jueves, 30 de abril de 2020

Franco, la Seguridad Social, el sistema sanitario, la red hospitalaria y el Estado del Bienestar. Por Francisco Torres.

La red sanitaria pública española, tensionada, pero capaz, a pesar de las enormes dificultades y falta de previsión con la que ha tenido que afrontar el mayor reto sanitario de los últimos cincuenta años, ha demostrado su valía al ser capaz de obtener la curación de decenas de miles de españoles.

En este marco, para los españoles, los centros hospitalarios han adquirido una notoriedad social importante revalorizándolos aún más. Ahora bien, tras la eliminación de las placas que recordaban sus instantes fundacionales y los cambios de nombre, la mayor parte de la población ignora que nuestra red sanitaria-hospitalaria actual, nuestra sanidad pública, es una obra realizada por el Estado de las Leyes Fundamentales, por el régimen de Francisco Franco. De hecho no pocos de los grandes hospitales españoles, por no decir la inmensa mayoría, llamados entonces ciudades o residencias sanitarias, algunos de los cuales están entre los mejores de Europa, fueron inaugurados por Francisco Franco.

Es usual oír, casualmente con cierta insistencia en estos momentos, un bulo –ahora que se han puesto tan de moda– recurrente: “Franco no creó la Seguridad Social”, lo que a los más mayores les causa una sonrisa mientras que es creído a pies juntillas por aquellos que tienen menos de 65 años. Hacen esas afirmaciones partiendo de una interpretación semántica pura, seguros de que nadie les va contradecir, sin mayor sustento. Su argumento se sostiene en el silencio y en el efecto de que la realidad es así porque ellos lo aseguran. Lo hacen armados con tablet y proyección en pantalla televisiva. Sin rubor alguno, recurriendo a un error conceptual creado a partir del valor semántico de las palabras y los verbos, afirman que la Seguridad Social fue “creada” en España durante la Regencia de María Cristina, se encuentra su origen en las políticas de Maura o Dato y si me apuran hasta en el reinado de Isabel II, aunque también podríamos referirnos a la asistencia sanitaria benéfica que recogía como obligación la Constitución de 1812 o a los Montepíos, Cofradías y Hermandades del siglo XVIII, por no remontarnos mucho más en la historia.

En este debate, quienes tienen algo de pundonor, que se presentan con el título de historiador o historiadora, pero no se atreven a contradecir en las pantallas este relato –la autocensura ante el temor de ser acusados de profranquistas –, esquivan el tema acomodando su relato a ese discurso refiriéndose, con mayor exactitud, a la aparición de las políticas sociales/seguros sociales durante la Restauración (Comisión de Reformas Sociales, 1883) y a los seguros de accidentes de trabajo posteriores. Esto, expuesto así, es rigurosamente cierto, pero no es menos cierto que nada de eso, ninguna de las medidas adoptadas y transformadas en realidades tangibles antes de la guerra civil, pueden igualarse a lo que el común de los españoles y la definición actual entienden por Seguridad Social (incluyendo la conjunción de la Seguridad Social y el Welfare State), y mucho menos asociarse a la creación de un sistema de sanidad pública en España con una red hospitalaria y de atención médica a su servicio tal y como hoy lo entendemos.

Confundir la Ley de Accidentes de Trabajo para la Industria (1900), que establecía unas indemnizaciones limitadas cubiertas por un seguro de carácter voluntario, que se ampliaría a los trabajadores del mar (1919) y del campo (1932), con lo que entendemos hoy como Seguridad Social es un exceso o un ejercicio de voluntarismo. Con la II República el seguro de accidentes para los obreros pasó a ser obligatorio, pero su aplicación real fue muy limitada. Independientemente de ello, para el lector actual, y esta es la omisión que usualmente se practica, hay que indicar que este tipo de seguros no cubrían la enfermedad sino solo las consecuencias del accidente.

La creación del Instituto Nacional de Previsión (1908) tuvo como primer objetivo el desarrollo de un sistema de pensiones de retiro. Los seguros sociales comienzan a ser una realidad a partir de 1919, pero hasta 1921 no se podrá hablar de la puesta en marcha de un seguro obligatorio de vejez para los obreros (retiro obrero). La segunda gran aportación sería el Seguro de Maternidad (1923), consistente en un subsidio para atender a los gastos del parto y asegurar el periodo de descanso maternal obligatorio (Primo de Rivera lo ampliaría en 1929 para asegurar a la madre la asistencia sanitaria). Este esquemático y débil sistema de protección social no se puede equiparar al concepto de Seguridad Social que podría vincularse a la Conferencia Internacional del Trabajo de Ginebra de 1927 y extendido definitivamente tras la II Guerra Mundial (por cierto, Franco en 1943 tuvo gran interés a la hora de conocer lo que estaba debatiendo en otros países y de ahí que siguió, tal y como revela la documentación de su archivo, el debate británico sobre la conocida propuesta de William Henry Beveridge de 1940-1944 que informaría las propuestas del partido laborista tras la guerra para reformar la Seguridad Social en el marco de la puesta en pie del nuevo Estado del Bienestar).

La Constitución de 1931 incorporará lo que se conoce como el constitucionalismo social que preveía desarrollar la legislación que condujera a establecer un seguro de enfermedad y un sistema de seguros (art. 14, 15, 43 y 46). Tanto Primo de Rivera como la II República se plantearán la necesidad de desarrollar un Plan Sanitario Nacional. Pero no pasaron del enunciado o la promesa. El gran debate era la creación de un seguro de enfermedad (Marcelino Pascua en el primer bienio republicano) que se abordó en 1935 y finalmente adquirió entidad con un proyecto de 1936 que no pasó del papel.

Todo lo anteriormente citado se pueden considerar antecedentes en el camino de la creación de la Seguridad Social y de la sanidad pública en España como elemento del Welfare State. ¿Cuál era la posición de Franco ante un tema que estaba en el debate público? Algunos historiadores suelen hurtar en su relato sobre los inicios de la guerra civil que Francisco Franco, desde su Manifiesto en las Palmas, hizo continua mención expresa al mantenimiento y consecución de todo aquello que fuera una mejora en materia social. No es inexacto afirmar que el Generalísimo compartía los contenidos del constitucionalismo social de la época, y por tanto del concepto de seguros sociales/seguridad social opuesto al de Beneficencia. En consonancia con el pensamiento de la época ese modelo debía de basarse en una combinación de seguros y subsidios/prestaciones (salario indirecto). Cabría afirmar que lo que va a hacer Franco es asumir todo ese discurso sobre seguros y sanidad que llevaba un recorrido de casi cien años, entender que el camino era el marcado tanto en la Dictadura de Primo de Rivera como en la II República y el objetivo llevarlo a la práctica, hacerlo posible, hacerlo real.

En este esquema el origen de nuestro actual sistema sanitario y por extensión de la Seguridad Social, del impulso creador del Welfare State, está en las líneas de actuación que establece el mandato constitucional del Fuero del Trabajo (1938). En esta línea, en sus discursos de 1937-1938, Franco, además de mantener, siguiendo su promesa, lo ya existente anuncia la puesta en marcha de medidas de protección social pero también, con especial insistencia, la creación de hospitales públicos para tratar la enfermedad más grave de su tiempo, la tuberculosis (unos 30.000 muertos al año), sacándola de la vinculación a la beneficencia (Alfonso XIII) y subiendo un peldaño sobre la actuación durante la República contra esta pandemia con una aportación propia (creación del nuevo Patronato Nacional Antituberculoso con su plan de construcciones). No sería excesivo situar en esta decisión el origen de la creación de una auténtica red sanitario-hospitalaria pública prácticamente inexistente en España más allá de los centros de la beneficencia y alguna que otra institución.

Recién acabada la guerra se produce la reforma del retiro obrero creándose el más amplio Seguro de Vejez (1-9-1939), mientras se desarrollaba toda una política de protección a la maternidad que reformaba el antiguo seguro. A partir de ahí se irán poniendo en marcha nuevos seguros como el de silicosis (1941), aunque comienza a plantearse la idea de la unificación de los seguros sociales (1939). Elemento capital del nuevo rumbo será, bajo la decisión del Ministro de Trabajo, José Antonio Girón de Velasco, la creación del Seguro Obligatorio de Enfermedad (14-12-1942) sobre el que venía debatiendo en España desde la creación del INP. Girón, como no podía ser de otro modo, partió del proyecto republicano de 1936, ampliando sus coberturas al garantizar “una asistencia médica completa, tanto en los servicios de medicina general como en los de especialidades”, y establecer el esquema de la organización médica necesaria. El SOE es el origen de lo que hoy se conoce como Seguridad Social y está dentro de las coordenadas de la “irrenunciabilidad del derecho” que estableció el régimen de Franco. Cambio definitivo, revolucionario, porque atiende la enfermedad del trabajador y su familia, considerada de un modo extenso no nuclear, cubriendo la atención médica, farmacéutica y, en su caso, hospitalaria (en 1948 quedaron establecidas las coberturas sanitarias que son básicamente las mismas que hoy). Conviene en este punto recordar que antes del SOE la atención médica pública era casi inexistente, quedaban los hospitales de la Beneficencia como recurso. La medicina interna y la quirúrgica eran en realidad privativas para las clases populares y trabajadoras, pues dependía de su capacidad de ahorro o de algunos tipos de seguros mutuos. Esta era la situación que venía a cortar de raíz el SOE atendiendo a la población desde abajo.

El SOE se ponía en marcha en un momento político económico muy difícil, todavía dentro de los años más duros de la posguerra, con un Estado marcado por la imposibilidad de asegurar los abastecimientos exteriores y de obtener los necesarios créditos en el exterior para la reconstrucción. Esto provocó un lento arranque, porque el SOE necesitaba una red de atención médica y hospitalaria en ese momento muy reducida, lo que implicaba fuertes inversiones en tiempo de crisis y penuria.

En 1944 se publica la Ley de Bases de la Sanidad Nacional que es el referente directo del actual sistema sanitario público. Un texto fundamental porque, en consonancia con lo explícito e implícito en el Fuero del Trabajo, establece que “incumbe al Estado el ejercicio público de la Sanidad”, por lo que va más allá de lo conceptualmente expuesto en la Constitución de 1931 (el estado prestará y asegurará). Una ley ambiciosa que presenta un concepto de sanidad muy amplio que nos lleva a la formulación del Estado del Bienestar.

