domingo, 23 de septiembre de 2018

Antonio de Mendoza, el inventor de un virreinato. María Elvira Roca Barea.

Nuestro hombre debía de tener aproximadamente 45 años cuando fue enviado a la Nueva España con nombramiento de virrey. Era el cuarto o quinto hijo del segundo Marqués de Tendilla, primer alcaide que fue de la Alhambra y no se sabe si nació en ella o llegó ya nacido a Granada. El hecho es que está lejos de la primogenitura y el mayorazgo. Toca espabilar. Su bisabuelo, el extraordinario Marqués de Santillana, fue uno de esos sorprendentes aristócratas que comienzan en España la tradición de las armas y las letras, conjunción astral que andando el tiempo produjo un Siglo de Oro.

Mendoza vivió una juventud excepcional para un europeo de su tiempo en aquella Granada llena de moros. Hablaba por supuesto el árabe, como otros cristianos granadinos que también cruzaron el charco, mismamente don Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador de Santa Fe de Bogotá y pionero luchador contra la leyenda negra con su Antijovio. Se conserva la carta que don Bernardino, tío de Mendoza, escribió al padre cuando el joven preparaba un viaje a Castilla aconsejándole que obligara al hijo a vestir como los cristianos. Luego participó en la Batalla de Villalar del lado de Carlos V al frente de una tropa mora. No sabemos si entonces llegó a conocer al emperador o no. Sí sabemos que es con ocasión de la boda de Carlos V e Isabel de Portugal, que se festejó por todo lo alto en Granada, cuando el emperador se fija en él. Siguen casi dos décadas por los caminos de Europa en distintas misiones militares y diplomáticas.

En 1535 Carlos V lo llama para encomendarle una tarea tan difícil que no se sabe en qué consiste. Hay que inventarla: organizar un virreinato al otro lado del mar. Es la misión de su vida, la verdaderamente crucial y por la que debería ser recordado, la organización política y administrativa de la Nueva España, un prodigio de innovación, de creatividad, de inteligencia integradora, en definitiva, de civilización. ¿Por qué hemos olvidado a Mendoza y recordamos a un botarate como Las Casas? Entre otras razones, porque aquellos que deciden qué deben recordar o no los españoles y los hispanos, en general, hace ya casi tres siglos que lo determinan quienes no son ni españoles ni hispanos con la complicidad manifiesta de nuestra intelligentsia (el posesivo es meramente un deíctico y el sustantivo, una hipérbole) que con escasas excepciones vive para parecerse a sus colegas franceses, ingleses y alemanes principalmente. El triángulo mágico de Europa. Con este propósito mimético se dedican con fervor a repetir lo que aquellos escriben sin comprender que la verdadera imitación no está en copiar lo que ellos dicen, sino en hacer lo mismo que ellos hacen, a saber, servir lealmente a su país, no insultarlo, no denigrarlo, no renegar de él constantemente. La historiografía de estos vecinos, enemigos que fueron de la hegemonía española durante siglos, decidió que la historia del Imperio español de América no debía salir de la conquista en clave lascasiana y por esa razón hay casi 300 años de historia virreinal prácticamente abandonada. Así, por ejemplo, el máster de historia de América de la Universidad de Sevilla se llama Conquista y resistencia indígena, y no Políticas de integración indígena ni Desarrollo urbano y vías de comunicación, por ejemplo. Don Antonio de Mendoza no cuadra en el marco de la eterna conquista y, por tanto, puede y debe ser perfectamente olvidado.

Los 15 años que don Antonio pasó en México quizás sean los más constructivos y civilizatorios de la historia del Occidente moderno. No exagero. Es imposible enumerar aquí los muchos proyectos que inició y si no acabó, sí los dejó lo suficientemente bien organizados y desarrollados como para que los terminaran sus sucesores. Por razones de espacio no hay más remedio que seleccionar algunos y dejar fuera los demás.

Cuando Mendoza llega a México la mayor parte del transporte de mercancía se hacía a lomos de indio. A estas bestias de carga humanas se las llamaba «tamemes» en lengua azteca. Es el vocablo que usa el virrey en sus documentos. Uno de sus primeros objetivos es cambiar este sistema, de lomos humanos a lomos de cuadrúpedo. Ya hay caballos en América, pero son pocos. Es fascinante el estudio de las muchas medidas que adoptó el virrey para producir este cambio sin provocar conflictos entre los señores indios que eran dueños de tamemes esclavos y los tamemes asalariados.

Su primera decisión importante, nada más llegar, por si a alguien se le ocurrió dudar de que había que obedecer las leyes, fue someter a juicio de residencia al gobernador de la Nueva Galicia, Nuño Beltrán de Guzmán, que fue acusado de malversación y maltrato a los indígenas. Los cargos fueron probados y Mendoza mandó preso al gobernador a España. Emprendió un programa de obras públicas espectacular en la ciudad de México. El mapa que acompaña a este texto es de esa época. Fundó Morelia y otras muchas poblaciones en Jalisco. Abrió caminos reales y estableció postas y correo. Promovió la exploración de las tierras del Norte y del Pacífico, con los hermanos Alvarado, que fueron los empresarios que abrieron el primer astillero destinado a construir barcos para ese océano (iniciativa privada). Llevó la primera imprenta al Nuevo Mundo y fundó la primera Casa de la Moneda de México. Mandó construir el Colegio Imperial de Santa Cruz de Tlatelolco, encargada de educar a los niños de la nobleza indígena, y luego el de San Juan de Letrán y también el de la Concepción para mujeres. En fin, Mendoza merece, no ya una buena monografía actualizada, sino una enciclopedia.

viernes, 21 de septiembre de 2018

Tiempos modernos. Boris III, el zar de Bulgaria.


