sábado, 7 de diciembre de 2013

Breve Historia de la Guerra Antigua y Medieval.

Hace tiempo me preguntaron si leía la colección de breve historia de... Nunca me llamaron grandemente la atención, pero desde hace un tiempo me animé y reconozco que hay títulos que merecen la pena, como este la "Breve Historia de la Guerra Antigua y Medieval."

"Tomando como punto de partida  el enfrentamiento entre grupos de homínidos o los rastros de combates hallados en las pinturas rupestres, este libro analiza la evolución de los ejércitos, el empleo de armamento y el desarrollo social de los pueblos desde la perspectiva bélica. Así, presenciaremos como van apareciendo en Sumeria, Egipto, India, China, Centroamérica, Asiria... sociedades con ejércitos jerarquizados para defender su espaco o para crecer a expensas de sus enemigos.

Con total rigor histórico, los autores -apoyándose fuertemente en el gran contenido gráfico del libro- han logrado explicar de una manera muy asequible y ágil, la organización de los ejércitos, el impacto de la herradura, la aparición de nuevas razas de caballos fuertes, el uso del estribo y las sillas de montar, el desenvolvimiento de los piqueros, de los almogávares, de los ballesteros, de los arqueros y el surgimiento de las primeras armas de fuego.

Esta obra, sin lugar a dudas, imprescindible para comprender la Historia, pues esta siempre ha sido movida y escrita por innumerables conflictos entre los pueblos desde el principio de los tiempos."

jueves, 14 de noviembre de 2013

A la sombra de la guillotina. Fernando Díaz-Plaja


Hoy más que nuna se recitan las famosas palabras de: Libertad, Igualdad y Fraternidad. Siempre hemos aprendido que el fin no justifica los medios, pero los medios empleados para llegar a esas palabras, que son mentira, fueron brutales.

El autor Fernando Díaz Plaja hace un recorrido bastante ameno sobre los años más violentos de la revolución francesa.

"La Revolución Francesa constituye una de las etapas más importantes de nuestra historia. Gracias a ella los europeos, hasta entonces divididos en clases sociales estrictamente marcadas, aprendieron por la <<Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano>> que todos nacíamos con las mismas posibilidades en la vida. Napoleón se encargó, a través de su Código Civil y con el apoyo de sus victoriosos ejércitos, de llevar esa verdad a todo el Continente, una verdad que hoy nadie discute.

Es la cara luminosa de aquel acontecimiento. La sombría se refleja en la sangre que , como todo parto, humano o ideológico, se vertió en aquella ocasión. El autor ha querido estudiar aquí especialmente los años más trágicos, cuando la guillitina, también nuevo invento de la época, era la dueña de Francia. A su alrededor aparecen en el libro la actuación del Tribunal que firmaba las sentencias, los procesos más importantes, la vida de los condenados en las cárceles y de los que salvaron la vida en el exilio... temas sucesivos de una época en la que, como nuestras mayores virtudes -bondad, sacrificio, abnegación- y al sádico, desde la víctima al verduga en la Francia de aquellos años 1791 a 1795 lo que no hubo fue gente indiferente. Todos fuerin actores, de grado o por fuerza, en el siniestro espectáculo."

lunes, 11 de noviembre de 2013

Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Vicente Blasco Ibañez

Vicente Blasco Ibañez es uno de nuestros grandes escritores. Desafortunadamente ha sido utilizado políticamente hasta la saciedad. Cuando se utiliza a un escritor de esa manera, se ensucia la auténtica personalidad y nos quedamos con una máscara que nos impide apreciar la totalidad de un autor.

Pienso que la vida de Blasco Ibañez es bastante conocida, pero hay alguna cosa a resaltar. Su faceta política es casi la menos importante de su vida, tanto es así, que el mismo la abandonó.

Uno de los aspectos que más me han gustado de su vida ha sido el viajero y el aventurero. ¡Qué decir de su aventura argentina! Fundó dos colonias llamadas Nueva Valencia y Cervantes y estableció colonos españoles que allí se quedaron. Estuvo en Italia y escribió un libro maravilloso sobre el arte italiano llamado En el país del arte. Estuvo en Estados Unidos donde su libro Los cuatro jinetes del Apocalipsis fue el más vendido en el año 1919 y alcanzó tanta fama que le pagaban $1.000 por artículo. Si a todo esto le sumamos su vuelta al mundo que la describió en su Vuelta al mundo de un novelista, podemos ver, a mi juicio, a un gran español: luchador, vitalista, culto, cualidades todas ellas que cualquier hidalgo debería poseer.