La ley fija como objetivos prioritarios: la lucha contra la tuberculosis, el reumatismo y las cardiopatías, el paludismo (servicio de prevención contra el paludismo), el tracoma, las enfermedades de transmisión sexual, la lepra, la dermatosis, el cáncer (Sección de Oncología de la Dirección General); la sanidad maternal e infantil; la higiene mental. Incluye además como elementos a abordar para una visión integral de la sanidad: la higiene en el trabajo, la educación física y el deporte, la higiene alimentaria, el saneamiento de las aguas, la potabilización, la propaganda/educación sanitaria, los balnearios y aguas mineromedicinales y la vivienda. En la misma se va indicando la necesidad de crear los centros sanitarios necesarios para hacer real lo dispuesto en la ley. Estamos pues ante un concepto amplio de sanidad, atención sanitaria, salud pública, que supera a los planteamientos anteriores.

Lo destacable –reiterémoslo– es que la construcción del nuevo modelo se hace en un periodo lento de reconstrucción económica y social, estableciéndose su arranque real entre 1944 y 1948.Un tiempo tan difícil que era hasta casi imposible importar penicilina.

En 1944 el total de trabajadores asegurados al SOE era de 2.094.158. El SOE y la Ley de Bases obligaban al desarrollo de una red pública de establecimientos en sustitución del inicial sistema de pagar a los hospitales privados por la atención de sus asegurados. En 1944 se pone también en pie el necesario Plan General de Instalaciones de Asistencia Médica que es el origen de nuestra red pública de atención sanitaria. Curiosamente, pese a las dificultades del momento, además de otros referentes, se desplazó a EEUU a uno de sus responsables para evaluar su modelo de centros hospitalarios y sus posibilidades de traslación a España. Iba a crearse una red que quedaría conformada por grandes residencias/ciudades sanitarias, residencias/hospitales, clínicas, ambulatorios, centros comarcales y dispensarios/consultorios junto con los centros maternales y pediátricos y de higiene rural para descender hasta las casas de socorro; a los que más tarde se unirían las Ciudades Sociales de Ancianos.

Sería imposible abordar esta cuestión en el espacio de un breve artículo, pero si se repasa el listado, desde la primera residencia inaugurada en 1949 hasta las que estaban levantándose o en fase inicial cuando Franco falleció en una de esas residencias sanitarias en 1975, es fácil percibir que ahí están la inmensa mayoría de los grandes hospitales españoles, centros de investigación, algunos situados entre los mejores de Europa:

Residencia Sanitaria Enrique Sotomayor, actualmente Hospital de Cruces de Baracaldo (1955); el Hospital de Vall d’Hebrón (1955); Hospital Universitario Virgen del Rocío de Sevilla (1955); el actual Hospital Universitario Donostía, cuya base son la Residencia Sanitaria nuestra Señora de Aránzazu (1960), el Hospital Provincial (1960) y el Hospital del Tórax (1953); el Hospital Universitario La Paz de Madrid (1964); Hospital Puerta de Hierro de Madrid (1964); Hospital Universitario y Politécnico la Fe de Madrid (1968); Hospital General Universitario Gregorio Marañón (1968); Nuevo Hospital Clínico San Carlos de Madrid (1969); el Hospital de Hospitalet de Llobregat (1972); Ciudad Sanitaria Juan Canalejo, actualmente Hospital Universitario A Coruña (1972); Hospital 12 de Octubre de Madrid (1973); Ciudad Sanitaria Virgen de la Arrixaca, actualmente Hospital Universitario, en Murcia (1975); el Hospital Reina Sofía de Córdoba (inaugurado en 1976); el Hospital Ramón y Cajal proyectado e iniciado en el régimen de Franco; el Complejo Hospitalario de Salamanca que tiene su origen en la unión de centros levantados por el régimen de Franco.

Además cabría citar, en una lista naturalmente incompleta, a la mayor parte de los principales hospitales existentes en las provincias españolas pero también los levantados en Guinea o Marruecos: Clínica 18 de julio, actual Hospital Policlínico de Segovia (1946); Hospital Virgen del Toro, actualmente transformándose en un centro para enfermos crónicos en Mahón (1951); Residencia Sanitaria Virgen del Mar de Almería (1953); Residencia Sanitaria Obispo Polanco de Teruel (1953); Residencia Sanitaria Onésimo Redondo de Valladolid, actual Hospital Universitario Río Hortega (1953); Residencia Sanitaria de Guadalajara, base del actual Hospital Universitario (1954); Hospital Río Carrión de Palencia, base del futuro Hospital Universitario de Palencia (1954); Residencia Sanitaria Fernando Zamacoa de Cádiz derribada en 1975 para crear el nuevo centro sanitario inaugurado dos años después (1954); Residencia Sanitaria de Zaragoza, actual Hospital Universitario Miguel Servet (1955); Hospital de Bata en Río Muni; Hospital de Sidi Ifni; Hospital de Santa Isabel de Fernando Poo, Hospital San Carlos en la Guinea; Residencia Sanitaria Ramiro Ledesma Ramos de Zamora, actual Hospital Virgen de la Concha (1955); Residencia Sanitaria Álvarez de Castro de Gerona, actualmente Hospital Universitario Doctor Josep Trueta (1956); Residencia Sanitaria de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro de Badajoz (1956); Residencia Sanitaria General Moscardó, actualmente Hospital Universitario Arnau de Villanova de Lérida (1956); Hospital Universitario del Perpetuo Socorro de Albacete (1957); Residencia Sanitaria Capitán Cortés de Jaén, actual Hospital Médico-Quirúrgico (1957); Residencia Sanitaria de Alicante, actualmente Hospital General Universitario de Alicante (1956); Residencia Sanitaria Adolfo Gómez Ruiz de Orense; Residencia Sanitaria General Yagüe de Burgos (1960); Hospital General San Jorge de Huesca (1960); Hospital Provincial de San Sebastián (1960); Hospital General de Asturias y Residencia Sanitaria Nuestra Señora de Covadonga (1961); Hospital Virgen de la Luz de Cuenca (1964); Residencia Sanitaria Nuestra señora del Pino en Canarias (1964); Residencia Sanitaria Nuestra Señora de la Salud de Toledo, hoy elemento fundamental del Complejo Hospitalario de Toledo (1965); Residencia Sanitaria Nuestra Señora de la Candelaria, actualmente Hospital Universitario Nuestra Señora de la Candelaria en Santa Cruz de Tenerife (1966); Residencia Sanitaria Nuestra Señora de Alarcos en Ciudad Real (1966); Hospital General de Castellón (1967); Hospital General de Galicia en Santiago de Compostela; Residencia Sanitaria San Jorge, hoy Hospital General San Jorge de Huesca (1967); Hospital General y Clínico de Tenerife, actualmente Universitario de Canarias en La Laguna, Tenerife (1971); Hospital Virgen Blanca de León, actualmente integrado, con el Princesa Sofía inaugurado en 1974, en el Hospital de León dentro del Complejo Asistencial Universitario de León (1968); Ciudad Sanitaria Carlos Haya de Málaga, ampliada desde la Residencia Sanitaria Carlos Haya inaugurada en 1956, actualmente Hospital Universitario de Málaga (1972); Residencia Sanitaria Montecelo de Pontevedra (1973); Hospital Santa Bárbara de Puertollano (1973); Hospital Clínico Universitario Lozano Blesa de Zaragoza (1974); Residencia Sanitaria Licinio de la Fuente hoy Hospital General de Segovia (1974); Hospital Universitario Virgen Macarena de Sevilla (1974); Hospital de Nuestra Señora de Sonsoles de Ávila (1976). A partir de 1969 comienza la etapa de construcción de hospitales comarcales que se continuará y desarrollará tras la muerte de Franco.

Solo hemos citado lo que sería el armazón de la red sanitaria en sus centros de cabecera, por debajo de ellos queda la red de hospitales, ambulatorios y consultorios. A ello debemos añadir lo que es el desarrollo de los estudios de medicina y de formación continua del personal sanitario con la creación de los estudios de enfermería y para la formación de ATS junto con la configuración del sistema MIR vigente, quedando vinculada a esta red la formación del todo el personal sanitario.

Ahora bien, el resumen sintético de esta obra no podría considerarse completo si no mencionamos que al mismo tiempo se incidió en los programas de prevención que ya se iniciaron durante la guerra civil y la inmediata posguerra (señalemos las campañas de la Sección Femenina a favor de la maternidad, la infancia, la higiene…) junto con la aplicación del Reglamento de Seguridad e Higiene en el Trabajo. La mejora de la salud no era solo un problema de atención médica, sino también de cambios sustanciales con la mejora de las redes de alcantarillados, la expansión de la llegada del agua corriente a las casas, la legislación sobre vivienda, la desecación de zonas pantanosas y hasta la lucha contra el tracoma y otros problemas de higiene de la inmediata posguerra con medidas como el reparto gratuito de las célebres pastillas de jabón Lagarto acompañadas de una cartilla de utilización.

Según datos incompletos de 1974-1975 el total de la infraestructura sanitaria creada se desglosaba en: 15 Ciudades Sanitarias más 2 Centros especiales y el Centro Nacional de Rehabilitación de Parapléjicos; 65 Residencias Sanitarias; 7 Hospitales Clínicos; 242 ambulatorios, más otros 207 ambulatorios provisionales; 260 Consultorios y 6 Centros de diagnóstico y tratamiento junto con otras instalaciones de nivel local. Habría que añadir toda la infraestructura de centros de investigación y protección hasta descender a las Casas de Socorro. También habría que incluir en esta red pública sanitaria la sanidad militar con sus hospitales.

