miércoles, 14 de diciembre de 2011

Villancico. Paco Ibañez

Ahora que la navidad que se acerca, nada mejor que un villancico. Poema de Gloria Fuertes.

las razones de una diferencia por César Vidal (VII) Separación de poderes


Ya fue bastante desgracia que España –y con ella las naciones donde no triunfó la Reforma– se viera privada de la ética del trabajo del norte de Europa, del impulso educativo, de larevolución científica, de la nueva cultura crediticia, de la aceptación del imperio de la ley e incluso de un notable horror frente a conductas reprobables como la mentira o la violación de la propiedad ajena. Lamentablemente, no se detuvieron ahí nuestras diferencias. Entraron en el terreno político y, de manera muy especial, en un instrumento tan esencial para la defensa de las libertades como la separación de poderes.
Las naciones en las que triunfó la Reforma supieron siempre que el poder absoluto corrompe absolutamente. A decir verdad, el papado era para ellos un paradigma de esa realidad. Un obispo de Roma que no contaba con frenos a su poder había terminado abandonando desde hacía siglos la humildad del pesebre de Belén o de la cruz del Calvario por la basílica de san Pedro en Roma, sin duda extraordinaria desde un punto de vista artístico, pero levantada con fondos de procedencia moralmente discutible. No se trataba de un episodio aislado sino de la continuación de lo que consideraban un proceso de degeneración. ¿Acaso los papas no habían trasladado la corte de Roma a Aviñón por razones meramente políticas (1309-1376)? ¿Acaso durante el siglo XIV no había padecido la iglesia católica un Cisma que se tradujo en la existencia de dos papas –llegó a haber hasta cuatro– que se excomulgaban recíprocamente (1378-1417)? ¿Acaso los papas guerreros del Renacimiento –magníficos mecenas e incluso dotados políticos por otra parte– no habían destacado precisamente por, en general, no ocuparse de la piedad como su primera tarea (1417-1534)? Pues si eso sucedía con gente que, por definición, tenía que ser ejemplar, ¿qué se podía esperar del poder político?
Para la teología protestante, en seguimiento de la Biblia y de teólogos como Agustín de Hipona, el ser humano tiene una naturaleza corrompida por el pecado y, por lo tanto, lo mejor – lo único – a lo que puede aspirarse en términos políticos es a un poder que no sea absoluto y que gestione bien sus funciones. En apenas unas décadas, esa visión –ciertamente novedosa y, desde luego, radicalmente opuesta a la de la Europa de la Contrarreforma– fue articulando una serie de frenos frente al absolutismo en las naciones donde había triunfado la Reforma. En Holanda se optó directamente por una república con libertad de culto donde, por ejemplo, se otorgó asilo a los judíos que habían sido expulsados de España en 1492 siendo la familia de Spinoza un ejemplo de entre tantos judíos que encontraron allí un lugar donde prosperar libremente. En las naciones escandinavas se asistió al nacimiento de un parlamentarismo creciente. En Inglaterra, en la primera mitad del siglo XVII, un ejército del Parlamento formado fundamentalmente por puritanos se alzó contra Carlos I. Su intención no era una revolución que implantara la utopía sino que consagrara el respeto a derechos como el de libertad de culto, de expresión o de representación y de propiedad privada. Así, en 1642, el mismo año en que los heroicos Tercios españoles iban camino de su última e inútil sangría para mayor gloria de los Austrias y de la iglesia católica, los soldados del parlamento inglés contaban con una Biblia del soldado que se había impreso por orden de Cromwell. El texto –una antología de textos bíblicos– comenzaba señalando la ilicitud de los saqueos y continuaba manifestando, bíblicamente, la justicia de la causa de la libertad.
Bien es cierto que los ingleses contaban con una ventaja sobre los españoles y es que la Reforma había permitido que su porcentaje de alfabetización fuera muy superior al del Imperio donde no se ponía el sol. En esa época, los puritanos que habían emigrado a América –entre los que había estado a punto de encontrarse Cromwell– contaban con una tasa de alfabetización superior al 70 por ciento según se desprende de los documentos de la época. En España, era unas siete veces inferior y así continuó por siglos. El resultado iba a ser obvio. Los ingleses lograron la victoria del parlamento contra el despotismo monárquico; los españoles –que fueron la primera nación que conoció un embrión de parlamentarismo con las cortes medievales– contemplarían como su hegemonía se perdía gracias al encadenamiento de reyes absolutos empeñados en ser la espada de la Contrarreforma. Las cosas en Historia –mal que les pese a algunos– no suceden por que sí.
De hecho, Teodoro de Beza, el sucesor de Calvino en el pastorado ginebrino, ya había escrito su El derecho de los magistrados donde justificaba la resistencia armada contra los tiranos. Y en 1579, se había publicado elVindiciae Contra Tyrannos (Claims Against Tyrants) donde se formulaba la idea del contrato social esencial para el desarrollo del liberalismo posterior afirmándose que "existe siempre y en todo lugar una obligación mutua y recíproca entre el pueblo y el príncipe.... Si el príncipe falla en su promesa, el pueblo está exento de obediencia, el contrato queda anulado y los derechos de obligación carecen de fuerza".
Beza o el autor de Vindiciae no fueron una excepción. John Knox, un discípulo de Calvino que fue esencial en la Reforma escocesa sostuvo los mismos principios que fueron objeto de otros aportes jurídico-teológicos esenciales. John Ponet, un obispo de la Iglesia anglicana en torno a 1550 escribió A Shorte Treatise of Politike Power donde justificaba, apelando a la Biblia, a la resistencia contra los tiranos. Ponet fue, desde muchos puntos de vista, un antecesor del fundador del liberalismo, el también protestante y teólogo John Locke. Se puede indicar que también los jesuitas creían en el tiranicidio, pero lo cierto es que la diferencia era radical en los planteamientos. El derecho de rebelión se legitimaba en los reformadores sobre la base de la defensa de las libertades y no –como pretendían los jesuitas– para acabar con un monarca que fuera, por ejemplo, hereje. Los protestantes podían vivir bajo un señor que tuviera otra religión y servirlo con lealtad, como vimos en otras entregas, pero no veían legitimidad alguna en quien suprimía los derechos de sus súbditos y los oprimía.
