miércoles, 17 de abril de 2019

Nuestra Señora de París. Sertorio.

Hay algo peor que el incendio de una iglesia: su abandono. Un templo que no se usa acabará siendo una ruina. Que Nuestra Señora de París arda es una tragedia que tiene fácil remedio, se restaura según el modelo de Viollet-le-Duc y en poco tiempo volverá a estar en pie. Después de las guerras mundiales, los europeos sabemos cómo reconstruir los monumentos víctimas de nuestros dos grandes suicidios colectivos. La catedral de París sufrió mucho más entre 1792 y 1799, cuando fue profanada y saqueada por los jacobinos y sus sucesores, que la dejaron en tal estado que se hizo necesaria su restauración en el siglo XIX. El Museo de Cluny, en el mismo París, muy cerca de la catedral, es una buena muestra del vandalismo democrático del que tratamos hace muy poco en un artículo; allí se recogen los restos de los monumentos religiosos víctimas de la secularización. Por cierto, es curioso que los progres que donan grandes fortunas para restaurar lamaserías budistas en el Tíbet carezcan de la misma sensibilidad para el arte cristiano, el de sus antepasados.

Si subimos a la montaña de Santa Genoveva, encontraremos el monumento que es el símbolo de la Francia moderna, el llamado Panteón, contradictorio nombre que se da al templo que guarda los manes de un Estado sin Dios, la República Francesa, que reniega de la tradición cristiana y cuyo objetivo, desde finales del siglo XIX, ha sido borrar del alma de los franceses cualquier referencia a su glorioso pasado católico. Allí reposan los restos de Voltaire, de Rousseau, de Víctor Hugo y de los grandes bonzos del laicismo anticristiano. El edificio, muy hermoso, fue concebido y pagado por la monarquía como una iglesia dedicada al culto de Santa Genoveva, la patrona de la ciudad, y expropiado por los revolucionarios en 1791, en 1830, en 1848, en 1871 y, de manera definitiva, en 1885, con ocasión del entierro de Víctor Hugo, cuya memoria no se podía ofender con imaginería católica. El Panteón es el símbolo de la Francia actual, una nación profanada por su régimen, dedicado a secar su savia y a injertar en el tronco del roble francés los más extraños injertos, porque eso es la Francia de hoy, un árbol al que se le arrancan las raíces y al que, al mismo tiempo, se le añaden esquejes de otras especies. Como consecuencia lógica, el roble se secará y morirá. A este extraño bonsái los franceses lo llaman República.

Desde 1871, año de la instalación definitiva del régimen, cada vez ha habido menos Francia y más República. En 1914, tras veinte años de anticlericalismo y persecución de los católicos, la Tercera República se vio invadida por su "fundador", el Imperio alemán. Recordemos que Bismarck favoreció la instauración del régimen republicano en Francia con la esperanza, muy pronto cumplida, de tener a su enemigo dividido y debilitado. En efecto, en el verano del 14 los republicanos estuvieron a punto de darle la razón al Canciller de Hierro: el Gobierno huyó a Burdeos y dejó al prefecto las órdenes necesarias para llevar a cabo la rendición de la capital. Si París se salvó fue porque, mientras los políticos huían, el general Joffre purgó el ejército de oficiales republicanos y lo sometió al mando de generales católicos, monárquicos o, por lo menos, no bien vistos por la oligarquía del partido radical. El resultado fue el milagro del Marne y la eclosión de los últimos grandes mariscales de Francia, como Foch, Pétain, Lyautey o Franchet d'Esperey. Los oficiales formados en las páginas de Acción Francesa y los soldados de orígenes mayoritariamente campesinos salvaron a la República al combatir por Francia. En 1940 ya no habrá milagros para una muy degradada III República, sometida al poder anglosajón e incapaz de hacer frente a la Alemania de Hitler. Desde 1918, la historia de Francia es una acumulación de derrotas externas (1940, Indochina) o internas (Argelia). Pero es que ya no se trata de Francia, sino de la República.