La transformación del modelo creado por el SOE en lo que hoy conocemos como la Seguridad Social se inicia con el Decreto de junio de 1957, que anunciaba la realización de un Plan Nacional de Seguridad Social reuniéndose una comisión a tal efecto (1958). Esta, partiendo de lo creado, asumiendo los defectos y los problemas de un sistema de seguros sociales edificado a golpe de decreto desde el Ministerio de Trabajo, planificara el futuro. El anteproyecto de Ley de Bases de la Seguridad Social estaba sobre la mesa de Franco en agosto de 1963, siendo enviado a las Cortes para su debate en octubre, quedando la ley aprobada en diciembre de 1963. No vamos a entrar en el análisis de una ley cuyo elemento más significativo para nuestro breve análisis es su consideración de punto de partida dentro del concepto dinámico legislativo habitual en el régimen de Franco. De hecho el modelo se sometería a una revisión del sistema que se estaba poniendo en marcha por parte de la OMS en 1967 mientras se continuaba con el desarrollo legislativo (Articulado de la Ley de Bases de la Seguridad Social -1966- y las subsiguientes regulaciones delos Regímenes Especiales). Concluiría el ciclo con la Ley 24/1972 y la refundición legal de 1974 (Decreto 2065/1974). Es necesario introducir estos breves referentes porque la Seguridad Social actual es el resultado de la continuidad y adaptación de la creada por el régimen de Franco al nuevo marco legal cuyos pasos fundamentales fueron el Real Decreto 36/1978 junto con las reformas de 1985, 1997 y 2006, así como la Ley General de Sanidad de 1986 del ministro socialista Julián García Vargas que es continuista con lo legislado por Franco. Aún hoy, transcurrido casi medio siglo, permanecen prácticamente casi inalterables no pocas normas (el Reglamento de Política Sanitaria Mortuoria solo ha sido modificado en 2014 para incluir lo referente al Ébola).

Queda como última revisión necesaria abordar el grado de vinculación entre el modelo de Seguridad Social y su red sanitaria edificada por el régimen de Franco con la instauración del Estado del Bienestar en España. Todo ello ante el manifiesto interés de retrasar la aparición de este último hasta el actual sistema democrático. Cuando la propaganda y la relectura interesada se revisan a la luz de la documentación creo honestamente que se clarifica la realidad.

Desde 1963 se hace evidente que el modelo de Seguridad Social que establece la ley aspira a la universalidad, a diferencia del modelo del SOE que estaba dirigido a la totalidad de los trabajadores por cuenta propia o ajena. En 1975 el total de la población se situaba en 35.5 millones de habitantes, de ellos 10.908.134 estaban asegurados y quedaban cubiertos 30.336.631 españoles, todos los trabajadores españoles (cubre a las clases medias y a las clases populares). Las prestaciones sanitarias contempladas eran básicamente las mismas que hoy. La transformación de la Seguridad Social en elemento clave del Estado del Bienestar se produce en los años sesenta. Si nos ceñimos, por ejemplo, a las propuestas para el III Plan de Desarrollo publicadas en 1971 podemos ver, con claridad, cómo se ha configurado ese Estado del Bienestar en este aspecto (correlativamente se ha establecido una educación obligatoria gratuita, se ha impulsado una red pública educativa y se establece como horizonte por la ley de 1970 la gratuidad del Bachillerato y la FP).

Con el III Plan de Desarrollo se define la Seguridad Social como “instrumento eficaz de una política de rentas progresivas”. ¿Qué elementos/objetivos conforman esta nueva Seguridad Social inmersas en el concepto de Estado del Bienestar?:
a) un sistema de pensiones de retiro que van a homogenizarse, “así como a su revalorización y actualización periódica, teniendo en cuenta los salarios percibidos por los trabajadores en activo y los superiores niveles de vida a que vaya accediendo la comunidad”;
b) el perfeccionamiento continuo de los servicios sanitarios;
c) aumento de las prestaciones de desempleo “con una especial atención para el caso de los trabajadores mayores de cuarenta años y minusválidos y para la situaciones del paro estacional”;
d) se “incrementarán y perfeccionarán los programas de prevención, seguridad, higiene y bienestar en el trabajo, recuperación profesional y empleo de minusválidos, acción formativa general y de adultos y demás servicios sociales”;
e) protección de los emigrantes (“que abarque la totalidad del proceso emigratorio y dispense la asistencia y los servicios adecuados en el orden laboral, económico, familiar, educativo, cultural, de la Seguridad Social y de la formación profesional. Así mismo se facilitará su reinserción laboral y social en España”,
f) asistencia social, fomentándose “la acción de las Corporaciones locales y entidades privadas, en orden a la creación y sostenimiento de instituciones para la infancia, juventud, ancianos y minusválidos”; promoción de “los servicios sociales voluntarios y la acción social profesionalizada”;
g) Plan Nacional de Promoción Profesional y Social de Adultos, con construcción de centros y atención a 800.000 trabajadores;
h) construcción de residencias, hogares, clubs de ancianos y centros geriátricos.

Mucho más se podría anotar, pero con lo dicho es suficiente para situar al lector ante la realidad frente al habitual oscurecimiento con que se aborda este tema.

elcorreodeespana.com

El Covid-19 y el problema de la verdad. Antonio Martínez Belchí

1. El discutido origen de un virus

A cualquier ciudadano, y en particular a mí mismo como profesor de Filosofía, se le plantean continuamente situaciones ante las cuales le resulta necesario tomar partido. Esto que veo, o que escucho, ¿me parece bien o mal? Y, ante todo y para empezar, ¿es verdad o no es verdad? Así ha sucedido también con la cuestión de la pandemia del coronavirus Covid-19, sobre cuyo origen caben tres opciones: o bien es un virus producido por la misma Naturaleza, debido a una mutación al azar; o bien es artificial, creado en un laboratorio chino, y se escapó accidentalmente debido a un fallo de seguridad; o bien es artificial, pero ha sido diseminado de manera intencionada, con algún tipo de propósito oculto que también será necesario identificar.

La primera teoría es la más tranquilizadora, la que muchos seres humanos preferirían creer. No hay ninguna mano negra detrás de la tramoya del mundo. Se producen continuamente mutaciones víricas, y la del Covid-19 es simplemente una más. La explicación del mercado de Wuhan parece plausible. Además, resulta reconfortante poder confiar en la sinceridad de las autoridades. La desconfianza permanente nos lleva al estrés mental y al desasosiego. No es que prefiramos la pastilla azul de Matrix: es que creemos que las cosas son tal como parecen: si los conspiranoicos optan por otro camino, allá ellos. La navaja de Occam, el principio de economía, nos dice que la explicación más sencilla suele ser también la más probable: entia non sunt multiplicanda… Además, el pensamiento crítico e incluso la sofisticación intelectual están de nuestra parte. Richard Dawkins siempre resulta una apuesta segura.

Por mi parte, si no encontrase realmente argumentos para desconfiar de la versión oficial, no tendría ningún problema en adscribirme a ella. Por ejemplo, respecto al tema de la celebérrima conspiración lunar (“¿llegamos realmente a la Luna en 1969?”), un estudio serio de la cuestión obliga a reconocer que sí, que llegamos, por querida que se nos haya vuelto a muchos —a base de su frecuencia en la cultura popular— la teoría conspirativa por excelencia (y sin que ello signifique que no se nos haya podido ocultar otro tipo de información altamente relevante acerca de los viajes a la Luna). Así que sigamos al viejo Aristóteles, menos pasado de moda de lo que parece: la verdad es la adaequatio intellectus ad rem… Y si la res es de una determinada manera, no hay más remedio que admitirlo.

Ahora bien: resulta que sí hay motivos para desconfiar de la versión oficial. Y no sólo porque el esquema del mito platónico de la caverna esté presente en prácticamente cualquier situación social o política (los poderosos, los “titiriteros” detrás de la pared, siempre nos muestran la realidad como a ellos les interesa que la veamos), de manera que, por principio, hay que poner en duda la veracidad de lo dicho por “las autoridades”. No sólo por esto —que también— es aconsejable la duda, sino por una serie de razones objetivas que paso a detallar.

En primer lugar, las propias características del Covid-19, muy peculiares respecto a todos los demás coronavirus conocidos hasta ahora. Baja tasa de letalidad, pero altísima resistencia fuera del cuerpo humano, largo periodo de incubación sin síntomas: todo lo cual facilita una transmisibilidad o contagiabilidad sin precedentes. Sólo produce efectos graves en un porcentaje muy pequeño de individuos, pero constituye el virus ideal para producir no una verdadera pandemia stricto sensu, pero sí una epidemia de pánico social a escala planetaria, contando con la inestimable labor de los medios de comunicación de masas (como ha observado Yuval Harari, en el siglo XV el Covid-19 habría pasado completamente inadvertido): una epidemia de pánico social que derive en una catástrofe económica y provoque transformaciones políticas, económicas, psicológicas y culturales de fondo que van infinitamente más allá del aspecto sanitario de lo que realmente es una pseudopandemia.

Así que el Covid-19, o SARS Cov 2 —que es como debería llamarse; pero este nombre, el original, ya ha sido sutilmente censurado—, es, como mínimo, muy extraño. Aunque se nos dirá: “Sí, puede presentar unos rasgos peculiares, pero eso no significa necesariamente que haya sido diseñado: puede haber surgido de manera natural, y de hecho es lo que afirma la mayoría de científicos entendidos en el tema”.

Bien, de acuerdo, todo esto es cierto; pero vamos a introducir algunas precisiones. En primer lugar, el Covid-19 es, como he dicho, cuanto menos, muy peculiar como coronavirus, y (según reconocen expertos en bioterrorismo e inteligencia militar) parecería completamente adaptado a una finalidad de guerra psicológica e ingeniería social dadas las particulares características de las sociedades desarrolladas contemporáneas. Y en cuanto a la opinión de los científicos, tengamos en cuenta que entre la mayoría de virólogos que afirman que el coronavirus de Wuhan es de origen natural puede haber, simplemente, un conocimiento insuficiente o superficial del tema y, sobre todo, aparte de una profunda aversión a todo lo “alternativo” y pseudocientífico (ufología, homeopatía, antivacunas, etc.), al menos entre una parte de ellos el miedo a decir en público lo que piensan en privado, dado el precio que saben que tendrían que pagar por tal osadía. Es el “miedo a mojarse”, a quedar señalado como “alarmista”, “conspiranoico”, “prorruso” o “simpatizante de la extrema derecha”, por ejemplo. Resulta evidente que el establishment político y científico defiende la tesis del mercado de Wuhan como origen de la pandemia; y, como científicos con prestigio académico, conocen las presiones que existen y saben que ir contracorriente significaría arriesgar su posición y ser arrojados a las tinieblas exteriores a las que se expulsa a los disidentes y malditos.