No puede, pues, sorprender –en realidad, era totalmente lógico– que el liberalismo político lo pergeñara John Locke, el hijo de un puritano que había combatido contra Carlos I de Inglaterra. En la parte final de su vida, Locke –que estuvo muy influido por la Confesión de Westminster y otros documentos puritanos– estaba convencido de que sus escritos más importantes eran sus comentarios al Nuevo Testamento, pero la posteridad no lo ha visto así, como, por otro lado, tampoco lo ha hecho con Newton. Cuando Lord Shaftesbury recibió la orden de escribir una constitución para la Carolina, pidió la asistencia de Locke. En el texto que escribió a instancias de Lord Shaftesbury, insistió en la libertad de conciencia y en la extensión de la misma no sólo a cristianos de cualquier confesión sino también a judíos, indios, "paganos y otros disidentes". Se trataba de un punto de vista que era derivación natural de la Reforma, pero que necesitó llegar a la segunda mitad del siglo XX para que pudiera ser aceptado por la iglesia católica.
Locke era un protestante muy convencido –quizá algunos lo calificarían hoy de fundamentalista– y precisamente por eso creía que solo las religiones que son falsas necesitan apoyarse en la "fuerza y ayudas de los hombres". Por supuesto, como buen protestante, también era consciente de que la naturaleza humana presenta una innegable tendencia hacia el mal y por ello los poderes debían estar separados para evitar la tiranía.
Semejante visión liberal encajaba como un guante en las naciones donde había triunfado la Reforma. Era inaceptable en aquellas donde la Contrarreforma se había impuesto. Para los primeros, no había institución alguna –incluyendo la eclesial– que no pudiera verse salpicada por esa mala tendencia humana y curiosamente el reglamento de algunas denominaciones de la época, como los presbiterianos, recogió una división de poderes que maravilla al que lee sus documentos. Para los segundos, sí era obvio que había instituciones inmaculadas a las que, por añadidura, no se podía ni limitar ni someter al imperio de la ley.
Los frutos de esa visión no se hicieron esperar. Como han recordado en un más que interesante libro Carlos Rodríguez Braun y Juan Ramón Rallo, en 1884 el padre Félix Sardá y Salvany escribía El liberalismo es pecado. Las razones que daba el citado clérigo para señalar la maldad del liberalismo no tenían desperdicio. El liberalismo era pecado porque defendía "la absoluta soberanía del individuo con entera independencia de Dios y de su autoridad; soberanía de la sociedad con absoluta independencia de lo que no nazca de ella misma; soberanía nacional, es decir, el derecho del pueblo para legislar y gobernar con absoluta independencia de todo criterio que no sea el de su propia voluntad, expresada por el sufragio primero y por la mayoría parlamentaria después; libertad de pensamiento sin limitación alguna en política, en moral o en religión; libertad de imprenta, asimismo absoluta o insuficientemente limitada; libertad de asociación con iguales anchuras".
La definición del sacerdote era errónea en algunos aspectos esenciales porque, como han señalado muy bien Rodríguez Braun y Rallo, el liberal sabe que existe un sometimiento a la ley que limita sensatamente los derechos enunciados –otra herencia del pensamiento bíblico pasado por el tamiz de la Reforma–, pero el padre Sardá y Salvany difícilmente podía entender un principio reformado como el de la primacía de la ley sobre toda institución y, sobre todo, tenía pavor a la idea de que el pueblo decidiera su destino –¡y lo votara!– sin someterse a los dictados de la iglesia católica. Ahí iba a residir una parte considerable de las causas del fracaso de la modernización de España en el siglo XIX. José María Blanco White, liberal y amigo de Argüelles, lo advirtió precisamente cuando se redactaba la constitución de Cádiz. En sus Cartas de Juan sin Tierra, Blanco White subrayó que la Constitución liberal de 1812 iba a fracasar porque no reconocía el derecho a la libertad religiosa. Al permitir que un derecho tan esencial fuera conculcado para satisfacer las imposiciones de la iglesia católica, los liberales españoles –según Blanco White– toleraban que una institución no precisamente liberal decidiera lo que tenía que haber en la conciencia de toda una nación, algo que, dicho sea de paso, habría repugnado a Locke. El resultado sería que la división de poderes se difuminaría y que cuando regresara el rey se aliaría con la iglesia católica y acabaría con el régimen liberal que se estaba fraguando en Cádiz. Blanco White –que acabó sus días siendo un exiliado protestante en Inglaterra– acertó de lleno en su tristísimo pronóstico. Así, en no escasa medida, el siglo XIX español, sobre el que volveremos, fue un desangramiento nacional provocado por el intento –no siempre feliz– de los liberales por crear un estado moderno y la insistencia de la iglesia católica por abortar esa posibilidad, ora apoyando al carlismo, ora a un liberalismo emasculado.
Con esa Historia a las espaldas, no debería sorprendernos que la separación de poderes haya quedado en España limitada a unas pocas mentes cultivadas y, generalmente, liberales. Tanto la izquierda como la derecha han deseado históricamente que la separación no pudiera existir. En ocasiones, porque habría afectado a instituciones intocables como la iglesia católica o la monarquía; en otras –como el franquismo– porque se llegó a forjar un principio distinto basado en una supuesta coordinación y opuesto frontalmente a la funesta separación de poderes que preconizaban los liberales. Éstos, en muchos casos sin saberlo, sólo estaban insistiendo en la vigencia de una fórmula protestante, la que insiste en que la concentración de poderes sólo puede degenerar en tiranía y que, por tanto, deben separarse. Cualquiera que haya visto lo que ha significado simplemente en la politización de la justicia española en las últimas décadas comprenderá que así es y que resulta indispensable desandar el mal camino transitado.
En esta cuestión, España es también históricamente diferente aunque, como ha sido habitual, comparte su diferencia con aquellas naciones como Italia, Portugal o las repúblicas iberoamericanas donde la idea de la división de poderes o es desconocida o no es deseada. Así se explica nuestra triste historia constitucional tan distinta de la de otras naciones. Pero de eso hablaremos otro día.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Respuesta de Pío Moa a César Vidal (VII)