El otro aspecto que me ha llamado la atención es su amor hacia la cultura. La pogresía actual lo toma como uno de sus próceres, pero ninguno de ellos leería al escritor favorito de Blasco Ibañez, Cervantes, insuperable decía él y razón tenía. Creó la editorial prometeo para promover a precios asequibles las obras de autores clásicos y contemporáneos: Aristófanes, Quevedo, Shaskepeare, Zola, Dumas, Poe, etc. ¿Cuántos de nuestros queridos pogres leen a estos autores?

Amaba la música clásica, especialmente Wagner, tanto es así que nombró a uno de sus hijos Sigfrido. Para escuchar a Wagner hace falta tener una sensibilidad especial, un alma culta, hay que elevarse por encima de la mediocridad para poder apreciar tan bella música.

"Esta novela fue publicada en 1916, en pleno horror de la <<Gran Guerra>>. Blasco Ibañez representó con singular acierto las distintas fuerzas, intereses y mentalidades cuyo enfrentamiento llevó a la primera conflagración mundial. Estructurada en torno a la historia de dos familias -los Desnoyers y los Hartrott- que, aunque provenientes parcialmente de un tronco común, pertenecen cada una a uno de los dos bandos en conflicto, la novela discurre ágilmente por los escenarios dantestos de una Europa rota, sobre cuyos desolados campos de batalla el gran vitalista que fue Blasco hace latir finalmente, salvaje e invencible, el deseo de vivir."

Quien quiera saber más de Blasco Ibañez, hay una película sobre su vida dirigida por Luis García Berlanga.

Ricardo de la Cierva, el erradicado. Pío Moa

Durante un debate televisivo, una catedrática de Historia contemporánea se jactaba de que Ricardo de la Cierva había sido “erradicado” de la actual historiografía profesional. “¡E-rra-di-ca-do!”, repitió con énfasis y mal disimulado cabreo, para aplastar a un colega que había tenido la malhadada idea de citar al historiador, convertido en tabú en la Universidad y en la mayoría de los libros de Historia: o se le silencia o se le despacha con alguna frasecilla displicente. Así entienden el debate intelectual esos pésimos historiógrafos, inquisidores vanidosos que se ensalzan a sí mismos como “serios” y “científicos”.

Contra Ricardo de la Cierva todo ha valido, desde las descalificaciones insultantes en la prensa al cúmulo de rumores personales y profesionales, calumniosos como suelen serlo, y en todo caso ajenos a cualquier pretensión de prueba, tan frecuentes en círculos universitarios y académicos, muy dados, por lo común, al chismorreo insidioso y muy poco al intercambio y discusión de ideas que debieran serles propios. El bajo nivel científico de nuestra universidad se manifiesta en sus trabajos, pero también en esa actitud esterilizante y cerrada al debate –aunque a veces, cuando se abre un poco, casi resulta peor–, mezcla de beatería de secta, de ansiedad de cada cual ante la posibilidad de ser “pirateado” (pues la tendencia a parasitar ideas ajenas está muy difundida), y de miedo a quedar en evidencia fuera de los clanes aquiescentes.

Quien, rompiendo el tabú –algo difícil, sobre todo para un estudiante–, compare los libros de Ricardo de la Cierva sobre la Guerra civil y otros hechos de nuestra Historia, con los de esas erradicadoras lumbreras, nota enseguida la superioridad del erradicado. El cual no les supera por sus tesis sino, ante todo, por el cúmulo de datos y documentación decisiva en que las apoya, y que sus enemigos (pues lo son, y no simplemente adversarios intelectuales) pasan sistemáticamente por alto o les dedican referencias vagas, y lo hacen precisamente por su valor demostrativo, demoledor de las tesis hoy en boga. Vale la pena observar de pasada cómo el descaro y falta de respeto a la verdad por parte de esos individuos acaba de manifestarse de nuevo en sus escasas y ridículas reseñas del libro de documentos soviéticos España traicionada.

Pero, se objetará, si es así, ¿cómo puede haber sido Ricardo de la Cierva tan eficazmente aislado en amplios ámbitos intelectuales y en casi todos los medios de masas? ¿Puede tener él razón contra casi todos los demás? De lo segundo, nada. Un número muy alto de profesores e historiadores comparte más o menos las tesis de De la Cierva, o reconoce, por la simple necesidad de estudiar la Historia, la veracidad de la mayor parte de ellas. Pero poquísimos se atreven a decirlo en voz alta y clara, pues existe un auténtico miedo a pasar por “facha”, a compartir las descalificaciones y desprecios tributados a aquel. Es más, no faltan quienes, estando de acuerdo con él en lo principal, se unen al coro de los despreciadores o destacan los defectos del erradicado (¿quién no los tiene?), en lugar de señalar, como sería ahora necesario, sus indudables aciertos. Pero Ricardo de la Cierva no sólo supera como historiador a quienes le proscriben, sino que además ha sabido sostener sus ideas contra viento y marea, con datos y argumentos, devolviendo los golpes en una actitud valerosa por desgracia muy poco seguida: de ahí la eficacia de su aislamiento.