Creo que todo esto que digo no es absurdo, pero desde luego tampoco resulta aún mínimamente concluyente. ¿Hay alguna razón más para dudar de la tesis del origen natural del Covid-19? En mi opinión, sí; y no sólo del origen natural, sino también del posible escape accidental del laboratorio de Wuhan. En lo que sigue no pretendo aportar ninguna información novedosa, nada que no esté circulando ya hace varias semanas por los foros alternativos de Internet. Me he limitado a recopilar y ordenar los argumentos que me parecen más consistentes, para al final aportar una reflexión filosófica que sí será, digamos, de mi propia cosecha.

2. El Covid-19, ¿un virus de diseño?

En primer lugar, desde hace ya al menos un par de décadas existe la posibilidad técnica de manipular virus por ingeniería genética para crear virus-quimera. Si estuviésemos, digamos, en 1980, esto aún no habría sido posible. De manera que la capacidad técnica ya está disponible, dado el estado de desarrollo de la bioingeniería actual.

En segundo lugar, existen laboratorios dedicados a este tipo de experimentación, dentro de programas de guerra bacteriológica o de proyectos sanitarios civiles pero susceptibles de uso militar. El laboratorio P-4 de Wuhan es uno de ellos (aunque esto no signifique necesariamente que el Covid-19 haya sido desarrollado allí).

En tercer lugar, sabemos que, desde hace varios años, se está experimentando en la creación de coronavirus con “capacidades mejoradas”, tal como se deduce de la lectura del artículo publicado en Nature Medicine en noviembre de 2015 que motivó, pocos días después, la información ofrecida por el programa de la RAI TGR Leonardo sobre los experimentos chinos con coronavirus. Es cierto que el virus del que se hablaba en ese programa no era el Covid-19, pero también lo es que se informaba de que se estaba investigando sobre la posible modificación de coronavirus para que pudiesen pasar directamente del murciélago al tracto respiratorio humano. Como mínimo, resulta lícito preguntarse bajo qué directrices y con qué propósitos se efectúan tal tipo de investigaciones.

En cuarto lugar, en marzo de 2020 un grupo de científicos indios se atrevió a hacer público un análisis que mostraba las inserciones artificiales en la secuencia genética del Covid-19: unas inserciones que servían para construir la “llave” que le sirve al Covid-19 para “abrir la cerradura” de las células del aparato respiratorio humano e infectarlas (pero, como ya hemos dicho, siguiendo un proceso inusualmente lento, de manera que el sujeto pase varios días asintomático, dándole así tiempo a infectar a otras muchas personas y extender la enfermedad). Sin embargo, ante las enormes presiones recibidas, estos científicos indios fueron obligados a retractarse y, de hecho, ya en la segunda quincena de abril de 2020 su investigación parece haber desaparecido de Internet, o al menos haber quedado sospechosamente oculta en páginas de difícil acceso.

Y en quinto lugar, una voz de reconocido prestigio como el virólogo francés Luc Montagnier, descubridor del VIH en 1983 y Premio Nobel de Medicina en 2008, ha dicho públicamente que, después de estudiar la secuencia genética del Covid-19, le parece evidente que se trata de un virus diseñado en laboratorio, y que nunca podría haber surgido por una mutación al azar. Parece lógico pensar que, si se ha atrevido a decirlo, se debe a que sabe que su prestigio científico y su posición personal lo convierten en una figura inatacable. Es decir, lo piensa y puede permitirse el lujo de decirlo públicamente. Eso no significa que no pueda equivocarse (el argumento de autoridad nunca es definitivo), pero al menos da que pensar.

Todo lo anterior apoya mi convicción de que el Covid-19 no es un virus natural, como pudieron serlo los del Zika, el SARS o el Ébola. Comprendo que es mucho más cómodo tomar la pastilla azul (querer estar siempre en el lado de la pastilla roja te puede desestabilizar a nivel psíquico o desquiciar a nivel filosófico) y quedar cómodamente instalado en los relatos de la Matrix; y, como ya he dicho, no tendría empacho en admitir la versión oficial si honradamente me pareciese cierta. Pero resulta que no me lo parece ni en cuanto al origen natural del Covid-19 (por cierto: he olvidado decir que la tesis del mercado de animales vivos de Wuhan no está probada en absoluto y se da por buena de manera acrítica) ni en cuanto al escape accidental del virus del laboratorio de Wuhan (hipótesis que defiende Montagnier).

3. La tesis de la propagación intencionada

Entramos aquí en territorio ya puramente conspiranoico: porque lo que se trata de dilucidar es nada menos que la posible diseminación intencionada del coronavirus. Entramos también en la “batalla por el relato”, ya que China, que hace algunas semanas parecía ir ganando este combate y adquiriendo prestigio y soft power ante el mundo por su enérgica y al parecer eficaz gestión de la pandemia, ahora camina sobre el filo de la navaja, temiendo que finalmente se imponga ante la opinión pública mundial la tesis de una posible negligencia en el laboratorio P-4 de Wuhan como origen de la pandemia.

Resulta muy comprensible la resistencia psicológica a entrar en este tipo de consideraciones. Los seres humanos necesitamos creer en un orden del mundo básicamente bondadoso. Los psicólogos especialistas en cuentos infantiles saben que es esencial que el cuento termine bien: eso estructura correctamente la imagen del mundo que se va formando el niño. Los niños no conciben que sus padres puedan divorciarse. Los adultos necesitan confiar en el sistema: si incluso los fundamentos más básicos se tambalean… La gente quiere pensar que la policía está ahí para defenderla. En cuanto a los políticos, la publicidad y todo eso, sí, sabemos que nos mienten y nos manipulan en muchos temas; pero nos resistimos a pensar que exista una Gran Mentira, y mucho menos una Gran Conspiración. ¿No desacreditó Umberto Eco todas las conspiraciones, todos los “Protocolos de los Sabios de Sión”, en El péndulo de Foucault? Contra esas lucubraciones tóxicas, simiente de odios y genocidios, proponía la certidumbre empirista de la percepción sensorial inmediata, que, arrancándote de tales quimeras, te reinstala de nuevo en la realidad efectiva del mundo.

Y, sin embargo, puede que la Gran Conspiración no sea un simple mito fácilmente desacreditable. Existen razones que abonan la tesis de una propagación intencionada de la pandemia —pseudopandemia, para ser exactos— del Covid-19. No razones totalmente demostrativas, pero me parece que sí muy dignas de una seria consideración.

En primer lugar, tenemos el hoy ya célebre —al menos en el Internet alternativo— “Evento 201”. Resulta que el 18 de octubre de 2019 se celebra en Nueva York, organizado por el Centro John Hopkins para la Seguridad Sanitaria, el Foro Económico Mundial y la Fundación Bill & Melinda Gates un simulacro de pandemia por coronavirus que, visto en retrospectiva, prácticamente calca todo lo que está sucediendo con la pandemia del Covid-19. Bien es cierto que los datos son distintos y que, por ejemplo, en el simulacro se preveían 65 millones de muertes; pero no deja de ser llamativo que, seis semanas antes del inicio de la pandemia en China, instituciones de primer nivel mundial realicen una simulación que más parece un ensayo general que otra cosa. Por supuesto, se nos dirá que, si leemos las conclusiones del simulacro, lo que hay allí son las recomendaciones que hoy se están poniendo en práctica para luchar contra los efectos de la pandemia y que, por tanto, el objetivo era totalmente laudable y comprensible. Ahora bien: que se ofrezca tal tipo de conclusiones y recomendaciones es algo que hay que dar por descontado; lo que se debe considerar es si, por debajo de la superficie, totalmente respetable, del Evento 201, en realidad lo que se escondía era la información reservada de que precisamente ese tipo de urgencia sanitaria se iba a desencadenar apenas seis semanas después. Desde luego, no podemos probar fehacientemente tal cosa, pero me parece que da mucho que pensar que se celebre un simulacro de pandemia por coronavirus con amplia presencia de personalidades de la élite globalista unas semanas antes de que estalle efectivamente una emergencia de tal tipo.

En segundo lugar —y es para mí el argumento fáctico más fuerte a favor del carácter premeditado de la pandemia—, prestemos atención a las ya célebres portadas de The Economist. Para ser sincero, hasta hace pocas semanas yo mismo no sabía que esta publicación británica está considerada casi oficialmente como “la revista de la Élite globalista” ni que, en círculos conspirativos, se ha convertido ya en una tradición analizar los mensajes en clave que aparecen en la portada del número de diciembre, donde se analizan los fenómenos y tendencias más determinantes del año que se apresta a comenzar.

"The Economist", la revista de la Élite globalista

Pues bien: resulta que en el número de diciembre de 2018, titulado “The World in 2019” y que tiene como figura central al Hombre de Vitrubio, aparece en la zona inferior… ¡un pangolín! Repitámoslo, atónitos: a finales de 2018, la revista económica y política de la Élite Mundial, de la City Londinense, de la familia Rothschild, del Club Bilderberg o como queramos llamarla, incluye en su famosa portada de final de año el dibujo de un animal cuya misma existencia era desconocida para el común de los mortales, que los mismos analistas conspirativos no se explicaron entonces qué pintaba ahí, pero que a finales de 2019 se haría mundialmente conocido como posible animal transmisor intermedio del Covid-19 según la tesis oficial. Si aquí no hay un argumento de peso para sospechar que ya entonces se había trazado un plan en el que el pangolín tendría un protagonismo destacado, ¿entonces dónde lo habrá?

Y por cierto: la portada de The Economist de diciembre de 2019, “The World in 2020”, tampoco deja indiferente a nadie. Consiste en una tabla optométrica —la que usan los oculistas para medir la agudeza visual— que, en sus últimas líneas, incluye las palabras “rat” (“rata”, símbolo universal de las epidemias desde la Peste Negra) y “nightingale” (“golondrina”; el único significado visible de tal palabra en este contexto parece ser una referencia a Florence Nightingale, fundadora de la Enfermería moderna). Pues bien: este número de The Economist se prepara, como muy tarde, en noviembre de 2019, cuando todavía no existía ni la más leve sospecha acerca de las dimensiones que iba a adquirir la pandemia del Covid-19… salvo —claro— entre quienes ya disponían de información privilegiada acerca del plan en curso. Los analistas conspirativos que a principios de diciembre de 2019 interpretaban esa portada veían en ella, entre otras cosas, un fuerte patrón que apuntaba hacia algún tipo de emergencia sanitaria; pero aún no la relacionaban con el coronavirus de Wuhan, que por aquel entonces todavía no ocupaba lugar alguno en los grandes medios de comunicación internacionales.