Por qué yerra César Vidal


  La verdad es que no logro entender por qué César Vidal persiste en desacreditarse intelectualmente y perjudicar otros trabajos suyos más valiosos con esta serie de artículos disparatados, en los que revuelve topicazos, se despreocupa de las realidades históricas y sus cambios, saca conclusiones arbitrarias de la literatura y de las anécdotas, y muestra hacia algunos países una admiración tan beata como desprecio injustificado por el suyo. Todo para sostener que el protestantismo constituye un cúmulo de bienes sin mezcla de mal alguno y el catolicismo, en especial el español, lo contrario. El problema es que incide en tópicos extendidos desde hace mucho tiempo, basados en la ignorancia sobre Europa, cuando no sobre nuestra propia cultura e historia, en la propaganda protestante de la Leyenda Negra y similares. Tópicos que debieran estar superados hace ya mucho tiempo, pero que persisten, como el de la lucha de clases del que sigue viviendo el PSOE, adheridos a la mentalidad común como la yedra que ahoga al árbol.

   Y no es que las denuncias de don César no tengan una base de verdad. Por supuesto, la tienen. Pero los defectos y vicios que él señala son universales y no es cierto que  sean exclusivos de España o que aquí se den de forma especialmente grave o que no haya, aquí y en todas partes, abundantes aspectos positivos que los compensan. Ni es cierto que sean una constante, pues cambian con la historia y los países.

   Por mostrar las carencias del método de don César, expondré unas experiencias particulares. Cuando tenía 17 años fui  haciendo autostop a Inglaterra donde trabajé en la recogida del lúpulo, de las patatas y en una fábrica. Sentía gran admiración por aquel país  y desdén hacia nuestras malas costumbres. Allí el lechero dejaba la leche a la puerta de las casas y nadie la hurtaba. ¡Qué pasaría en España…! Lo primero que me llamó la atención, ya en la descreída París, fueron anuncios en algunos lugares recomendando atención a los carteristas. ¡Caramba! ¿Tantos carteristas había en Francia? En Inglaterra no me sorprendieron menos los anuncios advirtiendo de robos en casas y la abundancia de medidas de seguridad. ¿Tanto robaban allí? No podía creerlo. En mi ingenuidad no me importaba sacar el dinero del bolsillo  a la vista de cualquiera, ¿cómo iba un inglés a pensar siquiera en…? Pero me robaron dos veces,  una mientras dormía en un albergue, aunque había allí muchos alemanes y franceses y no puedo saber sus autores. La segunda vez fue en mi taquilla, y tuve la casi seguridad de que se trató de dos ingleses, aunque no pude probarlo ante una policía que apenas se tomó interés (tendría más cosas que hacer).

Recuerdo que incluso en poblaciones pequeñas, al anochecer no había casi nadie por las calles, salvo grupos de jovenzuelos de los que convenía apartarse, ya que si pasabas a su lado te golpeaban o empujaban porque sí, valientes en grupo. Las muy escasas mujeres que transitaban a esas horas –no muy avanzadas--, andaban deprisa, y varias veces, al acercarme para preguntarles una dirección, me miraban con miedo, pese a mi aspecto poco intimidante, y aceleraban el paso. Aquello me dejaba perplejo. ¿Sería posible que en España hubiera cosas mejores que en Inglaterra?  No podía ser. Pero hasta las doce de la noche y más, aquí podía verse a mujeres circulando libremente y sin temor, y no cabía esperar que grupos de gamberros la emprendiera a empujones y zancadillas con los viandantes aislados. ¡Ah, y las peleas tumultuarias entre mods y rockers, o las escenas de histeria femenina ante los cantantes…! ¡Coño, esas cosas no pasaban en España, donde las peleas de bandas se limitaban a las "batallas" a pedradas de la infancia, y las chicas parecían más sensatas!

   Yo sabía que Inglaterra era un gran país de lectores, en contraste con España: solo había que ver la tirada enorme de sus periódicos. Pero al fijarme en  esa prensa de gran tirada, comprobé que se trataba panfletuchos ínfimos, sensacionalistas, de un lenguaje torpe e insidioso, centrados en crímenes, escándalos sexuales y miserias varias. También gran parte de los libros a la venta compartían tan curiosas virtudes. ¡Rediez! Mi admiración por aquel anglicano-puritano país descendió bastantes grados. ¿Es que tanto crimen y miseria sexual había, o la masa de la población inglesa no tenía otras preocupaciones?
  