Decía Churchill algo así como que el valor es la principal de las virtudes, pues sin él las demás naufragan. Ciertamente podría entenderse el desfallecimiento de tantos intelectuales si corrieran peligro, no ya de ser fusilados o de ir a la cárcel, sino simplemente de sufrir serios daños materiales. Pero no. El peligro consiste simplemente que les tachen de esto o de lo otro, y ante tan nimia amenaza, su amor a la verdad y a la ciencia flaquean. Y así está el panorama intelectual.


Artículo del año 2003.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Entrevista a Ricardo de la Cierva


Brigadas Internacionales. Ricardo de la Cierva


Ricardo de la Cierva es una de esas personas que todo el mundo conoce. Ha leído sus libros o al menos se ha oído hablar de él. 

Desafortunadamente hay una especie de manto de silencio sobre su obra. Se le tacha de todo excepto de buen historiador. 

Durante años he leído sus libros y poco a poco he ido apreciando sus tesis hasta coincidir en varias de ellas. 

En este libro de las Brigadas Internacionales, Ricardo de la Cierva arrea una serie de guantazos intelectuales de gran categoría. El libro lo escribió como respuesta a la sesión parlamentaría del año 1996 donde se aprobó concederles la ciudadanía española debido a sus aportes a la democracia. Vemos que la mentira lleva entre nosotros bastante tiempo. 

En este libro se argumenta contra la leyenda rosa de los brigadistas y los sitúa en su justo papel durante la guerra civil. Hay capítulos memorables como el dedicado al escritor británico Geroge Orwell, donde en su libro "Homenaje a Cataluña" describe la brutalidad y la absoluta falta de democracia, libertad y toda esta palabrería insípida. 

Para poder juzgar hay que conocer y este libro es una buena manera de adquirir los conocimientos suficientes para poder discernir entre la verdad y la mentira. 

domingo, 6 de octubre de 2013

Xurde wyn. Llan de cubel

Para el pequeño Pelayo.

Alma de la nación

Aunque los gobiernos influyen en los pueblos y los encauzan, es el alma de la nación la que les infunde o no el toque de grandeza. Cuando ese espíritu falta, las instituciones son simples "gerencias" administrativas, más o menos toleradas o más o menos populares, pero carentes del fuego que arde en los movimientos históricos que graban épocas milenarias en el Destino de los pueblos.

jueves, 3 de octubre de 2013

Opus Dei

De vez en cuando es bueno tomarse un tiempo de reflexión. Parar todo y meditar, saber donde estamos y cuando nuestro espíritu se calma y se reconcilia con nuestra alma, volver a caminar.

Durante este tiempo de ausencia he leído mucho y me he deleitado con música clásica.

Uno de los libros que he leído ha sido la biografía escrita por Luis Carandell sobre el fundador del Opus Dei. El título es "Vida y Milagros de Monseñor Escrivá de Balaguer. Fundador del Opus Dei".

La figura de Monseñor así como su Obra siempre han estado rodeadas de controversia y para dilucidar que es lo verdadero de lo falso una de las pocas cosas que podemos hacer es dedicarnos a la lectura y al visionado de vídeo como el de más arriba.

 Este es el libro para aquellos que quieran aprender y reírse un rato.

lunes, 19 de agosto de 2013

La prueba de la baba

Los complejos de la derecha la desvinculan de su razón de ser.


