1605 aparece El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, primera parte de una obra que cambiará literalmente la cultura universal. En 1613 publica en el volumen Novelas ejemplares todas las novelas cortas que había escrito con anterioridad: La gitanilla, Rinconete y Cortadillo, El licenciado Vidriera, etc. Dos años después aparece la segunda parte del Quijote. En ese mismo año de 1615 aparecen sus Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados, entre los que se cuentan sus recuerdos del cautiverio: Los baños de Argel.

¿Vivía Cervantes de sus libros? Evidentemente, no. Pero tenía un mecenas: Pedro Fernández de Castro y Andrade, VII Conde de Lemos, un señor importantísimo que fue presidente del Consejo de Indias, virrey de Nápoles y presidente del Consejo Supremo de Italia, y que protegió sucesivamente a Lope de Vega, Góngora y a nuestro hombre. Al conde de Lemos dedicará Cervantes su última novela:Los trabajos de Persiles y Segismunda, que aparecerá póstumamente. Lo último que escribió Cervantes fue precisamente esa dedicatoria: “Puesto ya el pie en el estribo,/ con las ansias de la muerte,/ gran señor, ésta te escribo…”. Era el 19 de abril de 1616. Cervantes pasaba de los 68 años. Moría el 22 de abril. Sólo un viejo soldado más que se extinguía. Pero aquel soldado había dejado tras de sí una herencia incomparable: Don Quijote.

Don Quijote de La Mancha era, en principio, una burla del loco mundo caballeresco, pues los libros de caballerías, con sus delirios y fantasías, eran el género de moda en la literatura popular. Pero la obra de Cervantes es tan compleja y completa, su estilo es tan novedoso, y es tan sugestivo el contraste de la peripecia quijotesca con la vida del propio Cervantes y con la de España en general, que el libro alimentará reflexiones sin cuento a lo largo de los siglos. ParaUnamuno, Don Quijote no es un loco, sino un mártir, “el Cristo español”. El japonés Mishima se veía a sí mismo como “un Don Quijote menor contemporáneo”, entusiasmado por la pelea con los molinos de viento. El alemán Jünger profesaba la mayor admiración no sólo por Cervantes, “un hombre que usó con profunda necesidad tanto la espada como la pluma”, sino también por el propio Alonso Quijano, cuyas aventuras siguió muy lejos de cualquier degradación humorística. El inglés Chesterton se pregunta: “¿Ha reflexionado alguna vez en lo estupendo que habría sido que Don Quijote echara por tierra los molinos?”. Y se contesta: “Necesitamos a alguien que se crea capaz de derribar gigantes. Y que consiga derribar molinos de viento”.

El mismo Chesterton nos dejó un párrafo que bien puede servir para subrayar la actualidad del Quijote: “Nuestra sociedad ha llegado a desarrollar una burocracia tan inhumana que casi parece espontánea, natural. Se ha convertido en una segunda naturaleza: tan indiferente, remota y cruel como ella. Otra vez regresa el caballero errante a los bosques sólo que, ahora, no es entre los árboles donde se extravía, sino entre las ruedas del maquinismo. (…) Hemos encadenado a los seres humanos a una maquinaria gigantesca y no podemos predecir en qué parte dejará notar sus fallos. La pesadilla de Don Quijote ha encontrado justificación. Porque los molinos de hoy son verdaderos gigantes”.

Don Quijote tiene que cabalgar de nuevo. Es urgente.

Gaceta.es

domingo, 17 de abril de 2016

14 de abril de 1931: golpe de los monárquicos contra la monarquía. Pío Moa.