Y me llamó la atención, asimismo, el contraste entre el talante más animado de los españoles, por ejemplo en el metro de Madrid, y el indiferente y a menudo tristón que pude obervar en el metro de París o el de Londres. No parecía muy feliz aquella gente. Es una observación subjetiva, desde luego, pero que también han hecho bastantes otros, incluidos extranjeros. 
  
También tenía el prejuicio de que los ingleses no mentían. Hasta que uno me propuso cambiar por un día mis excelentes botas españolas, para probarlas,  por un calzado suyo bastante inferior. Llegado un momento, el honrado chico desapareció con mis botas y no me fue posible encontrarlo. He presenciado otras mentiras e hipocresías de ese estilo.
    
    Por supuesto, tuve experiencias mucho más positivas, y aun aquellas me parecieron interesantes en mi afán de conocer el mundo. Pero a menudo las malas anécdotas nos causan mayor impresión, y de acuerdo con ellas y siguiendo al señor Vidal, podría concluir que los ingleses son rateros, embusteros, obsesos sexuales, abusones, violentos y agresivos hacia las mujeres. Y si fuera católico al modo como él es protestante, atribuiría tan lamentables rasgos a su mezcla de anglicanismo y puritanismo, después de haber aplastado con tremenda brutalidad a los católicos en el siglo XVI. Pero creo que hay métodos de análisis de las sociedades algo más objetivos.

   Tiene razón, don César, desde luego, cuando  señala que aquí  la mentira rampante de los políticos apenas es castigada. Pero su visión  al respecto de los países protestantes resulta demasiado beatífica. Aquí y en todas partes la política es en buena medida el arte de mentir o de provocar falsas sugerencias a la opinión pública, un arte rebuscado e hipócrita. Creer que en Suecia o en Usa o Inglaterra no mienten es de una ingenuidad infantil. Y no me refiero solo a la instrumentación por la prensa de “gran tirada”, sino también a la seria. La manera en que la BBC, por ejemplo, miente sobre España, y aun más lo hacía en la época de Franco, es tradicional. Estoy dispuesto a admitir que nuestra clase política tiene mucho de chusma, sin por eso compartir la actitud reverente de don César hacia la de los protestantes. Y atribuirlo al catolicismo, cuando la inmensa mayoría de los políticos y periodistas se declaran irreligiosos y admiran casi tanto como don César a los países protestantes, resulta cómico. “La calumnia y la mentira, de Dios provocan la ira”, nos enseñaban en épocas más católicas.  

   En fin, estoy publicando algunos artículos sobre la salud social de España por comparación con otros países, y está claro que la mayoría de los protestantes nos superan en delincuencia, abortos, crisis matrimonial y familiar, etc.  Le conviene a don César explorar más esas estadísticas en lugar de repetir lugares comunes y tratar de convertir en  verdad absoluta su particular interpretación de la Biblia.

   ¿Y qué decir de la literatura? Ahí la distorsión y la caricatura alcanzan altas cimas. Don César cree que el género picaresco es solo español y define a  la España católica. ¿Pero es que este señor no ve el cine ni lee la literatura inglesa y useña? El crimen, el terror, el fraude, la pornografía y la golfería constituyen, cada uno de ellos, un género con abundantísima producción literaria y cinematográfica. Si uno siguiera el método de don César  concluiría impepinablemente que esas sociedades están moralmente estragadas sin remedio.      
   
   Un inciso sobre el respeto a la propiedad ajena y  la Desamortización, que recuerda algunas conductas protestantes. No olvidemos que el protestantismo se impuso expropiando violentamente tierras  y bienes que no pertenecían a sus señores, y en Irlanda el poder inglés se basó en el robo puro y simple de las tierras de los irlandeses. Cosas que nunca ocurrieron en España, al menos con tal violencia y con tan terribles efectos. La Desamortización no fue una expropiación ordenada e indemnizada, no fue liberal, por tanto, sino un simple expolio estatista por la fuerza, aunque con menos violencia que los protestantes. Y llenó el país de mendigos, lumpen  y bandoleros, aparte de provocar destrucciones sin cuento en el patrimonio histórico y artístico nacional –una tradición de nuestros “progresistas”, por lo demás--. Algo de ello he expuesto en Nueva historia de España. Lamenta don César que posteriormente, como compensación y en distintas épocas,  el Estado haya ayudado a mantener el clero. Pero olvida, poco cristianamente, que la Iglesia ha sido durante mucho tiempo, y aún hoy, el único seguro de los pobres, huérfanos y enfermos para no caer en total abandono y morir de miseria. Y ello a un coste muy inferior al que suele emplear el estado en obras de ese género.

   Y pese a su aversión a la mentira, me temo que don César cae un poco en ella, como se muestra en esta crítica. Una lástima, y créanme que lo siento:  http://infocatolica.com/blog/espadadedoblefilo.php/1112071018-cesar-vidal-y-el-prejuicio-an#more14678

http://blogs.libertaddigital.com/presente-y-pasado/

miércoles, 7 de diciembre de 2011

guerras Cántabras (III)

Guerras Cántabras (II)

Guerras Cántabras (I)

Continúo con los vídeos dedicados por Juan Antonio Cebrián a la historia de España.