Un popular comentarista, cuya palabra nos despierta y anima a los españoles que aún no nos avergonzamos de serlo, suele referirse con acierto a los complejos que gravan la eficacia parlamentaria de la derecha vergonzante. Esos complejos, que ya hicieron claudicar en señaladas ocasiones a esa criptoderecha cuando estaba en el poder, seguirían tarándola en la oposición y no parecen haberla dejado de tarar al recuperar el timón. Lo que aún no nos ha aclarado nadie es en qué consisten esos complejos, entre otras cosas porque los mismos que los denuncian son los primeros en padecerlos, aunque a veces los disimulen muy bien. Esos complejos son muy importantes, ya que desvinculan a la derecha de lo que siempre fue su razón de ser, a saber: el baluarte de la patria, la religión y la familia. Esos tres principios, verdadera razón de ser de la guerra civil, fueron los auténticos principios fundamentales del régimen resultante. Nada más lógico, pues, que su aniquilamiento figure en el programa de los que nunca se resignaron a que la llamada Transición consistiera en una reforma y no en una ruptura. El empeño de este bando dominante en hozar en fosas comunes para desenterrar el espíritu de la guerra civil es, pues, perfectamente coherente. Lo que ya lo es menos es la colaboración por omisión que le presta, no sólo esa derecha vergonzante, sino más de uno de los que le reprochan sus complejos.
Cuando en España no había más realidad política que el régimen de Franco, somos muchos los españoles que en más de una ocasión nos hemos sentido antifranquistas. Es posible que el número de antifranquistas aumentara en España precisamente cuando el franquismo caminaba biológicamente hacia su ocaso, a partir de 1970. Mi caso personal no hace al caso, y el caso es que al morir el caudillo todos los españoles sin excepción pasamos a ser “postfranquistas”. La época de Franco había pasado a la historia y ser “franquista” me parecía tan anacrónico como ser partidario de Ruiz Zorrilla o de don Emilio Castelar. De sacarme de mi error se encargarían los antifranquistas que clamaban por la “ruptura”, para los que el fantasma de Franco tenía más realidad aún que el Franco vivo. A esa realidad no tuve más remedio que adaptarme, y así fue cómo pasé de “postfranquista” a “franquista póstumo”, aunque sólo fuera por apego conservador, o reaccionario, a aquellos tres principios del franquismo cuya cuadragenaria vigencia los nuevos demócratas no estaban dispuestos a seguir tolerando.
Tanto es así que, con la colaboración de los conversos a la democracia que no fue difícil acomplejar e intimidar, se procedió al subyugamiento de los célebres poderes fácticos en los que se encarnaban y que garantizaban esos tres principios fundamentales, a saber: las Fuerzas Armadas, el Poder Judicial y la Iglesia. De esos tres, la Iglesia sería la más dura de roer, de ahí que su liquidación siga siendo la gran asignatura pendiente de la democracia. Una vez logrado esto, había que criminalizar el franquismo, único ideal que harían suyo tanto los demócratas de toda la vida que pedían la ruptura como los recién llegados a la democracia que proponían la reforma.
El hecho de que se proclamaran antifranquistas retroactivos individuos que le debían a Franco cuanto eran fue algo que nos dejó al descubierto y en primera fila a los que nunca tuvimos que ver con el régimen para mal ni para bien pero que creíamos en aquellos principios fundamentales que veíamos gravemente amenazados por el nuevo sistema. A esos personajes, mejor dejarlos con su conciencia, si es que la tienen, tejiendo la cuerda con que acabarán ahorcándolos sus adversarios de hemiciclo o de mesa de redacción.
Tienen en cambio otros razón en declararse antifranquistas, aunque sólo sea por haberlo sido en vida de Franco, no porque lo sean ahora pues, como hemos dicho, son éstos, ex comunistas muchos de ellos, los que hoy defienden lo más importante que Franco defendía. Lo que no se me alcanza es por qué, ellos que tienen sus papeles democráticos en regla, participan en los complejos de los que, velis nolis, tienen el deber de defender los “principios fundamentales” del régimen anterior. Una vez, al ocuparme de mi llorado amigo Ángel Palomino, franquista antes del parto, en el parto y después del parto, dije que era muy difícil abrirse camino en la jungla literaria sin pasar “la prueba de la baba”. Esa baba es la baba antifranquista, lubricante fundamental de la novela y el cine contemporáneos. Nunca se librará la derecha vergonzante de sus complejos mientras siga sometiéndose a la prueba de la baba.
Aquilino Duque.

Badajoz o la verdad como primera víctima de la guerra

Junto al bombardeo de Guernica, los fusilamientos de la plaza de toros de Badajoz en agosto de 1936 constituyen el otro gran mito de la guerra civil española.

Arma de la más burda propaganda de guerra frentepopulista, setenta y siete años después no falta quien continúe, empecinadamente, difundiendo la leyenda.