Así que, a mi modo de ver, los indicios se van acumulando uno tras otro… Sin ser totalmente probatorios, por supuesto, pero creo que sí muy significativos desde un punto de vista estrictamente racional. No negamos la posibilidad de que pueda existir una explicación alternativa para todos estos enigmas de The Economist; y, además, ¿cómo iban a ser tan imprudentes como para dejar por adelantado tales pistas acerca de sus planes? Salvo que mostrar esas pistas forme parte de un juego psicológico, simbólico y hasta ritual, a lo cual, por cierto, sabemos por David Icke y por tantos otros que las élites son sumamente aficionadas.

No quiero concluir esta parte de mi exposición sin referirme, aunque sea brevemente, al tema del chip subcutáneo, del “microchip 666” o “Marca de la Bestia” que se lleva tiempo diciendo que algún día querrán implantarnos para suprimir definitivamente el dinero físico y tener controlada a la población hasta límites inimaginables. Podría parecer una ensoñación conspirativa irrealizable; pero precisamente en el contexto de la pandemia del Covid-19 y del “control sanitario” que querrán hacernos creer que es necesario a partir de ahora para evitar posibles rebrotes, ha dejado de ser ciencia ficción el día, tal vez ya no muy lejano, en que pretendan implantarnos un chip que, entre otras muchas cosas, demuestre —por ejemplo— que nos hemos puesto la futura vacuna.

Pues bien: resulta, oh casualidad, que el 26 de marzo de 2020 Microsoft, la megacorporación de Bill Gates, ha registrado en la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual de Naciones Unidas, una nueva patente para obtener criptomonedas usando datos de actividad corporal humana: es decir, un dispositivo digital que coincide, punto por punto, con lo que la cultura popular ya conoce como el “microchip 666”. ¿Y adivina el lector cuál es el número oficial de la patente? Pues nada menos que “2020/060606”. ¿Una coincidencia? ¿Un rasgo de humor negro de la propia Organización de Patentes? ¿Una petición expresa de Microsoft? ¿Un gesto ritual de la Élite, al mismo nivel que el pangolín de The Economist? No lo sabemos con seguridad; pero son muchos los factores que, sin probar nada de una manera irrefutable —lo reconozco—, sí que van acumulando indicio tras indicio a favor de la tesis que sostiene el autor de las presentes líneas.

4. ¿A quién interesa la pandemia?

“Muy bien, señor Belchí: admitamos que tiene usted razón y que el coronavirus ha sido diseñado y puesto en circulación de manera intencionada. Y todo esto, ¿con qué propósito se haría? Una crisis económica mundial causada como consecuencia indirecta de la pandemia, ¿no podría ser peligrosa también para la misma Élite que supuestamente la ha puesto en marcha? Si ya poseen tanto dinero y poder, ¿para qué embarcarse en un plan así?”

Para entender tal cosa, resulta necesario saber que, como han señalado muchos prominentes economistas, el sistema económico capitalista, en su versión actual, se encuentra ya totalmente agotado desde la crisis de 2008: sobrevive desde entonces “con respiración asistida”, gracias a las masivas inyecciones de liquidez introducidas por los Bancos Centrales y a unos tipos de interés de nivel cero e incluso negativos. Entre nosotros lo viene repitiendo de manera señalada Santiago Niño Becerra, catedrático de Estructura Económica de la Universidad Pompeu Fabra. Lleva años diciendo que el crash económico global es absolutamente inevitable: se puede retrasar algunos años —como se ha hecho desde 2008—, pero finalmente va a llegar. El endeudamiento mundial (unos 200 billones de dólares, según dicen), el desajuste entre economía real y economía financiera, la disrupción de las nuevas tecnologías… Todo hace ya inviable el modelo económico capitalista que ha regido desde 1950. Hay que sustituirlo por otro en el que, según Niño Becerra, habrá un paro estructural altísimo, desaparecerá prácticamente la clase media y los pequeños negocios y empresas, y será necesario implantar la renta básica para evitar un estallido social.

Santiago Niño Becerra no es un teórico de la conspiración, ni tampoco un filósofo profundísimo: se limita a diagnosticar y describir una realidad según los síntomas que en ella aprecia. Reconoce que viene una época de sufrimiento para una gran parte de la población occidental. La clase media quedará depauperada. Aumentarán las desigualdades. La sociedad se polarizará cada vez más entre la clase superior y elitista, por un lado, y la masa de la población por otro, dividida en diversos grados de “clase baja”. No le gusta que vaya a pasar esto, pero le parece que es inevitable.

La Élite globalista sabe perfectamente todo esto. Lo sabe perfectamente The Economist. El crash no se puede evitar. Entonces, ¿qué hay que hacer? Pues dirigirlo, pilotarlo, tener un plan.

La pseudoepidemia del Covid-19 sólo está acelerando un proceso que ya existía; el crash mundial

Efectuar una demolición controlada de un edificio aquejado de aluminosis estructural. El proceso de transformación ya estaba en marcha desde hacía años: hay que llevarlo a cabo poco a poco para evitar una toma de conciencia generalizada y una rebelión popular que se desea evitar a toda costa. Según una opinión ya muy extendida entre los economistas más perspicaces —y Niño Becerra es uno de ellos—, la pseudoepidemia del Covid-19 sólo está acelerando un proceso que ya existía. El crash mundial se hubiera producido de todas formas; pero es mejor que se produzca como tú quieres, cuando tú quieres y bajo tu control.

Y, en realidad, he aquí un argumento más a favor de la tesis que sostengo: estamos ante una pseudopandemia provocada y dirigida. Porque no hace falta moverse en ningún círculo conspiranoico para darse cuenta de que los efectos del Covid-19 se ajustan milimétricamente a los deseos, largamente acariciados, de la élite política, tecnológica y financiera internacional.

Los efectos del Covid-19 se ajustan a los deseos, de la élite política, tecnológica y financiera internacional

No les hubiera valido ningún otro tipo de coronavirus ni ningún otro tipo de pandemia: lo que necesitaban era precisamente lo que está pasando. Un virus para el que no hubiera inmunidad previa entre la población mundial y que, aunque no fuese muy letal, se extendiese con gran rapidez y provocase en los países desarrollados el colapso de los sistemas sanitarios, causando una epidemia de pánico y obligando a los gobiernos a tomar medidas sin precedentes de cuarentena y aislamiento social que paralizarían casi por completo la actividad económica. Y, por supuesto, todo ello sería imposible sin el concurso inestimable de los medios de comunicación, grandes difusores de un estado de histeria masiva. Primero tranquilizaron y anestesiaron a la población tachando de alarmistas a los pocos que, ya en enero y febrero, avisaron de lo que se avecinaba; y después siguieron mintiendo y anestesiando al hurtar la información y el debate sobre lo que sucede entre bastidores en el escenario del mundo político y financiero internacional, al tiempo que entretenían a los ciudadanos con inanes noticias sobre mascarillas, balcones, retos solidarios y tartas caseras.

Este era el objetivo, pues: el crash económico controlado, la extensión de una auténtica epidemia de miedo, previa a la aplicación de la “doctrina del shock”, según la afortunada expresión acuñada por Naomi Klein. Ahora, tras el impacto de la pandemia, los ciudadanos occidentales están mucho más cerca de aceptar la supresión del dinero en efectivo e incluso el chip subcutáneo, si les convencen de que éste es necesario para garantizar la futura seguridad sanitaria de la población. Por su parte, los Estados se encuentran debilitados, y lo estarán aún más en el futuro ante el tremendo esfuerzo que la mitigación de los efectos económicos de la pandemia —mucho más devastadores y duraderos que los puramente sanitarios— va a exigir a sus arcas públicas; y su margen de maniobra y soberanía menguará también ante la creciente preponderancia de las instancias decisorias supranacionales, necesarias —nos dirán— para el manejo de emergencias que ya se mueven a escala planetaria. El Gobierno Mundial se encuentra más próximo de lo que ha estado nunca. En cuanto a la tecnología 5G —elemento imprescindible para el futuro diseñado por la Élite—, también ahora se implantará con muchos menos problemas, objeciones y reticencias, ante la importancia creciente que van a cobrar el teletrabajo y todo tipo de procesos telemáticos. Y son sólo unos cuantos ejemplos de las muchísimas ventajas que el Covid-19 supone para la Élite globalista. Vamos, que ni si ellos mismos hubieran diseñado a propósito la pandemia les habría salido tan bien. O esperen: es que tal vez sea eso, que son ellos los que la han diseñado…

Se trata de algo que me parece absolutamente evidente: la Élite tiene un plan. Ya lo dijo David Rockefeller en 1994 ante un grupo de embajadores en las Naciones Unidas: “Estamos a las puertas de una gran transformación.

David Rockfeller (1984): “Lo único que necesitamos es la crisis adecuada, y el mundo aceptará el Nuevo Orden Mundial”.

Lo único que necesitamos es la crisis adecuada, y el mundo aceptará el Nuevo Orden Mundial”. Agotado el modelo hiperindividualista de 1950-2020, ya en estado comatoso desde 2008, ahora la brusca alteración mental y de costumbres provocada por la pseudopandemia del Covid-19, el crash económico inducido por ésta —y querido por la Élite— y la tecnología 5G, absolutamente imprescindible para el nuevo sistema socio-económico que han diseñado para nosotros, posibilitarán que el mundo pase a una nueva era, basada en el Internet de las Cosas, que abrirá posibilidades de negocio absolutamente nuevas, un campo virgen de explotación económica en el que, nos guste o no —si se cumplen los planes de la Élite globalista—, tendremos que acostumbrarnos a vivir. Y téngase en cuenta, además, que el plan de la Élite todavía está a medio desarrollar y no sabemos qué otras fases quedan ni qué otros efectos desestabilizadores puede producir en el ámbito geopolítico global.