Alejandro Macarrón. El suicidio demográfico de España

las razones de una diferencia por César Vidal (VI) Pecados veniales


En el siglo XVI, España se quedó descolgada del regreso a una serie de valores recogidos en la Biblia que se tradujeron en aquellas naciones donde triunfó la Reforma en una nueva ética del trabajo, una superior cultura crediticia, unaalfabetización acelerada, una revolución científica y un reconocimiento de la primacía de la ley. No fueron sus únicas pérdidas como veremos en las próximas entregas. Por añadidura, España aceptó, siguiendo el único discurso tolerado, la venialidad de ciertas conductas especialmente dañinas para la construcción de una sociedad de ciudadanos. Me refiero –podría citar más– a la benevolencia con que acogió la mentira y la falta de respeto por la propiedad privada.
El concepto de pecado venial es teológicamente muy discutido y discutible –no aparece, por ejemplo, en la Biblia– pero no es ése un terreno en el que vaya a adentrarme ahora. Baste decir que uno de los pecados mencionados expresamente en el Decálogo (Éxodo 20: 1-17) junto al culto a las imágenes, el homicidio, el adulterio o el robo es precisamente la mentira. A lo mejor es verdad que la mentira carece de relevancia salvo en casos especiales como enseña el último Catecismo de la iglesia católica, pero no da la sensación de que el Dios que le entregó los mandamientos a Moisés pensara lo mismo. Desde luego, en la cultura española –igual que en la italiana o la hispanoamericana– no caló esa enseñanza bíblica. Reflexiónese, por ejemplo, en el hecho de que España es la única nación que cuenta con una Novela picaresca. No me refiero al Lazarillo que no es una novela picaresca sino erasmista –no podía ser menos teniendo en cuenta lo harto que estaba su autor Alfonso de Valdés de soportar al amancebado confesor de Carlos V–, sino a todo un género que reunió talentos como los de Mateo Alemán, Quevedo o Vicente Espinel, entre otros muchos, para dejar de manifiesto de manera indubitable que en la España que desangraba los caudales americanos convertida en espada de la Contrarreforma la superstición, la corrupción y la incompetencia institucional eran soportadas recurriendo fundamentalmente a un pecado venial como era la mentira.
Por supuesto, la mentira se ha dado y da en otras culturas, pero no la novela picaresca –el Simplicus Simplicissimus o Moll Flanders son excepciones a la regla general– por la sencilla razón de que si bien otras también consagraron el pecado venial de mentir como una forma de existencia, no es menos cierto que ninguna nación fue tan trágicamente consciente de las mentiras que sufría. Por desgracia, concluido el desastre de los Austrias –que tan certeramente supo reconocer Claudio Sánchez Albornoz y que algunos ignorantes se empeñan en negar– España sólo se quedó con la venialidad de la mentira y no con el análisis de las razones de su desgracia que la única cultura legal convirtió, por añadidura, en motivos de jactancia.
Guste o no guste reconocerlo –en esto no pocos españoles son también tuertos y sólo dan importancia a las mentiras que les perjudican o que pronuncian los del otro lado– la mentira es una característica bien triste de las naciones en las que no triunfó la Reforma. En Estados Unidos, en Gran Bretaña, en los países escandinavos, un político que miente ha firmado su acta de defunción. En España, la mentira pronunciada por una alianza de políticos izquierdistas y nacionalistas y repetida por los medios de comunicación afines llevó al poder a ZP en 2004. No fue –y duele decirlo– una situación excepcional. La mentira no ha provocado el final de un solo político a lo largo de toda la Historia de España. Se utiliza como arma arrojadiza contra el otro, pero son pocos, poquísimos los españoles que la sopesan como factor a la hora de decidir su voto salvo que sea un argumento añadido para arrojar a la cara del contrario.
Algo lamentablemente semejante sucede con la propiedad privada. Históricamente, el español no ha contemplado la propiedad privada como un derecho inviolable frente a los poderosos que es tanto más esencial cuanto más ayuda a proteger la libertad individual. Ésa es una idea neta y rotundamente protestante, surgida de las páginas de la Biblia, pero no ha arraigado jamás en las naciones donde no triunfó la Reforma. A decir verdad, sólo la propiedad regia, ocasionalmente la nobiliaria, y, por supuesto, la perteneciente a la iglesia católica se han considerado sagradas e inviolables. De hecho, cuando en alguna situación de verdadera necesidad se ha llegado a la conclusión de que cualquiera de esas dos propiedades no era inviolable los españoles lo hemos pagado muy caro. Piénsese, por ejemplo, que la desamortización de bienes eclesiásticos del siglo XIX –que infructuosamente intentaron llevar a cabo, como tantas otras cosas indispensables, los ilustrados del siglo XVIII– todavía la estamos pagando en la actualidad y los aspectos económicos de los sucesivos concordatos y acuerdos entre el Estado español y la iglesia católica se han justificado jurídicamente desde hace dos siglos como una indemnización por aquella desamortización. Pocas veces se habrá conseguido mayor beneficio de una expropiación y por mayor espacio de tiempo y quizá no es extraño porque a día de hoy ni sabemos cuánta es la cantidad que hay que indemnizar ni por cuánto tiempo hay que hacerlo.
Dado que, históricamente, las únicas propiedades consideradas sagradas han estado unidas a la Corona y a la iglesia católica no sorprende que en España se respete tan poco la propiedad privada. Pasemos por alto esa impuntualidad que no es sino un robo a las empresas y que se intenta compensar en España –y Argentina– con un plus de puntualidad que no comprende –con razón– ningún inversor extranjero. Pasemos por alto el mínimo castigo que deriva de delitos como dar un cheque sin fondos penado en otras naciones incluso con la prisión. Pasemos por alto la costumbre generalizada de entrar en el jardín ajeno a coger flores o a robar fruta –algo que recuerdo haber afeado en mi infancia y adolescencia a bastantes niños sin que ninguno llegara a comprender mis escrúpulos morales y dejara de considerarme un aguafiestas– como si fuera el comportamiento más normal. El respeto a la propiedad privada para millones de españoles se acaba en la propia. Se llevan del trabajo los bolígrafos, los folios, los libros –en la católica cadena COPE tuve que acabar cerrando con llave mi despacho porque los hurtos llegaron a convertirse en un fenómeno diario–, la comida de los compañeros –sí, y no me obliguen a dar ejemplos concretos– y, por supuesto, en los hoteles, como es de todos conocido, las toallas o los albornoces cuentan con una partida ad hoc dado que no pocos huéspedes arramblan con ellos.
Las anécdotas al respecto podría multiplicarlas no por docenas sino por centenares. Yo mismo fui testigo durante mi viaje de fin de bachillerato de cómo la inmensa mayoría de mis compañeros –educados rigurosamente por los Escolapios y, en general, buenos chicos– convirtieron en deporte robar postales en París. Sucedía en la misma época en que en la sala de fiestas Cleofás de Madrid tuvieron que clavar los ceniceros a la mesa porque era la única manera de evitar que la gente se los llevara o acabaron por sustituir la cadena del inodoro por una cuerda miserable, no por avaricia sino simplemente porque la robaban todos los días.
No he contemplado esa conducta jamás en Suiza –donde, por el contrario, he visto como la gente sube a los autobuses pagando el billete previamente en la parada y nadie engaña, o colocan los objetos perdidos en lugar visible para que la gente pueda encontrarlos a su vuelta– ni en Suecia, ni en Dinamarca ni en tantas naciones marcadas por la Reforma. Sí la he visto en Italia, en Grecia o en Hispanoamérica. Y no deja de ser significativo que en una de las mejores películas españolas de los últimos años, Un franco, catorce pesetas, se recoja el episodio real de cómo un inmigrante español en Suiza tiene que enseñar a un compatriota que en su país de adopción no se roba en los supermercados... como en España. Allí el robo de pequeñas cosas no es –como la mentira– venial. El español que se ha visto obligado a vivir fuera aprende enseguida la lección si es que no venía con ella aprendida, pero ya lo hace en el seno de otra cultura distinta.
Hace apenas unos días me recordaba un amigo que está siguiendo esta serie desde el extranjero como en los años en que vivió en Suecia una ministra fue obligada a dimitir por usar dinero público para comprarse un fular que valía unos veinte euros. Ni en Italia, ni en Portugal, ni en España ni en Hispanoamérica, países todos ellos educados en la venialidad de esas conductas, veremos caso semejante. Por eso, la corrupción nunca –ni siquiera en la época de Felipe González en que nos desayunábamos con un caso diario– ha provocado un cambio electoral. Ruido, sí; envidias muchas, pero cambio de voto... no nos engañemos. Nunca se ha dado el caso.
Y como los hechos son testarudos –que decía Lenin– en las últimas horas he tenido ocasión de ver en televisión algunas declaraciones que dejan de manifiesto como, en el fondo, no son tan pocos los que son conscientes de la realidad de nuestras diferencias. El primero fue Llamazares acusando por dos veces seguidas a la política de ajustes de la UE –contraria al comunismo– de ser "luterana". Sólo unas horas antes había contemplado un fragmento de una tertulia televisiva en la que un sacerdote, hablando de la doctrina social de la iglesia católica, señalaba cómo el capitalismo era peor enemigo de la iglesia católica que el socialismo al que ya habían vencido, sólo para que el presentador del programa, de manera inmediata, se apresurara a arremeter contra el liberalismo, censurara a los católicos que, en lugar de plantear puntos de vista "católicos", intentan abordar los problemas con criterios económicos –por lo visto, en su casa los fontaneros no aplican criterios profesionales sino católicos a la hora de desatascar una cañería– y, acto seguido, dijera que el hecho de que las cosas cambiaran de valor era el Mammón contra el que hablan los Evangelios.
Tenemos que dar gracias a Dios porque –espero– personajes así constituyen una minoría y a día de hoy hay católicos que son magníficos economistas y no tolerarían majaderías semejantes sin darles respuesta. Con todo, estos personajes dejan de manifiesto el miedo –¿o es odio?– de siglos a la libertad, al capitalismo y al mercado, así como el gusto –¿o es codicia?– por el control social absoluto y la crucifixión del hereje. A fin de cuentas, una herencia de siglos, para lo bueno y para lo malo, no se va en cuatro días y más si las lecturas son escasas, si se considera timbre de honor oponerse, por ejemplo, a la enseñanza del inglés o si se insiste en que un monarca fanático que provocó varias bancarrotas a pesar del oro de América fue un gran rey.
Reflexionemos en las diferencias examinadas hasta ahora porque no son ni pocas ni baladíes: falta de ética del trabajo, tardía alfabetización –había muchos analfabetos todavía en los años setenta, después de la dictadura de Franco, y yo tuve oportunidad de encontrármelos en Madrid donde ayudé a más de uno a aprender a leer y escribir–, no menos tardía incorporación al mundo de la banca o al de la investigación científica, aceptación de graves conductas como pecados veniales... ¿Podíamos dejar de ser diferentes? Sinceramente, no lo creo por mucho que haya quien se empecina en cerrar los ojos ante los datos numerosos y contundentes que nos proporciona la Historia. Por desgracia, como veremos en sucesivas entregas, nuestras diferencias no acaban ahí.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Respuesta de Pío Moa a César Vidal (VI)