En la madrugada del 12 al 13 de abril de 1931, los miembros del “gobierno provisional” republicano salían contentos de la Casa del Pueblo de Madrid, donde habían seguido la jornada electoral. Miguel Maura caminaba con Largo Caballero y Fernando de los Ríos, el cual dijo que el triunfo en las capitales de provincia les daba esperanzas para las elecciones generales previstas para octubre. Maura miró a Largo y “con asombro vi que asentía. Recuerdo la vehemencia con que les hice ver el error en que estaban, anunciándoles que antes de cuarenta y ocho horas estaríamos gobernando”. Me llamaron iluso y nos despedimos. Al día siguiente seguía sin convencer a sus compañeros “Me miraban como a un pobre iluso o a un demente que soñaba despierto. Puedo afirmar que durante todo el día 13, el único del Comité que creyó y obró seguro de la victoria definitiva, fui yo, a pesar de los rumores y las alarmantes noticias, en su totalidad falsas, que los correligionarios despistados nos traían sobre la inminente reacción del rey y del ejército contra nosotros”

En realidad, el gobierno estaba resuelto a no tolerar las indecisiones de los republicanos. A medianoche del 12 al 13 los ministros se reunieron informalmente en Gobernación con el general Sanjurjo, jefe de la Guardia civil. Según Lerroux, Romanones le preguntó si podría responder de sus fuerzas para controlar posibles desórdenes. Sanjurjo respondió : “Hasta ayer por la noche podía contarse con ella” “Todo estaba perdido”, asegura Romanones. Berenguer, ministro de la Guerra, faltó a la reunión, pero no mostró menos resolución que los otros. Sin consultar a sus colegas envió un telegrama a las autoridades militares de provincias haciéndoles notar la “derrota de las candidaturas monárquicas en las principales circunscripciones” e instándolas a “seguir el curso lógico que les impone la suprema voluntad nacional”. En suma, antes de que amaneciera, Romanones, Sanjurjo y Berenguer, llevados de un vehemente deseo de “acatar la voluntad nacional” habían desahuciado por su cuenta y riesgo al régimen que teóricamente defendían, y que casualmente había ganado las elecciones.
Al amanecer del día 13, Romanones acudía a palacio: “Yo no acertaba con la fórmula de afirmar que todo estaba perdido, que no quedaba ya ni la más remota esperanza y, sin embargo, hablé con claridad suficiente, interrumpiéndome el rey con la frase: “Yo no seré obstáculo en el camino que haya que tomar, pero creo que aún hay varios caminos”. Y observa Maura con justeza: “Ya en la mañana del 13, antes de que el Gobierno hubiese deliberado y antes de que la calle mostrase síntomas de efervescencia, el Romanones estaba decidido a forzar las etapas para que el monarca abandonase la lucha". Y por la tarde Aznar hacía su famosa declaración sobre el país que se acostaba monárquico y se levantaba republicano, que en la práctica era un llamamiento a los republicanos a tomar la calle.
Por la tarde del día 13 se formaron grupos partiendo del Ateneo y de la Casa del Pueblo, que trataban de congregar a más gente mostrando un telegrama falso, según el cual el rey había huido precipitadamente a hacia París. La consigna de “¡Ya se fue”! ¡Ya se fue!" iba congregando por la calle a más y más gente, que afluyó a la Puerta del Sol y al Palacio de Oriente. Apenas hubo incidentes, porque las fuerzas de orden público permanecieron pasivas.
A primera hora de la mañana del 14, Romanones enviaba al rey esta nota: “Los sucesos de esta madrugada hacen temer a los ministros que la actitud de los republicanos pueda encontrar adhesiones en elementos del Ejército y fuerza pública (...) y se produzcan sangrientos sucesos. Para evitarlo (...) podría V. M. reunir hoy al Consejo (...) y el mismo reciba la renuncia del rey, para hacer ordenadamente la transmisión de poderes”. La nota tiene un aire intimidatorio, y observa de nuevo Maura: “Los sucesos de esta madrugada... ¡No sé cuáles pudieron ser, porque ninguno digno de ser recordado había surgido en el curso de la noche! Pero era lógico que había que apoyar en algo extraordinario el argumento que motivaba la nota”.