La República ha matado a Francia. La ha convertido en el baluarte de los valores de la Ilustración a costa de desnacionalizarla, de erradicar su pasado y de hacerle creer a un pueblo cada vez menos nativo que su historia empieza en 1789. Sin embargo, la gran Francia, la que marcó de forma decisiva el ser de Europa, es la cristiana y medieval, aquella de la que ahora se reniega en virtud de un cosmopolitismo ilustrado. Durante la Edad Media, en Francia se originan el románico y el gótico y surge el orden monástico de Cluny, que impone el catolicismo romano en toda Europa, desde el Báltico hasta el Mediterráneo; también aparecen la escuela de Chartres, San Bernardo de Claraval y el Císter, por no hablar de las cruzadas y las órdenes de caballería, de la hoy denostada y aborrecida Gesta Dei per francos; no olvidemos tampoco el Camino de Santiago, no en vano llamado Camino Francés,que nos trajo a buena parte de nuestros ancestros, las decenas de miles de anónimos labradores y artesanos francos que repoblaron la España de la Reconquista. Francia también civiliza a los normandos y conquistará e incorporará a Occidente a la bárbara Inglaterra (cuya élite hablará en francés desde 1066 hasta bien entrado el siglo XIV); en ella se originan los ciclos carolingios, las leyendas artúricas de la "inglesa" María de Francia, las novelas de Chrétien de Troyes, el Roman de la Rose y todas las joyas de un pasado medieval que forjó a Europa, como muy bien supo ver Chateaubriand en El genio del Cristianismo. Carolingios, Capetos y Plantagenets hicieron a Europa. La Francia de Nuestra Señora, la de las prodigiosas catedrales de Chartres y París, nacidas del culto mariano y profanadas en la Revolución, fue muchísimo más grande e importante que la miserable, descreída y burguesa República de la que tanto se ufanan hoy en día los descendientes (cada vez más escasos) de los franceses del medievo. Y nos ahorramos hablar del Grand Siècle, bajo Richelieu y Luis XIV, cuando toda Europa imitaba los cánones del clasicismo francés. Frente a todo este legado, ¿qué es la Francia republicana? El germen de la decadencia irremediable de Europa, que tenía por fuerza que nacer y desarrollarse en su centro vital.

Que arda Nuestra Señora de París no es sino un incidente. Más ominoso resulta ver como Saint-Denis —el templo de la monarquía francesa, su panteón, cuyo abad guardaba la oriflama del reino y en cuya cabecera los arquitectos del abad Suger iniciaron los albores del gótico—, esté en medio de un barrio musulmán en el que prosperan las mezquitas y desaparece la población nativa. Preocupante es ver cómo se arranca de los planes de estudio nuestra tradición milenaria y se hace tabla rasa o se condena sin paliativos todo aquello que nos forjó como una cultura. Recordemos: “tradición”, etimológicamente (traditio), es aquello que se entrega, pero la palabra tiene la misma raíz que “traición”. ¿Qué entregaremos nosotros a nuestros escasos descendientes? ¿Qué herencia cabe esperar de esta Europa estéril y descastada? Nuestros nietos no heredarán una tradición, sino una traición.

La cristiandad ha muerto. El propio papa se ha convertido en el gerente de una oenegé de inspiración marxista, poseída por un frenético activismo social que se entrega irreflexivamente al reino de este mundo, sin tener en cuenta que la grandeza de la civilización cristiana residió en atender a lo espiritual por encima de lo material. Gracias a esa visión de lo numénico fue posible el milagro de las catedrales. Evidentemente, las religiones no mueren como las personas, es un período de siglos el que llevará su desaparición. Pero después del Vaticano II y de papados como los de Pablo VI o Francisco, podemos constatar que lo que se ha producido en Europa Occidental ha sido una apostasía masiva. Nadie va a la iglesia mientras que cada poco se funda una mezquita. El catolicismo es una religión de viejas y el islam un credo de jóvenes. Basta con contemplar a un activista católico, un bobalicón ñoño de esos que van a los encuentros de la juventud con el Papa, para saber que el Occidente cristiano está condenado. La Iglesia ha asumido desde los años sesenta los valores de su enemigo y hoy, a estas alturas del siglo XXI, tenemos la impresión de que en Roma reina una secta de saduceos, de escépticos que sólo piensan en el poder de su organización, pero no en el de Dios. No hace falta tener el don de la profecía para anunciar que la única cultura cristiana que sobrevivirá dentro de unos años será la ortodoxa rusa.

Nuestra Señora de París ha ardido. En el año 2013, en el mismo lugar, Dominique Venner se sacrificó en protesta por el suicidio de Europa. Fue la última eucaristía, el último acto sagrado que tuvo lugar en ese témenos de una religión muerta.

elmanifiesto.com

domingo, 7 de abril de 2019

Tablero Internacional con Fernando Paz - Radio Ya.


Sánchez Dragó da a conocer los secretos más ocultos de Santiago Abascal.

Para entender un poco a Vox.

Hernán Cortés, instrumento de Dios. Pedro Fernández Barbadillo.

Los españoles que desembarcaron en las costas del futuro México no eran personas timoratas. La muerte, el sufrimiento y el dolor eran constantes en sus vidas. Pero, tal como sabemos por sus escritos, quedaron horrorizados cuando descubrieron que en cada ciudad indígena había templos donde se sacrificaba a prisioneros. En algunos casos, encontraron los cuerpos mutilados, a los que les faltaban partes porque los sacerdotes, cubiertos por grumos de sangre seca, y los caciques se las habían comido.

Sin duda, a los conquistadores les embargó la espeluznante sensación de hallarse en una tierra dominada por Satanás.