Es una verdadera lástima que César Vidal, que a menudo hace análisis políticos e históricos inteligentes, se vaya por los cerros de Úbeda en cuanto  sale a relucir el protestantismo. Dice, por ejemplo: No pocos españoles, a diferencia de la generalidad de los ciudadanos de esas naciones donde triunfó la Reforma, normalmente, siempre encuentran excusas para sí o para el sector al que pertenece a la hora de no someterse al imperio de la ley. Esta visión beatífica de sometimiento a la ley en los países protestantes puede constatarse mediante las estadísticas de la delincuencia. ¿Se atreverá don César a afirmar que hay en España más delincuencia que en países protestantes (o ex protestantes) como Alemania o Inglaterra? He expuesto en los artículos sobre la salud social, que España cuenta con una de las poblaciones penales más altas de Europa, sin que ello suponga que la tasa de delincuencia sea más alta que en otros países. ¿Significa ello más o menos "imperio de la ley"? En la admirada Usa protestante de César Vidal, el número de delitos y presidiarios es asombrosamente elevado. ¿Prueba el dato mucho respeto a la ley en esa sociedad, o lo contrario? ¿Y los índices en Inglaterra o Alemania?  Don César, además, no tiene en cuenta, como de costumbre, los cambios que se producen con el tiempo. No hace tantos años (unos 35), España era uno de los países del mundo con menos delincuencia y menos presos, muchos menos que los de los países "donde triunfó la Reforma". ¿Qué le parece?
  