Lo anterior lo copio de mi libro Los personajes de la República vistos por ellos mismos. Si hubiéramos de personalizar los elementos más decisivos de aquellas jornadas los encontraríamos en Miguel Maura y el conde de Romanones. Maura olió enseguida la quiebra política y moral de la monarquía y arrastró a sus colegas del “gobierno provisional” a tomar el poder, que, como él señala, “nos regalaron”. Romanones, fue quien desde dentro del gobierno intimidó principalmente al rey para que se marchase (sin contar la extraña conducta de Berenguer, Sanjurjo, Aznar y otros). Solo La Cierva advirtió al monarca: “El Rey se equivoca si piensa que su alejamiento y pérdida de la Corona evitarán que se viertan lágrimas y sangre en España. Es lo contrario, señor”.
Maura había sido monárquico hasta poco tiempo antes, y Romanones parecía un pilar de la monarquía. ¿Por qué obró de esa manera? El socialista y masón distinguido Juan Simeón Vidarte expone en sus memorias una pista casi nunca citada, pero interesante, ya que no demostrativa:
"Cuando salimos en unión de Marcelino Domingo de su despacho, le pregunté a éste si don Gregorio [Marañón] era o había sido masón, ya que con tanta libertad se habló con él del trabajo en las Logias. Domingo me informó de que Marañón fue iniciado en secreto por su suegro Miguel Moya, cuando éste era Gran Maestre. Estas iniciaciones constan en un libro especial que lleva la Gran Maestría, y sólo figuran en él los nombres simbólicos. El caso del ilustre médico y escritor era semejante al del conde de Romanones, quien también había sido iniciado en secreto por Sagasta y quien siempre cumplió bien con la Orden (…) "Ya comprenderá usted, terminó Domingo, que muchas veces nos interesa que no se sepa que son masones algunos políticos de nuestra confianza". Fallecidos, lo mismo el conde de Romanones que el querido y admirado doctor Marañón, me encuentro en libertad para revelar estos secretos" (Vidarte: No queríamos al rey. Grijalbo, 1977. Páginas 227-8).
Se de ello lo que fuere, es cierto que la masonería consideró la II República como un régimen propio. También lo es que Marañón criticaría la frivolidad de quienes, como él mismo, habían contribuido a traer aquel caos. Con la experiencia de lo hecho, llamaría a los líderes republicanos “cretinos criminales”, en quienes “Todo es latrocinio, locura y estupidez”, "estupidez y canallería", “Horroriza pensar que esta cuadrilla hubiera podido hacerse dueña de España (…). Y aun es mayor mi dolor por haber sido amigo de tales escarabajos y por haber creído en ellos”.
En cualquier caso, la república nació con plena legitimidad, ya que fueron los monárquicos quienes dieron un golpe de estado contra la monarquía, despreciando y engañando a sus propios votantes y regalando el poder a los republicanos. Con ello retrataron su falta de fe en sí mismos, y realmente la monarquía quedó tan desprestigiada que si no fuera por Franco habría tenido muy pocas posibilidades de volver. Un caso único en el siglo XX, tanto el modo como se hundió como su reinstauración.
¿Cuál es la razón de aquella asombrosa quiebra moral? Principalmente la legitimidad. Los republicanos esgrimían la bandera de la democracia, que en el siglo XX se ha ido convirtiendo en la única legitimidad generalmente aceptada, mientras que los monárquicos y la derecha, aunque liberales, desconfiaban de ella, si bien la aceptaban (la Restauración fue uno de los primeros regímenes de Europa en adoptar el sufragio universal, y la CEDA aceptó igualmente la república, si bien a disgusto). Lo chusco, por así decir, del caso es que lo que llamaban democracia las izquierdas era algo directamente opuesto a lo que normalmente se entiende por tal. De modo extremadamente simple, la democracia consistiría en que mandaran ellos, pues para eso eran "el pueblo". Los monárquicos se sentían sin respaldo político-moral, sencillamente. En un libro próximo, para la Feria del Libro, La guerra civil y los problemas de la democracia en España, abordo estas cuestiones, que creo nadie ha abordado algo en serio todavía.

viernes, 1 de abril de 2016

Qué terminó y qué empezó el 1 de abril de 1939. Pío Moa.

Aquel día perdieron la guerra un conglomerado de separatistas, stalinistas, anarquistas, marxistas y jacobinos. Y la perdieron en la forma ¡tan reveladora! de furiosos choques armados entre ellos mismos. Lo que deja a cualquiera estupefacto es que aquella alianza de golpistas, totalitarios y racistas (pues los separatismos vasco y catalán se basaban en un racismo no por estrafalario menos dañino) haya querido pasar por democrático y engañado a tanta gente. Este absurdo distorsiona de principio la mayoría de los análisis de aquella contienda y de sus consecuencias, y distorsiona también la política actual.