5. Conclusión: el futuro no está cerrado

De manera que ya han preparado cierto futuro para nosotros: agenda transhumanista, áreas urbanas a modo de paradisíacos resorts de ultralujo (Elysium) para la élite tecno-financiera, renta básica universal como instrumento de control social de las masas empobrecidas, generalización de las redes telemáticas en la vida cotidiana, supresión del efectivo, geolocalización y monitorización permanente, sistema de crédito social similar al que ya existe en China, omnipresente vigilancia orwelliano-tecnológica, probable vacuna obligatoria, chip subcutáneo bajo pena de convertirse en un paria social, vaciamiento de poder de hecho de los Parlamentos nacionales, etc., etc. Parte de todo ello aún nos puede sonar a ciencia ficción; pero esperemos a 2030 y ya volveremos a hablar. ¿No percibimos el enorme trecho que hemos recorrido en apenas tres meses? La Élite debe de andar absolutamente eufórica. Todo parece estarles saliendo a pedir de boca. Es cierto que el proceso no está completado, que quedan años de pasos sucesivos; pero la gran jugada de la pseudopandemia originada en Wuhan les está saliendo tal como habían proyectado. El grueso de la población anda temerosa y desorientada, y cada vez se comporta con mayor docilidad ante las autoridades. Todavía quedan flecos importantes, como por ejemplo Rusia. La inteligencia militar del Kremlin no se llama a engaño: sabe perfectamente que lo que se halla en curso es una gran operación de ingeniería social y una guerra declarada a los Estados-nación y a todos los valores tradicionales, y así lo han declarado ya públicamente altos oficiales de la inteligencia rusa. Así que de Rusia y de Putin habrá que encargarse de algún modo.

En realidad, tales consideraciones desbordan el objeto del presente escrito, de manera que no nos vamos a extender más al respecto. Quería explicar en qué me baso para pensar que estamos ante un virus artificial y difundido intencionadamente, y espero haber logrado mi propósito. No pretendo haber convencido por completo a nuestros lectores, pero sí, al menos, haber hecho que se paren a pensar.

Desde los tiempos de Debord y Lipovetsky hemos criticado mucho, y con razón, la banalidad de las sociedades posmodernas, causa de tanta infelicidad íntima, de tanto Prozac comprado en las farmacias. No nos gusta está sociedad capitalista y narcisista. Básicamente, era la crítica que ya en la década de 1990 se dirigía contra la globalización.

Ahora nos dicen que este sistema —el económico, no el de la banalización— ya no sirve y que hay que pasar a otro nuevo; el Covid-19 es un instrumento, un truco, una añagaza para empujarnos a dar el salto con más rapidez. El salto a un mundo un poco distópico, pero al que acabaremos acostumbrándonos. Habrá ganadores y perdedores, sufrimiento, necesidad de adaptarse o perecer, un darwinismo monstruoso. Será duro, sí; pero, ¿acaso no estábamos ante unas sociedades occidentales reblandecidas y acomodadas a las que es de justicia aplicar la filosofía purificadora del titán Thanos? Los memes de Bill Gates con el guantelete de Thanos corren desde hace unos días por las redes sociales.

Aún estamos a tiempo de resistirnos, sin embargo, a un plan diseñado sin habernos consultado y que sólo nos considera como un rebaño fácilmente manipulable, como pura carne de cañón. Queremos otro futuro, pero no éste que la Élite nos prepara para perpetuar su dominación. Y también nosotros necesitamos algún plan sugestivo y una hoja de ruta. De lo contrario, la superioridad estratégica de los globalistas y nuestra propia incapacidad para organizarnos serán los grilletes que nos encadenen a una nueva forma de esclavitud, más odiosa que cuantas ya antes han existido en el mundo.

elmanifiesto.com

martes, 28 de abril de 2020

La pérdida de España. Alberto Bárcena.

Muy buena conferencia. Alberto Bárcena es un magnífico historiador. Es uno de los pocos historiadores en el panorama actual, que es consecuente con sus ideas.

ZP, Tres años de gobierno masónico , Ricardo de la Cierva.

Entrevista de César Vidal a Ricardo de la Cierva con motivo de la publicación del libro "ZP, tres años de gobierno masónico.

miércoles, 22 de abril de 2020

La Europa revolucionaria. Stanley Payne.