Y ciertamente en España existe un desprecio por la ley, lo vemos a diario, y más en unas épocas que en otras, como ocurre en todos los países. Más acentuada en los últimos treinta años, supongo que los ejemplos están en la mente de todo el mundo y he puesto algunos en La Transición de cristal. Pero no siempre fue así. En la época de Franco, contra lo que don César sugiere enarbolando algunos hechos particulares, la ley se aplicaba de forma más segura que ahora. Y, repito, con mucha menos delincuencia y muchísima menos población penal no solo que ahora, sino que en los países protestantes.

  Asegura don César que el aporte jurídico de los españoles ha sido "el apaño". Esto no es una injusticia sino una sandez malintencionada, pues no creo que provenga de la ignorancia, y no vale la pena dedicarle más espacio. Cae asimismo don César en el mal método, que he señalado enNueva historia de España, de utilizar obras literarias (El alcalde de Zalamea, Fuenteovejuna) dándoles un sentido socio-histórico totalmente fuera de lugar (los marxistas también lo han hecho a menudo). La literatura  trata generalmente sucesos no corrientes, extraordinarios, en los que se describe la condición humana; por eso una obra literaria lograda sigue teniendo el mismo valor en una época que en otra, así la Ilíada, por poner un caso, que ofrece una visión muy distorsionada de la sociedad micénica y al mismo tiempo nos dice mucho sobre el ser humano entonces y ahora.  Y por ese camino, don César podría plantearse por qué las novelas policíacas han nacido y se han desarrollado especialmente en los países protestantes, para narrar crímenes, utilizaciones fraudulentas de la ley, corrupciones, abusos y apaños de los poderosos, etc. ¿Indica ello que en esos países abundan especialmente  tales plagas? No estoy seguro. En cuanto a los crímenes de estado que atribuye a Felipe II, tengo la impresión de que han sido más habituales, precisamente, entre los protestantes. En Nueva historia de España recuerdo algunos, de los hugonotes o en Holanda, por no hablar de los de Inglaterra.

  Sus explicaciones sobre la actitud de Lutero hacia los judíos… Bueno, solo pueden  convencer a los ya muy convencidos.  Y la expulsión que proponía Lutero, en plan de aplastar a los perros rabiosos, no se pareció en nada al modo como se hizo la expulsión en España, infinitamente más legal y considerada que otras expulsiones en otros países. O que otras expulsiones no de judíos practicadas por los protestantes  Puede consultar el señor Vidal a Luis Suárez, a quien cito enNueva historia de España. Es cierto que siguió habiendo judíos en los países protestantes, pero a menudo recluidos en guetos y privados de derechos cívicos (como lo fueron los católicos hasta tiempos recientes).

 Sobre la defensa de los judíos por los protestantes en la II Guerra mundial, pone el caso de Dinamarca, donde había pocos judíos; pero en Holanda, donde había más, la deportación y colaboración con los nazis alcanzó altas proporciones. Y en la propia Alemania, ¿dónde arraigó más el nazismo si no en las regiones protestantes, como bien sabe el señor Vidal?  Y quien más judíos salvó fue el Vaticano; por cierto que la católica España de Franco tmbién hizo su importante contribución al salvamento. 

     Don César nos dice, asombrosamente, que Calvino impuso la primacía de la ley. ¿Qué ley? “La Biblia”,  aclara. Lo cual significa tomar las Escrituras al modo del Corán por los musulmanes . Pero ¿cómo puede utilizarse la Biblia como ley, si ella admite muchas interpretaciones, y más en virtud del libre examen? Solo podía servir de ley si UNA interpretación, obviamente la de Calvino, se imponía como LEY.  Esa supuesta primacía permitió a Calvino quemar a Miguel Servet y a otras gentes,  en especial a gran número de “brujas” La quema de brujas se extendió masivamente en territorios protestantes y algunos católicos, pero la Inquisición las cortó rápidamente en España. ¿Primacía de la ley?  ¿De qué ley? Aparte de que su interpretación de la Biblia le llevaba a proscribir el teatro (Shakespeare, por ejemplo, tuvo problemas para representar, por parte de los puritanos de Londres), el baile y hasta hizo sospechosa la risa. Cuando se habla de la ética del trabajo calvinista se olvida su carácter neurótico, obsesivo, nacido de una interpretación particular de la gracia.