Claro que los vencedores tampoco eran demócratas. Pero es que la democracia no jugó ningún papel en aquella guerra. Lo que tenía de democrática la caótica república fue herido por la insurrección izquierdista de octubre del 34, y rematado por las fraudulentas elecciones de febrero del 36 y el violento proceso revolucionario que siguió. Por esta razón, los nacionales que se alzaron contra dicho proceso no creían en una democracia liberal que había desembocado en el desastre y que estaba en crisis en toda Europa. Las razones de la guerra no fueron una democracia ya destrozada por izquierdas y separatistas, sino los valores más fundamentales de la supervivencia de la nación española y de la cultura cristiana, raíz también de la cultura europea.

Lo que terminó aquel día tan señalado fue un largo proceso de desintegración social y nacional comenzado con la crisis subsiguiente al “Desastre” del 98,marcada por un desatado terrorismo anarquista, agitaciones y huelgas revolucionarias y provocaciones secesionistas que derrumbaron el régimen liberal de la Restauración. La breve dictadura de Primo de Rivera contuvo tales derivas, pero a continuación la II República elevó a un nivel más alto el frenesí político. El mismo Azaña caracterizó a sus partidos como “incompetentes, de codicia y botín, sin ninguna idea alta”; otros eran simplemente totalitarios, hasta empujar a la mitad de la sociedad a someterse a un despotismo nunca visto, o rebelarse. Hubo rebelión y finalmente victoria en una difícil lucha.

Y lo que empezó ese 1 de abril fue la paz más larga que haya vivido España en varios siglos, hasta hoy mismo, aunque perturbada por el terrorismo comunista del maquis y el separatista de la ETA y otros, añorantes del aquel Frente Popular felizmente vencido.

No fue una paz estéril, pues con el nuevo régimen España se remozó de arriba abajo, superando las taras de la miseria, el analfabetismo y graves desigualdades sociales y regionales, características de la época anterior. España pudo eludir la guerra mundial, deseada por los vencidos y que habría multiplicado las víctimas y los destrozos. El régimen llamado franquismo supo vencer al intento comunista de volver a la guerra civil mediante el maquis. Supo derrotar el criminal intento de hambrear masivamente a los españoles propiciado por Moscú, Londres, Washington y otros por medio del aislamiento internacional. En Años de hierro he tratado con una óptica más objetiva los difíciles años de la posguerra.

En fin, los vencedores del 1 de abril supieron reconstruir el país sin ayudas como las que beneficiaron a Inglaterra, Francia o Alemania, y luego alcanzar una de las cotas de desarrollo más altas del mundo, poniendo en pie una economía próspera y sana con muy poca deuda y desempleo. Supieron defender la soberanía nacional contra viento y marea y dejar un país libre de los odios brutales de la república, políticamente moderado y más culto que nunca antes (o después, si vamos a eso). Supieron, en fin, crear condiciones para una democracia viable, no convulsa o caótica, y organizar el tránsito a ella sin graves traumas... Son verdaderas hazañas históricas que devolvieron a España la confianza en sí misma después de tantos años de autodenigración e ineptitud. No voy a extenderme, porque ya lo he hecho en el libroLos mitos del franquismo, que puede leer quien tenga interés.

Pues bien, hoy es el día en que unos políticos que se sienten herederos de los vencidos en la guerra o ajenos a los vencedores tratan de destruir todo lo construido mintiendo, calumniando y amenazando a la nación; partidos cuyas señas de identidad son la corrupción, la demagogia, la hispanofobia, el terrorismo o la colaboración con él, y una violencia mal contenida por ahora. Con la misma desenvoltura que los del Frente Popular se proclaman demócratas, cuando en realidad son más bien parásitos de una democracia que no les debe nada. Este uno de abril debe ser la ocasión para reflexionar sobre el mal camino y la degradación a la que llevan tales partidos y políticos a la democracia y a la nación.