Leer un libro de -Stanley Payne constituye siempre una lección de humildad, si bien extraordinariamente provechosa. Solo un reducido número de estudiosos muestran un dominio semejante de la historiografía escrita en las principales lenguas europeas (y también en las de menor importancia). Su publicación más reciente, la última de varias docenas sobre la historia europea y española, es una incorporación más que bienvenida a la historia comparada de las guerras civiles y las revoluciones. La mayor parte de los especialistas en historia comparada se han centrado en estas últimas, mientras que Payne presta un auténtico servicio con su exploración de las primeras. Su síntesis supone una importante contribución gracias a su examen de los papeles seminales desem-peñados por las potencias secundarias a menudo ignoradas –Turquía, Finlandia, Letonia, Mongolia, Italia, Hungría, Grecia, Yugoslavia y, sobre todo, España– en la historia de las guerras civiles y de las revoluciones del siglo xx. Resulta apropiado que se concentre en la violencia durante el que es quizás el período más marcado por la muerte de la historia europea.
Con sofisticación analítica, el autor distingue tres tipos de guerras civiles: conflictos dinásticos medievales, luchas de liberación separatistas o nacionales y guerras civiles contemporáneas a gran escala. Estas últimas se convierten a menudo en confrontaciones de revolucionarios versus contrarrevolucionarios. Estas categorías –ligadas al profuso conocimiento bibliográfico de Payne– dan lugar a provocadoras reflexiones tanto para historiadores europeos como americanos: «El combate que libraron los confederados [en la guerra de secesión estadounidense] también podría considerarse la guerra de liberación nacional más prolongada con resultado fallido, del mismo modo que la guerra civil española de 1936 comportó la revolución más profunda de la historia con resultado también fallido» (p. 12).
Payne defiende que las revoluciones no se dan en las sociedades tradicionales, sino más bien en aquellas que han alcanzado un cierto grado de modernización. Siguiendo a Jonathan Israel, el autor afirma que la agitación intelectua1proporciona la base para la revolución política1. En este sentido, al igual que Alexis de Tocqueville, Payne resta énfasis a los factores materiales y estructurales en favor de una aproximación tanto psicológica como política a la causalidad.
El autor comienza el período de las revoluciones del siglo xx con acontecimientos que se produjeron en los imperios ruso y otomano. El inicio de la modernización y la derrota en la guerra contra los japoneses desencadenó la Revolución rusa de 1905. En el imperio otomano, el activismo nacionalista y una percepción del declive imperial dieron comienzo a un período de genocidios y limpiezas étnicas durante los cuales doscientos mil armenios fueron masacrados entre 1894 y 1909, «el primer gran estallido de violencia yihadista del siglo xx» (p. 23). El éxito de la revolución de los Jóvenes Turcos en 1908 dio lugar a «uno de los más siniestros» regímenes de todo el siglo xx (p. 23).
Sin embargo, la gran época de las guerras civiles entre revolucionarios y contrarrevolucionarios comenzó de resultas de la Primera Guerra Mundial en Rusia y Finlandia durante 1917-1918. Al contrario que en las guerras dinásticas más tradicionales, en estos conflictos ambas facciones se esforzaron enormemente por deshumanizar a sus enemigos. Así, fueron habituales atrocidades mutuas no solo contra los que se percibían como enemigos, sino también contra no combatientes, muchos de los cuales eran vistos como «una quinta columna», la expresión que el general Emilio Mola acuñó en 1936 y que, significativamente, pasó a ser de uso generalizado a partir de entonces. Dos «civilizaciones», cuyas concepciones de la sociedad y del Estado eran absolutamente antagónicas, se enfrentaron en sangrientas guerras regulares e irregulares. Estas contiendas polarizadas generaron a su vez exigencias, nacidas en la guerra civil estadounidense, de un «rendimiento incondicional». Estas guerras civiles dieron lugar a una propaganda masiva de cara a lo que Mao Zedong llamaba «la movilización del odio» y favorecieron la eliminación violenta de los enemigos ideológicos.
La Primera Guerra Mundial –cu-yas partes beligerantes, al igual que las de las modernas guerras civiles, exigieron una victoria total– desató una violencia que no se había conocido desde la Guerra de los Treinta Años: las limpiezas étnicas y los pogromos zaristas se ensañaron con cientos de miles de judíos y polacos. El imperio ruso acabó con las rebeliones musulmanas en el Asia central rusa a costa de decenas de miles de vidas, y los otomanos deportaron a casi la totalidad de la población armenia de la moderna Turquía, matando de uno a un millón y medio de armenios aproximadamente. Este tipo de brutalidades hizo que las atrocidades alemanas en Bélgica –don-de 6.427 personas (incluidos cuarenta y tres sacerdotes) fueron -ejecutadas– parecieran relativamente insignificantes.
La Primera Guerra Mundial no fue exactamente una «guerra civil europea», pero sí brindó numerosas oportunidades para extender la violencia internacional al interior de las sociedades. El objetivo del ministerio de Asuntos Exteriores alemán era socavar las bases de los países aliados y sus imperios, favoreciendo así las rebeliones musulmanas en los imperios británico, francés y ruso. La Alemania monárquica también ayudó a los comunistas rusos. En otras palabras, fue Berlín –no Moscú– quien contribuyó a implementar el primer proyecto de revolución global. Dio fruto en la más débil de las grandes potencias, el imperio ruso. En Finlandia, en noviembre de 1917, los socialistas –apoyados por los bolcheviques– declararon una huelga general concebida para copiar la reciente toma del poder por parte de Lenin. Al igual que en España en 1934, la insurrección encabezada por los socialistas fracasó, pero sirvió para acentuar la polarización de la política finlandesa. La guerra civil finlandesa estalló en enero de 1918 y se extendería durante tres meses, hasta abril. En muchos sentidos, el conflicto finlandés prefiguró el español: en esta confrontación entre revolucionarios y contrarrevolucionarios, cada facción recibió una importante ayuda extranjera y los contrarrevolucionarios emplearon con éxito una represión mucho mayor que sus enemigos. El general Carl-Gustaf Mannerheim estuvo al frente de estos últimos, que aplastaron a los socialistas con ayuda alemana y eliminaron temporalmente la influencia bolchevique de Finlandia.
El resultado fue, por supuesto, diferente en la guerra civil rusa, que se convirtió en el modelo para los revolucionarios del siglo xx en toda Europa y en el resto del mundo. Del mismo modo que la revolución de 1905 surgió de la guerra ruso-japonesa, la revolución de 1917 fue una consecuencia de la Primera Guerra Mundial. Los comunistas letones proporcionaron a los bolcheviques sus soldados más eficaces, que desmantelaron la Asamblea Constituyente elegida democráticamente en enero de 1918. Los bolcheviques y los alemanes se ayudaron mutuamente con la firma del tratado de Brest Litovsk en marzo de 1918, que permitía el control alemán sobre amplias zonas de lo que había sido el imperio ruso a cambio del reconocimiento diplomático de la dictadura comunista. Este tratado y su secuela –el acuerdo adicional de agosto de 1918– «iba mucho más lejos que el Pacto Nazi-Soviético de 1939, pero por el momento los bolcheviques se aferraron a él como si fuera un salvavidas. Si Alemania hubiera ganado la [primera] guerra […] se habría vuelto contra Lenin como Hitler se volvería posteriormente contra Stalin, y podría haber liquidado en cualquier momento y con facilidad a los bolcheviques. Paradójicamente, lo que salvó a estos fue el triunfo de los Aliados capitalistas democráticos. Lenin había hecho un pacto con el diablo y se salvó por los pelos. Veinte años después, Stalin no tendría tanta suerte al seguir la misma senda» (p. 80).
Casi inmediatamente después, los bolcheviques se vieron obligados a enfrentarse a los contrarrevolucionarios. Junto con los letones, los voluntarios extranjeros –exprisioneros de guerra abandonados en medio del imperio ruso– se convirtieron en las tropas comunistas de élite. Payne ve al Ejército Rojo, con sus voluntarios y comisarios internacionales, como el modelo del Ejército Popular durante la Guerra Civil española. Tanto los revolucionarios como los contrarrevolucionarios explotaron y saquearon despiadadamente a los campesinos (el ochenta y cinco por ciento de la población), cuyo principal deseo era que ambas facciones les dejaran en paz para poder cultivar las tierras que les había concedido la revolución. Los trabajadores urbanos (el diez por ciento de la población) estaban casi tan desconectados del conflicto como los campesinos. Los Rojos triunfaron en gran medida debido a su relativa disciplina militar y a su maquinaria de guerra centralizada. Los Blancos fracasaron debido a su corrupción masiva y al modo en que malgastaron la ayuda aliada. Su sistema de suministro simplemente amplió los pogromos de los judíos (de los que cien mil fueron asesinados) a gran parte del resto de la población civil bajo su control. En términos relativos, solo la guerra civil yugoslava (1940-1945) podría parangonarse a la rusa en términos de destrucción y pérdida de vidas. En términos absolutos, únicamente el conflicto civil chino superó al ruso en número de víctimas, pero la alta tasa de natalidad de las familias campesinas rusas compensó las pérdidas masivas de la guerra civil y posibilitó la consolidación del régimen durante los años veinte. El éxito del Ejército Rojo culminó en la conquista de Mongolia Exterior en 1921, que los soviéticos convertirían varios años después en la primera «república popular», un sistema político que extenderían enormemente tras la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, después de la Primera Guerra Mundial, la Unión Soviética se quedó aislada. La revolución alemana de 1918-1919 tomó un sesgo antibolchevique, que secundaron incluso Rosa Luxemburgo y Karl Leibknecht, «valerosos revolucionarios» (p. 129). Los Freikorps de extrema derecha utilizaron la amenaza revolucionaria para desencadenar en Alemania la violencia contrarrevolucionaria que habían aprendido durante su participación en la feroz represión anticomunista en el curso de las guerras civiles letona y lituana. Los oficiales y los soldados del ejército alemán se unieron de buen grado a los Freikorps para suprimir las revueltas y las huelgas de los trabajadores. Sin embargo, una vez que triunfó la contrarrevolución, las élites alemanas se mostraron encantadas de reanudar los lazos diplomáticos, militares y económicos con la Unión Soviética –que perdurarían hasta la invasión nazi de Rusia– con objeto de hacer frente a las restricciones británicas y francesas impuestas a Alemania.
La otra gran revolución fallida se produjo en Hungría, que sufrió mucho más que Alemania por causa del tratado de Versalles. Béla Kun encabezó el empeño de crear una sociedad comunista en Hungría. Aterrorizó caprichosamente a sus adversarios políticos y colectivizó imprudentemente pequeñas granjas, alienando con ello al grueso de la población. Además se mostró incapaz de defender al país contra el ejército rumano, apoyado por los aliados occidentales. En agosto de 1919, el almirante Miklós Horthy se hizo con el control y estableció un régimen autoritario que, al igual que en Finlandia, instituyó un terror mucho más brutal que su precedente comunista.
En el mismo período, el fascismo italiano nació de los enfrentamientos posteriores a la guerra entre los trabajadores y los dueños de la propiedad. Los fascistas se dedicaron a boicotear las huelgas e intentaron trascender sus acciones contrarrevolucionarias llamando a una «revolución antropológica» que habría de crear un «hombre nuevo». Más que los comunistas, los fascistas glorificaron la violencia y la experiencia de la guerra. Así, militarizaron su partido y aterrorizaron eficazmente a sus adversarios políticos. Sin embargo, el número de muertes causadas por la violencia política en Italia siguió siendo relativamente insignificante en comparación con las de la Unión Soviética o incluso considerablemente por debajo de las de España durante la Segunda República.
Payne resalta la propensión casi idéntica a la violencia –al menos antes de 1933– tanto de los comunistas como de los nazis en Alemania. Casi todos los partidos –de la derecha autoritaria a la extrema izquierda– compartieron el hecho de infravalorar a Hitler. La derecha nacionalista mantenía la ilusión de que podrían controlarlo, mientras que los comunistas creían que el fascismo alemán daría rápidamente paso a su gobierno, tal y como rezaba su eslogan: «“¡Después de Hitler nos toca a nosotros!”. Hasta cierto punto será así, pero solo a la larga, en absoluto como pronosticaban los teóricos comunistas y solo después de los inimaginables peligros y destrucciones de una guerra mundial» (p. 190). El éxito del nazismo en el país potencialmente más poderoso de Europa dio alas a los movimientos fascistas en todo el mundo, y especialmente en Hungría, Rumanía y Austria. Sin embargo, estos países, además de Yugoslavia, Portugal y Polonia, se mantuvieron como naciones autoritarias más que fascistas.
España vivió enfrentamientos violentos entre una amplia variedad de corrientes políticas, un motivo fundamental por el que la Guerra Civil ha fascinado a observadores de todo el mundo. Las víctimas españolas del terror derechista e izquierdista fueron proporcionalmente menos numerosas que los muertos en Finlandia, pero probablemente superiores a las rusas. «La más amplia» y «la más espontánea» (p. 252) revolución jamás vivida en país europeo alguno se produjo en la zona republicana. Al mismo tiempo, surgieron guerras civiles dentro de la Guerra Civil entre anarquistas, comunistas y socialistas. Por contraste, la España nacionalista fue capaz de evitar en gran medida las confrontaciones entre sus facciones. Y, lo que fue igual de importante, Franco demostró ser mucho más competente que los generales rusos blancos. Al contrario que ellos, centralizó de manera eficaz la autoridad, movilizó a su población y creó una sólida economía de guerra. Fue Franco –no Largo Caballero– quien se erigió en el Lenin español.
La Iglesia aportó el pegamento cultural «neotradicionalista» para los nacionalistas, ya que «la religión definió el conflicto español hasta extremos nunca vistos en ninguna otra guerra revolucionaria» (p. 271). La persecución de la Iglesia en la zona republicana fracasó y unió a los católicos y a los nacionalistas. El catolicismo internacional complementó el apoyo prestado por las potencias fascistas. Hitler se valió hábilmente del conflicto español para desviar la atención de su expansionismo en el centro y el este de Europa. Stalin tuvo menos éxito, ya que su ayuda económica y militar a una República «democrática» distanció paradójicamente a las potencias democráticas a las que estaba intentando atraer.
El final de la Segunda Guerra Mundial desencadenó una serie de guerras civiles. En Italia, entre 1943 y 1945, los enfrentamientos entre los antifascistas, las tropas alemanas y las fuerzas de Mussolini se cobraron doscientas mil vidas. La guerra en Italia fue, de forma simultánea, una guerra civil, una guerra revolucionaria y una guerra de liberación nacional. Los conflictos en Yugoslavia y Grecia fueron, asimismo, tridimensionales; sin embargo, en los Balcanes el peso de la guerra revolucionaria fue mayor que en Italia. Payne cuenta estos conflictos polifacéticos de un modo extraordinariamente claro y sucinto. Concluye que, tras la Segunda Guerra Mundial –con las importantes excepciones de la antigua Yugoslavia y la antigua Unión Soviética–, concluyó el período de guerras civiles europeas. Las rivalidades nacionales, las ideologías radicales, las manipulaciones extranjeras y los odios raciales que las fomentaron se han trasladado ahora a otras partes del planeta.
Aunque el libro es en muchos sentidos una obra maestra, tengo también algunas reservas. La revolución de despertar expectativas podría no explicar del todo el estallido de las revoluciones. Los factores políticos y psicológicos que subraya Payne como desencadenantes de las revoluciones resaltan de manera insuficiente sus causas estructurales y sociales. En otras palabras, los factores históricos que inhibieron el crecimiento de la burguesía e impidieron la finalización de una revolución de clase media deberían ser examinados más seriamente. Las revoluciones atlánticas de finales del siglo xviii se produjeron en naciones con una burguesía dinámica que estaba en la vanguardia del desarrollo de las fuerzas productivas; las guerras civiles revolucionarias de desgaste del siglo xx se desarrollaron, en cambio, en países con una burguesía débil cuyas revoluciones de clase media fueron, en el mejor de los casos, incompletas. Al igual que la guerra civil y la revolución rusas, la guerra civil y la revolución españolas pueden atribuirse tanto a fracasos de la élite como al «incremento de las expectativas» tras la Primera Guerra Mundial (p. 213). Al contrario, el carácter no revolucionario del Frente Popular francés y la estabilidad en Gran Bretaña en el período de entreguerras no se debieron únicamente a la política más moderada de la izquierda francesa y de los laboristas británicos, sino también a unas élites gobernantes más ilustradas y modernas en ambos países.
Payne se muestra por regla general mucho más crítico con la izquierda que con la derecha. Por ejemplo, piensa que quienes apoyaron a la República española se situaban en la tradición jacobina de negar a su conflicto el estatus de guerra civil, ya que los republicanos defendían que solo ellos representaban al «pueblo». Sin embargo, la derecha realizó exactamente la misma negación de la guerra civil al defender que únicamente ella encarnaba a España y que sus enemigos eran simplemente la «anti-España». Elementos de la extrema izquierda son correctamente criticados por su propaganda violenta y odiosa que clamaba por el «exterminio» de la burguesía. La utilización derechista de un vocabulario similar contra sus enemigos políticos, religiosos y de clase no recibe mención alguna. Los dos primeros años de la República son descritos como «jacobinos», pero resulta difícil imaginar a Manuel Azaña como el Robespierre español, ya que renunció pacíficamente a su cargo en 1933. Se desdeña la «fallida sublevación militar en septiembre de 1932» porque «apenas tuvo apoyos» (p. 217), pero parece que en ella se vieron implicados importantes oficiales e influyentes derechistas2. En general, las conspiraciones derechistas contra la República reciben una atención mucho menor que las izquierdistas. Las pruebas son insuficientes para concluir que «el programa republicano de izquierdas de 1931-1932» habría seguido el modelo mexicano que «intentaba someter todo el clero a su control, practicando después una política de asesinatos selectivos de líderes católicos seglares» (p. 215). La cifra de veinticinco millones de muertes directas o indirectas provocadas por las políticas soviéticas (p. 173) necesita de una elaboración y concreción mayores3.
No es del todo preciso afirmar que «las guerras [en Europa] del oeste [durante la Segunda Guerra mundial] se libraron, por lo menos en parte, de manera convencional en lo tocante al trato que se dispensaba a soldados y civiles» (p. 340). La severa represión política, las represalias desproporcionadas y los trabajos forzados (si es que no la esclavitud) sin precedentes impuestos a los países ocupados por Alemania difícilmente pueden tacharse de «convencionales»4. En todas las naciones europeas –occidentales u orientales– que ocuparon, los alemanes libraron de forma implacable su «guerra contra los judíos»5. La historia y el recuerdo de su deportación y asesinato masivos complican la construcción de identidades nacionales saludables en las actuales Alemania, Francia, Polonia y muchos otros países continentales6.
El lector español disfrutará especialmente de este rico volumen en el que las tensiones y la violencia vividas en España durante los años treinta sirven a menudo como una valiosa lente para comprender otros conflictos. Los lectores de todas las nacionalidades valorarán el tratamiento innovador de las guerras civiles en las potencias -europeas de primer y de segundo nivel durante la mitad más sangrienta del siglo xx.
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martes, 7 de abril de 2020

