lunes, 31 de marzo de 2014

Significado histórico del 1 de abril de 1939. Pío Moa


"Magnífico artículo de Pío Moa".
El 1 de abril de 1939 emitía el general Franco su celebérrimo y sobrio último parte de la guerra.  Había terminado la guerra civil española del siglo XX (otros muchos países europeos sufrieron guerras civiles, aunque el tópico del especial “cainismo español” no deja de ser repetido como una de esas bobadas que, según Azaña, arraigan más que las acacias).  Hoy es indudable para cualquier persona documentada que la contienda la iniciaron las izquierdas  casi en pleno en octubre de 1934, sublevándose contra la legalidad republicana impuesta por ellas mismas. No lograron su objetivo entonces, pero sí 16 meses más tarde, en las fraudulentas elecciones del Frente Popular. Y fue el derrumbe de esa legalidad la que causó en definitiva la reanudación de la guerra civil en julio del 36, cuando una masa de la población se negó a dejarse aplastar en una situación sin ley. No suele señalarse que la concepción de la ley por las izquierdas conduce a desfigurar esta para convertirla en instrumento de dominio arbitrario, en lugar de medio de armonización o equilibrio entre  los diversos intereses y diferencias sociales.
Las explicaciones más comunes de la Guerra de España hunden sus raíces en el marxismo,  tanto dentro como fuera de España. Lo he examinado muchas veces en autores muy varios, incluso de derechas. A esa corriente, hoy en retroceso, por más que siga hegemónica en cátedras y medios de masas,  le viene sustituyendo una versión sentimental-moralista, según la cual parece que de pronto a los españoles les dio por matarse entre sí, sin que viniera mucho a cuento.  Aunque suele culparse más al bando nacional, por haberse rebelado, y exculparse algo a los “republicanos”, que, aun con mil fallos, habrían defendido al menos la legalidad. En el seminario sobre la guerra civil me he extendido un poco sobre estos análisis, que en realidad no lo son.
Por ejemplo, el historiador García de Cortázar, próximo al PP, presentó hace unos años una serie del diario El Mundo sobre la guerra, una “historia de dos odios”, decía. Según él,  los franquistas inventaron el mito de la inevitabilidad del conflicto.  No recuerdo que los franquistas consideraran la contienda inevitable en ese estilo algo metafísico, y a Gil-Robles, autor del libro No fue posible la paz, pocos le llamarían franquista. Y con tal  planteamiento, leemos verdades como ésta: para evitar la guerra, “hubiera bastado con que un buen número de españoles no hubiese decidido resolver sus decepciones a cañonazos o revoluciones; hubiese bastado con que un buen número de españoles no hubiera considerado indigno convivir en la misma República y compartir el mismo país”. Nadie podrá objetar al aserto, empezando por Pero Grullo. Pero en el mundo real no hubo ese “buen número de españoles”, y quizá el historiador debiera buscar la causa, más bien que exhibir sus (fáciles)  buenos sentimientos. 
Y cuando  Cortázar amplifica sus especulaciones cae en la desvirtuación: “Hubiera bastado que los conspiradores militares se hubiesen mantenido fieles al juramento de lealtad a la República”. Pero si entendemos por república una legalidad democrática, el juramento carecía de valor en julio del 36, pues la república, agrietada por el asalto izquierdista de octubre del 34, se derrumbó desde las elecciones de febrero del 36, no democráticas. Fueron los  políticos  de izquierda quienes traicionaron su juramento o promesa de guardar y hacer guardar la ley, rebelándose primero, en 1934, contra un Gobierno legítimo,  e impulsando después un violento proceso revolucionario. ¿Puede un historiador sustituir estos datos por  especulaciones “buenistas” ? Como cabe imaginar, de ahí solo pueden salir desvirtuaciones concatenadas, sobre las que no me extiendo aquí.
Peor lo hace Pedro J. Ramírez, para quien la guerra se produjo  entre canallas y sádicos sayones“, que habrían arrastrado contra su voluntad a “cientos de miles de hombres buenos y millones de familias que simplemente pasaban por allí“. Una lucha “entre pájaros y ratones”, explica metafóricamente, en la cual él  nunca habría participado por considerarse “murciélago”, es decir, por reunir rasgos de  ratón y de pájaro, cabe suponer que los más positivos de cada cual, no los de sayones y canallas. Sentado cómodamente en su despacho, ajeno a las tremendas tensiones de los años 30 y sin más esfuerzo físico o moral que deslizar los dedos sobre el teclado, don Pedro puede condenar a diestra y siniestra, excluyéndose generosamente a sí mismo y a quienes, con no menor generosidad, incluye en el catálogo de los “murciélagos”.  En pro de su tesis, Pedro J. cita a Juan Benet, que explica así las cosas“La República y el estado democrático quedaron pulverizados el 18 de julio por la acción conjunta y simultánea de dos revoluciones extremistas lanzadas contra él en un mismo día (…)”. Es decir, unos locos o canallas de un lado y otro decidieron un buen día, llevados de simple vesania, acabar con una república democrática… para entonces ya inexistente, por lo demás.  