   Pero vamos a mencionar algunos otros hechos que  don César pasa sistemáticamente por alto. En la patria del protestantismo, Alemania, la nueva religión no se impuso en modo alguno mediante ninguna primacía de la ley, sino mediante la rebeldía de numerosos grandes señores, estimulados por Lutero con la perspectiva de adueñarse de los bienes eclesiásticos, lo que hicieron con la mayor violencia y asesinatos. ¿Primacía de la ley? Pero cuando los campesinos sometidos a un yugo infernal se sublevaron, Lutero encontró que conculcaban la ley, puesto que se rebelaban contra sus señores, y llamó a exterminarlos con frases de increíble ferocidad. ¿Primacía de la ley? Y de nuevo, ¿cuál era la versión correcta de la Biblia si, según él, todo dependía del libre examen y la fe subjetiva de cada cual?

   Hay más: los conflictos y guerras civiles promovidos por los protestantes se solventaron, si así puede decirse,  sobre la base cuius regio eius religio, es decir, que allí donde se habían impuesto los príncipes luteranos tenían derecho a imponer su religión al pueblo, y ciertamente lo hicieron, mediante mil violencias. ¿Qué ley primaba entonces? 

    El propio Lutero llamó repetidamente a la rebeldía contra la Iglesia católica, que era la asentada y legitimada desde muchos siglos atrás y excitó a atacarla con la máxima saña, a lavarse las manos en su sangre, inspirándose en una interpretación del Evangelio (“no he venido a traer la paz, sino la espada”), con frases, nuevamente, de verdadero salvajismo. ¿Primacía de la ley?

   Podemos recordar asimismo cómo se impuso el anglicanismo, a base de innumerables crímenes y violencias, muchas más que las de la Inquisición y precisamente por un problema, digamos de bragueta, del rey, revelador de gran respeto a la ley.  A su vez, los señores sostenedores del anglicanismo ampliaron sus posesiones expoliando los bienes eclesiásticos y las tierras comunales, reduciendo a los campesinos a la más absoluta miseria. ¿Era aquello imperio de la ley o pura y simple tiranía?  Esta conducta fue seguida en muchas ocasiones en los siglos siguientes, y no digamos nada de su aplicación a Irlanda o Escocia hasta épocas próximas, dando lugar a hambrunas que pueden considerarse auténticos genocidios. U otras más recientes todavía, como la de Bengala. ¿La ley, de nuevo?  Nada de esto ocurrió nunca en España, si bien la desamortización de Mendizábal tuvo algunos rasgos de lo mismo. La persecución y privación de derechos a los católicos en esos países se mantuvo hasta tiempos recientes, a veces con crueldad espeluznante.

   Cabe decir, por otra parte, que el liberalismo surgió en parte como reacción a los excesos protestantes.  La Carta sobre la tolerancia, de Locke, trata precisamente, de limitar las persecuciones, con frecuencia brutales, entre los distintos grupos protestantes; y no extiende la tolerancia a los católicos, para quienes exige la lás dura intransigencia, por motivos, digamos “patrióticos”, ya que obedecían a un poder extranjero.  

   Por no hablar de la política de exterminio de los indios norteamericanos o de otras poblaciones aborígenes en Australia; o de las guerras del opio. O de las peleas entre la calvinista Holanda y la anglicana y en parte puritana Inglaterra por controlar el tráfico de esclavos. O la piratería, en la que la reina de Inglaterra tomaba desvergonzadamente su parte. Una vez más, ¿primacía de la ley? 

   Y todas estas cosas no son ninguna leyenda negra inventada a partir de las disparatadas invenciones de un fraile chiflado.

   Ahora mismo tenemos aquí el problema de Gibraltar, única colonia en un país europeo, donde la agresividad británica ha infringido sistemáticamente todos los tratados y leyes, y continúa haciéndolo. ¿Primacía de la ley?

  El hecho real que queda es que el protestantismo nació como un movimiento de rebeldía en extremo sanguinario, según justificaba el mismo Lutero, y que su concepción de “pueblo elegido”, “pueblo de los justos”, “la ciudad sobre la colina”, etc., ha sido el foco de políticas racistas y de exterminio. Podría reflexionar el señor Vidal sobre el hecho de que fue en la Alemania protestante donde más cundieron movimientos totalitarios como el marxismo o el nazismo, por ejemplo.

   Esto no es más que un breve resumen que podría ampliarse  y detallarse muchísimo más.
No quiero dar la impresión, como el señor Vidal pretende del catolicismo, de que estos masivos crímenes, se amparasen o no en leyes ad hoc, definen al protestantismo o lo caracterizan en exclusiva. En la historia de todos los pueblos y religiones hay episodios atroces, pero también hay cosas mucho mejores. Si recuerdo estos datos es porque el señor Vidal, en su afán de condenar a España por su catolicismo histórico, cae en un constante unilateralismo, y sería muy lamentable que muchas personas, llevadas de la ignorancia corriente sobre la historia, le creyeran  o sacaran conclusiones poco acordes con la realidad. Y me gustaría que el señor Vidal encontrase algunas razones para vacilar en sus dogmáticas interpretaciones, que tanto me recuerdan a mis tiempos de marxista-leninista. Vuelvo al principio:  es lástima, porque don César no se prestigia a sí mismo con semejantes tiradas.