Tiempos modernos. La contrarrevolución carlista.


Tiempos modernos. La primera exploración de los EE.UU.


Tiempos modernos. Los Cinco de Cambridge.


Tiempos modernos. Fernando III el rey santo.


Tiempos modernos. Más allá de la Invencible; los desembarcos españoles en Gran Bretaña.


Tiempos modernos. Menéndez de Avilés.


Tiempos modernos. La resistencia francesa.


Tiempos modernos. Guerra ruso-japonesa.


Feminismo, de ayer a hoy. Tiempos modernos.


La La Revolución Francesa. Pierre Gaxotte.

Contra la Revolución. José María Marco.

La obra de Gaxotte fue de las primeras visiones críticas con la Revolución, que la propia Tercera República había elevado a mito fundador de la Francia moderna. Tenía un lado puramente historiográfico y tenía también un lado polémico, respuesta a la actualización que de aquellos hechos había hecho el régimen republicano.
Pero la Tercera República se consolidó, precisamente, porque, a diferencia de lo que hicieron las lunáticas repúblicas españolas, nunca jugó la carta radical. Invocó la Revolución, eso sí, pero para mejor instaurar un régimen de conservadores, propietarios, comerciantes, industriales y agricultores, que se habrían puesto a buscar un caudillo, como pasó con Bonaparte, en cuanto se empezara a poner en práctica aquello que los dirigentes republicanos recordaban con tan exaltada prosopopeya.
El texto de Gaxotte fue acogido con polémica, como no podía ser menos, pero también resultó un gran éxito. En realidad, servía para comprender todo lo que la realidad francesa debía, en la práctica, al rechazo de aquel mito. Gaxotte se había encargado de ponerlo en su sitio, y aunque su análisis, considerado herético, nunca fue aceptado por la ortodoxia republicana, se incorporó pronto a las tradiciones históricas y al pensamiento político francés. De alguna manera, la Francia eterna volvía a aparecer en estas páginas, escritas con la voluntad de estilo de un historiador clásico con maneras de moralista.

Esto explica tal vez que Gaxotte, a diferencia de sus amigos de Action Française, no se dejara embaucar en nombre de la contrarrevolución por la supuesta eficacia purificadora de la invasión alemana. Gaxotte, que apoyó a Pétain, se negó a colaborar con los invasores, y terminada la guerra se alzó a los más altos puestos del periodismo y las letras francesas. Falleció en 1982.
Eso sí, nunca renegó de su actitud contrarrevolucionaria. La Revolución Francesa no era una reinterpretación de la Revolución como las que habían escrito Tocqueville o Taine. Tampoco un simple recordatorio de las atrocidades cometidas por aquel movimiento presuntamente liberador. Era, y sigue siendo, una enmienda a la totalidad, una reflexión sobre la naturaleza de una revolución que dio la pauta de todas las que iban a venir después.
Probablemente por eso, porque incorpora una visión alternativa, sigue leyéndose tan bien. Como sospechará el lector, hay datos e interpretaciones que desde 1928 han quedado superados. Otros, como el fenómeno del Gran Miedo, han adquirido una importancia nueva. Pero sigue siendo fascinante el relato de cómo la Revolución triunfó, por lo menos en buena parte, por la poca energía que se puso en pararla. El análisis de las consecuencias de la gran consigna política revolucionaria –Ningún enemigo a la izquierda– sigue resultando provechoso hoy en día, sobre todo en España. El análisis de la inflación como política financiera de la Revolución también se presta a lecturas no demasiado alejadas de nosotros. Y lo mismo ocurre con la narración de la evolución desde los cantos a la Razón y el cosmopolitismo hasta la exaltación de la guerra como instrumento revolucionario y la dictadura implacable de los puros, encabezados por Saint-Just y Robespierre.
Gaxotte se permite decir en unas palabras previas que la historia de la Revolución Francesa es una historia mediocre, por sus ideas y por sus hombres. Su libro lo desmiente. Gaxotte se muestra poco sensible al vértigo que siguen provocando los extremismos lógicos, la coherencia geométrica de la Revolución. En cambio, no lo es en cuanto a los protagonistas, de los que ofrece algunos retratos memorables, como el del "incorruptible" Robespierre, el de Marat, el de Danton, el de Saint-Just y el del abate Sieyès, el oráculo del Tercer Estado. Sieyès, escribe,
disfruta del prestigio de los que tienen la habilidad de hacerse desear. (…) Su reputación se acreció con todo lo que no hizo. Su silencio parece preñado de ideas, y cuando habla es un oráculo. Desde la muerte de Condorcet, la República no tenía ya filósofo; Sieyès ocupa la vacante. Es misterioso profundo, ininteligible. Todos los partidos se lo disputan y quieren apropiarse la Constitución que trae en la cabeza. Luego, afecta no congeniar con sus nuevos colegas, y cuando desciende a nombrarlos lo hace con un desdeñoso menosprecio.
Se puede decir más, pero no mejor.