   Esos murciélagos forman lo que se ha dado en llamar  “tercera España”, presentada como los individuos más lúcidos razonables y demócratas, en contraste con el brutal fanatismo de las otras dos. Pero esa versión, demasiado fácil para ser realmente moral, no se justifica. ¿Cómo gentes tan lúcidas no supieron impedir la catástrofe cuando tenían a su favor a millones de personas distintas de los “sayones y canallas”? ¿Cómo no alertaron a las buenas gentes de la amenaza? ¿O no se percataron de la marcha hacia el desastre?  Pues no, en efecto. No se enteraron, no quisieron o no supieron hacer nada práctico, y por ello sus quejas y acusaciones quedan en declamaciones retóricas a destiempo. En realidad, casi nadie “pasaba por allí” simplemente, sino que las tensiones y odios aquejaron a toda la sociedad española, y casi todo el mundo tomó partido. Algunos, esa “tercera España” o “murciélagos”, prefirieron marginarse por razones muy varias, desde el mero instinto de conservación hasta la imposibilidad de hacer carrera en ningún bando, pasando por un rechazo a ambos, no necesariamente lúcido ni democrático.
En fin, de lo que se trata en definitiva, y es algo que queda oculto o difuminado la mayoría de las veces, es de saber qué defendía cada bando, una vez la caída de la legalidad imposibilitó la convivencia. Sin aclarar esta cuestión, el conflicto se convierte en galimatías. El Frente Popular y sus allegados, afirman aún hoy muchos, insultando a la inteligencia, defendía la democracia y la república: justamente había destruido la república y ninguno de sus partidos era democrático. Lo que representaba el Frente Popular era la revolución, o más propiamente, varias revoluciones opuestas entre sí: los separatistas buscaban disgregar a España (una revolución); los comunistas, socialistas y anarquistas, fuerzas predominantes, perseguían sus revoluciones respectivas; y los republicanos de izquierda, aliados con todos ellos y golpistas contra la república, perseguían algo parecido al PRI mejicano.  Y todos trataban de erradicar a la Iglesia y al catolicismo.
Los nacionales no eran demócratas ni lo pretendían. Se levantaron para defender la integridad de la nación española y la permanencia de su cultura cristiana. Estas dos cuestiones eran más básicas y permanentes que la democracia, un régimen inviable si varios de sus principales partidos aspiran a destruirla, como ocurrió en la república. Según las izquierdas, la defensa de la nación y de la religión eran solo pretextos para mantener una situación de atraso, miseria, oscurantismo y privilegio de unas castas dominantes. Pero están claras dos cosas: a) que la integridad nacional y el catolicismo corrían peligros gravísimos, como se encargaron de demostrar sangrientamente las izquierdas y el PNV. b) que el triunfo de los nacionales ha traído la época de mayor progreso económico y social para España en los últimos dos siglos, con el fin del hambre, del analfabetismo, la expansión de la enseñanza a todos los niveles, etc. Y con un alto grado de libertad personal, aunque más restringida la política, cada vez más liberalizada, no obstante, desde los años 60.
En breve resumen, este es el significado del 1 de abril: la victoria de quienes defendían la cultura cristiana y la integridad nacional, lo cual redundó en el período económica y socialmente más fructífero para España y en la paz más prolongada, que continúa, en al menos dos siglos. El franquismo no tuvo oposición democrática, no había demócratas en sus cárceles, sino comunistas y/o terroristas. Gracias a las condiciones creadas por él, fue posible la transición a una democracia no convulsa, al contrario de la republicana. Una democracia deformada y amenazada precisamente por quienes simpatizan con la “democracia” del Frente Popular. De ellos vienen el terrorismo, la corrupción desbocada, el ataque a la independencia judicial, los separatismos, el renacimiento de provocaciones y agresiones semejantes a los de los años 30, la falsificación sistemática del pasado, los graves índices de enfermedad social…
Dicen algunos que ocuparse de la guerra civil es de chiflados y que en todo caso no tiene importancia ni repercusión sobre el presente. Es exactamente al revés. Con motivo de este 75 aniversario de la guerra se ha reeditado, con algunas modificaciones, Los mitos de la Guerra Civil.  He tenido que corregir muy poco, pese a los once años transcurridos desde su publicación, porque ha superado todas las críticas en este tiempo. Por ello me  permito recomendarlo a quienes no lo hayan leído y sean conscientes de que “un pueblo que olvida su historia se condena a repetirla”, en frase de Santayana.
Piomoa.es

sábado, 22 de marzo de 2014

Tres milenios de historia. Antonio Domínguez Ortiz.

Desde hace años ando en busca de la Historia de España perfecta o lo más parecido a ella. Esta no lo es. Además me llevé una gran decepcción. Tengo que reconocer que la empecé con una gran emoción, ya que leí un libro anterior del mismo autor y fue excelente.

Después del pequeño párrafo de crítica, el libro en cuestión es "Tres milenios de historia" de Antonio Domínguez Ortiz.

Que el libro no me haya gustado no significa que no sea bueno. El autor  da su opinión personal a lo largo de todo el libro y aunque bien es cierto que lo avisa al principio, no deja de ser decepcionante después de haber leído su gran "Carlos III y la Ilustración" libro totalmente recomendable.

Ahora bien, aunque el libro no goce de mi simpatía personal no dejo de concederle su valor histórico y su amenidad.

Espero que todos aquellos que se decidan a leerlo disfruten y aprendan un poco más sobre la historia de España.