Hernán Cortés en persona visitó el gran teocali y, a pesar de las quejas de los aztecas y de lo que mandaba la simple prudencia, ordenó desmontar los ídolos y lavar las paredes de sangre humana. También dirigió un pequeño sermón a los aztecas que concluyó con estas palabras:



yo quiero que aquí donde tenéis estos ídolos esté la imagen de Dios y de su Madre bendita

Semejante decisión la tomó el conquistador cuando él y su pequeña

Tanta importancia daban los españoles del Siglo de Oro a su religión ("única verdadera", como la definió la Constitución de 1812) que Hernán Cortés, en el primer encuentro que tuvo con Moctezuma, le anunció al azteca que "enviará nuestro rey hombres mejores que nosotros". Y Carlos I cumplió.
De rodillas ante los misioneros

En junio de 1524, desembarcaron en la Nueva España doce misioneros franciscanos, escogidos el año anterior por el general de la Orden, fray Francisco de los Ángeles, y el emperador. Se nombró como jefe de todos ellos a fray Martín de Valencia (1474-1534).

En su viaje, desde la costa, realizado a pie y sin ningún lujo ni comodidad, los franciscanos pararon en Tlaxcala y visitaron el gran mercado. Como desconocían la lengua, los religiosos señalaban el cielo a los tlaxcaltecas, indicando que les mostrarían la manera de acceder a él. Ante semejante expedición de españoles andrajosos y tonsurados los indios repetían una palabra: motolinia. Uno de los religiosos, fray Toribio de Benavente, pidió que se la tradujesen; su significado es el de pobre. Y desde entonces, fray Toribio se hizo llamar Motolinía.

Consciente de sus obligaciones como bautizado y de la importancia de los gestos, cuando los franciscanos estaban cerca de México, Cortés salió a recibirles, en compañía de sus capitanes y de la nobleza azteca. Entonces se produjo uno de esos momentos que redimen una vida y cambian un mundo. Cortés desmontó de su caballo, se arrodilló ante fray Martín y besó sus hábitos polvorientos y sucios. Después de Cortés, la misma reverencia la mostraron los demás españoles de la comitiva.

Pero Cortés no quedó contento. En octubre de ese año, en otra carta al emperador le insistió que le mandase "muchas personas religiosas", de las órdenes franciscana y dominicana, que "hagan casas y monasterios". Pero desaconsejó el envío de obispos y prelados, por miedo a que éstos en las Indias reprodujesen "los vicios y profanidades que ahora en nuestros tiempos en esos reinos usan" y en consecuencia desalentasen las conversiones.

Los franciscanos aprendieron las lenguas indígenas, hasta el punto de que si éstas se conservan es gracias a la labor filológica realizada por las órdenes religiosas. También se apresuraban a predicar y a impartir el bautismo. La amabilidad con que los franciscanos trataban a los indios y la sinceridad con que adoptaron su estilo de vida sin duda influyeron en las conversiones. Éstas fueron tan numerosas que en varias ocasiones les dolía el brazo de tanto levantarlo para asperjar.

Al obispo Ramírez, miembro de la segunda Audiencia, varios pueblos indígenas le pidieron que solo les mandase franciscanos:


Porque éstos andan pobres y descalzos como nosotros, comen de lo que nosotros, asiéntanse entre nosotros, conversan entre nosotros mánsamente
El primer obispo, fray Juan de Zumárraga.


A pesar de sus dos viajes a España y de haber fallecido en Castilleja de la Cuesta en 1547, Cortés conoció al primer obispo de México, el vizcaíno fray Juan de Zumárraga (1475-1548), que se estableció en la capital en 1528 después de dejar su convento en Valladolid.

Zumárraga no sólo predicó y dio limosnas, sino que se enfrentó a los oidores de la primera Audiencia (la misma que difamó a Cortés y a punto estuvo de arruinar la conquista), fundó el Hospital del Amor de Dios y el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, estableció la primera imprenta, promovió en el Concilio de Trento la apertura de una Universidad y trajo de España muchos burros, que liberaron a los indios más humildes de parte de la dureza del trabajo manual. En 1546, Paulo III le nombró arzobispo de México.

Tanto Zumárraga como el marqués del Valle de Oaxaca aportaron dinero para levantar el santuario de la Virgen de Guadalupe.
"El más flaco e inútil medio"

Entre los elogios que en 1555 Motolinía escribió al emperador Carlos V sobre Cortés entresaco esta frase:


Aunque como hombre fuese pecador, tenía fe y obras de buen cristiano y muy gran deseo de emplear la vida y hacienda por ampliar y aumentar la fe en Jesucristo y morir por la conversión de los gentiles

Por cierto, fray Toribio de Benavente mantuvo una polémica con fray Bartolomé de las Casas, porque consideraba que éste no tenía ni idea de cómo tratar y convertir a los indios y de mentir sobre las obras de los españoles en América.

Poco antes de morir, enredado en pleitos en la corte, el mismo Cortés le mandó otra carta a Carlos V en que atribuía sus resonantes triunfos a designios divinos:


quien conociere de mí lo que yo, verá claro que no sin causa la divina Providencia quiso que una obra tan grande se acabase por el más flaco e inútil medio que se pudo hallar, porque sólo a Dios fuese atribuido

Con toda justicia, el sacerdote José María Iraburu dedica en su libro Hechos de los apóstoles de América un capítulo a Hernán Cortés, al que llama "pecador y apóstol".