Que alguien me lo explique. Jesús Laínz.

Será que la reclusión está recalentándome las meninges? Porque nunca he prestado atención a ninguna teoría conspirativa, convencido como estoy de que en los hechos humanos suele pesar mucho más la estupidez que la maldad: Ernst Stavro Blofeld y Fu Manchú se los dejo a las películas, pero ZP, por poner un ejemplo eminente, es de carne y hueso. O quizá sea que, por ser de letras, mi ignorancia científica es mucho mayor de lo que suponía, pero el caso es que en este espanto del coronavirus hay demasiadas cosas que no comprendo. Por eso ruego desde aquí que alguna voz autorizada arroje un poco de luz sobre mi oscuridad.
Hace exactamente un siglo la gripe española –de tan erróneo nombre– mató a cincuenta millones de personas de toda edad y condición en todo el mundo, pero éste no se paró. En España fueron 200.000. De momento (31 de marzo), el coronavirus ha provocado 43.000 muertos en todo el mundo, 9.000 de ellos en España. El 0,08% de la gripe de 1918. Pero el mundo se ha parado. ¿Cambiarían mucho estas cifras en caso de que no se hubiese recluido en sus casas a casi todo el planeta? ¿Estaríamos en la senda de llegar a esos cincuenta millones? Es cierto que aquella pandemia duró dos años, frente a los tres meses que lleva la actual, pero aun así la transposición de aquellos datos implicaría que en estos tres meses tendrían que haber muerto seis millones de personas. Evidentemente, los números no alivian el dolor de los afectados ni la saturación de los hospitales, pero sí reflejan la extensión y gravedad de los problemas, aunque solamente sea desde la gélida perspectiva de la estadística. Lo que sí parece claro es que en estos últimos cien años la Humanidad se ha acostumbrado a los hospitales, los antibióticos y las vacunas, y olvidado que los cataclismos, los accidentes, la enfermedad y la muerte son inevitables.
La vida es una cosa muy peligrosa: está continuamente intentando matarnos
La vida es una cosa muy peligrosa: está continuamente intentando matarnos. Y siempre acaba saliéndose con la suya.
Continuando con cifras, y dando por supuesto que el virus no entiende de fronteras, gobiernos, naciones ni razas, hay demasiados hechos desconcertantes. Por ejemplo, el de que en China, con 1.400 millones de habitantes, haya habido muchos menos muertos que en Italia o España, con 60 y 47 millones respectivamente. ¿Cómo es posible que en Pekín, ciudad de 22 millones de habitantes, haya habido solamente 580 casos y ocho muertos? ¿Y en Shanghái, de 23 millones, 516 casos y seis muertos? ¿Cómo es posible que en la provincia de Madrid, con seis millones y medio de habitantes, hayan muerto por el momento 3.800 personas, más que en toda China? ¿Será que la sanidad española es pésima y que los españoles hemos desobedecido la orden de confinamiento? Todos sabemos que no es así. ¿Cómo es posible que en USA, país de 326 millones de habitantes, menos de la cuarta parte de China, se hayan declarado más del doble de casos y estén aumentando a gran velocidad? Una posible explicación sería la densidad: cuanta más concentración de personas, más posibilidades de contagio. Pero aquí también los hechos apuntan a lo contrario: la densidad china es cuatro veces mayor que la estadounidense: 140 hab./km2 frente a 33. ¿Qué pasa, entonces? ¿Será que la higiene privada y pública de los americanos es muy inferior a la de los chinos? ¿Será que escupen más, se lavan menos y se tosen más los unos a los otros? ¿O acaso habrá que prestar atención a las pocas voces que, saltando a duras penas la censura china, denuncian que, vista la cantidad de ataúdes y urnas funerarias que han circulado y siguen circulando por Wuhan, los 2.480 muertos reconocidos en el epicentro de la epidemia deberían multiplicarse al menos por veinte? Por no hablar de Corea del Norte, cuyo paralelo 38 parece haberse demostrado infranqueable hasta para los virus. Y, saltando la frontera, ahí está una India cuyos 1.370 millones de habitantes están demostrándose singularmente inmunes: 1.600 contagiados y 45 muertos, menos que cualquier provincia pequeña española. ¿Será que la India, cuya densidad, por cierto, es casi el triple que la china, disfruta de un sistema hospitalario y unas condiciones higiénicas muy superiores a las de Europa? En cuanto a África, ¿cómo es posible que el virus parezca no haber pasado por allí? ¿Será que los amarillos y los negros se contagian menos que los blancos? ¿Y cómo es posible que China se haya estabilizado en los 82.000 contagiados desde hace semanas? Podría comprenderse si siguieran encerrados 1.400 millones de personas, pero es evidente que no es así y que hasta la muy confinada Wuhan está comenzando a volver a la normalidad. Hay demasiadas cosas que no encajan.
Y las incógnitas numéricas continúan en suelo europeo. ¿Cómo es posible que Rusia, con sus 146 millones de habitantes, solamente haya sufrido 2.700 casos y 24 muertes? ¿Tan desconectada está del resto del mundo? ¿Tan eficaz y previsor ha sido su aislamiento? Y, sobre todo, ¿cómo es posible la baja mortalidad alemana? Con el 70% de los casos de Italia, sólo han sufrido el 5% de fallecimientos. Con el triple de casos que Gran Bretaña, sus fallecidos son un tercio de los británicos. ¿De dónde viene diferencia tan incomprensible? ¿De la sanidad? ¿De la sociedad? ¿De la contabilidad?
Pero abandonemos los números y vengámonos a los efectos de la pandemia, aparte de que estos números habrán quedado obsoletos en tres o cuatro días, aumentando todavía más estos contrastes inexplicables. Habría que empezar por reflexionar sobre su origen en la ciudad china donde se ubica un importante instituto de virología que ya tuvo que lidiar con extraños virus hace pocos años. ¿Casualidad o causalidad? Aunque tampoco hace falta obcecarse con una conspiración, ya que una fuga accidental o un error humano serían suficientes.
Lo más importante, sin embargo, son las consecuencias, puesto que la situación actual no se puede prolongar demasiado, salvo que todos los habitantes de este planeta nos pongamos de acuerdo en evitar morir de neumonía para morirnos de hambre. Por otro lado, ni siquiera está claro que el virus vaya a remitir con el verano, pues no todos los virus son iguales y éste no tiene por qué comportarse como el de la gripe. ¿Seguiremos encerrados durante meses o años? Además, si el virus se contagia tan fácilmente, quizá sea tan solo cuestión de meses, o a lo sumo de unos pocos años, que todos los terrícolas entremos en contacto con él. No se le pueden poner puertas al campo. Un nuevo virus ha saltado a los humanos y en los humanos se va a quedar hasta el fin de los tiempos, como todos los demás. Ya lo avisó Pasteur: "Los microbios tendrán la última palabra".
Está claro, y nadie en su sano juicio lo puede discutir, que lo urgente es frenar el contagio masivo para evitar el colapso de los sistemas sanitarios de todo el mundo, con las terribles consecuencias que ello implicaría y que ya han empezado a sufrirse. Pero, una vez parado el primer embate y ganado tiempo para aumentar los medios sanitarios y para intentar conseguir la vacuna que impida la enfermedad o los antivirales que la atenúen, el mundo entero tiene que regresar a la normalidad aunque ello implique afrontar riesgos. No cabe otra opción. Y cuanto antes, mejor.
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