Desde Radio Madrid, la voz de Indalecio Prieto sonaba casi burlona aquel 8 de agosto de 1936. Trataba de insuflar ánimo a los suyos, recordándoles la enorme superioridad de la que gozaban sobre los sublevados: la izquierda tenía “todo el oro del banco de España, todos los recursos válidos en el extranjero, todo el poder industrial de España, los recursos financieros” y además, la mayor parte del ejército, de la marina y de la aviación, de los generales, la agricultura más rica, la mayor extensión de costa, los principales depósitos de armas, la frontera con Europa, el reconocimiento internacional, las ciudades más pobladas... …Con tan abrumadora superioridad del lado de la república, nada de lo que hicieran los rebeldes lograría cambiar las cosas, pues “…podría ascender hasta la esfera de lo legendario el valor heroico de quienes impetuosamente se han alzado contra la república y aún así, cuando su heroísmo llegara a grados tales que fuera cantado por los poetas que pudieran adornar la historia de esta época triste, aun así serían inevitable, inexorable, fatalmente vencidos…”. 
Una semana después, cubiertos de sudor y polvo, aquellos guerreros que Prieto quiso de un heroísmo homérico se plantaron ante las murallas de Badajoz. Venían resecos, cansados, con sus verdes uniformes descoloridos por el terrible sol del estío. Al frente de ellos, un teniente coronel de leyenda:Juan Yagüe.
-Legionarios- –les arengó antes del asalto-; los rojos dicen que somos hijos de cura. ¡Vamos a decir Misa en Badajoz!
Las bajas, frente a un enemigo fuertemente atrincherado que había dispuesto de tiempo para preparar la defensa, fueron enormes; pero la Legión tomó Badajoz. Entraron a través de la puerta de la Trinidad, del cuartel de la Bomba y de Correos, y se desparramaron por la ciudad, combatiendo a los enemigos hasta que cesó la resistencia esa misma noche. Los combates fueron terriblemente duros. Lo que vino a continuación fue la terrible liturgia de aquel verano; se fusiló sobre el terreno a todos aquellos que mostraran señales del retroceso de un arma de fuego en su hombro. Los dos bandos obraban de igual modo y ninguno esperaba piedad del otro. 
En Badajoz no ocurrió nada que no estuviera sucediendo en cada una de las dos trincheras de la España de 1936. Pero la izquierda puso en marcha una máquina propagandística cuyas ruedas no han dejado de girar hasta el día de hoy.
Mientras tanto, en la capital estaban teniendo lugar terribles episodios de represión, entre los que esos días se contaba el asesinato de numerosos prisioneros encerrados en la cárcel Modelo de Madrid, matanza que pronto trascendió. Hasta ese momento, habían obtenido mayor resonancia las atrocidades perpetradas por el bando frentepopulista, largamente testimoniadas por la prensa extranjera, particularmente las referidas a las cometidas contra la Iglesia.
La violencia desatada el mismo 18 de julio lo fue gracias a la estructura preexistente de los partidos revolucionarios que formaban el Frente Popular. Las detenciones arbitrarias, el secuestro y el asesinato se convirtieron en la expresión del terror rojo que dominaba la zona republicana. En esa zona tenían una vivencia cotidiana de lo que representaba la revolución.
Formidable aparato propagandístico
Escocidos por el aprovechamiento que los sublevados hacían de las barbaridades que perpetraban las organizaciones revolucionarias, la izquierda puso en marcha su formidable aparato propagandístico a fin de justificar lo que ocurría en ciudades como Madrid. El diario republicano La Voz utilizó la entrada de Yagüe en Badajoz para espolear a los suyos y justificar lo que estaba sucediendo: “Cuando Yagüe se apoderó de Badajoz (…) hizo concentrar en la Plaza de Toros a todos los prisioneros y a quienes, sin haber empuñado las armas, pasaban por gente de izquierda. Y organizó una fiesta. Y convidó a esa fiesta a los cavernícolas de la ciudad, cuyas vidas habían sido respetadas por el pueblo y la autoridad legítima. Ocuparon los tendidos caballeros respetables, piadosas damas, lindas señoritas, jovencitos de San Luis y San Estanislao de Kostka, afiliados a Falange y Renovación, venerables eclesiásticos, virtuosos frailes y monjas de albas tocas y miradas humildes. Y ante tan brillante concurrencia fueron montadas algunas ametralladoras…”.
Todo el muestrario habitual que puebla el imaginario de la izquierda se daba cita en aquella denuncia de cartón-piedra. El relato continuaba con detalles de una pasmosa truculencia, en los que se afirmaba que las jovencitas de clase alta de la ciudad aplaudían enfervorizadas cuando se clavaban banderillas a los prisioneros, quienes debían embestir a los capotes que se les ofrecían…
La realidad que vivían quienes redactaban periódicos como La Voz era muy otra. Porque La Voz se editaba en Madrid. Pero sobre lo que sucedía en Madrid no decían nada. Escribían artículos que eran propaganda de guerra y describían hechos que sus lectores no podían contrastar y que servían a la causa.
A partir de esta burda propaganda, hoy insostenible, levantó la izquierda su relato. En esencia este consiste en que, tras la toma de Badajoz, los nacionales fusilaron a una indeterminada cifra de prisioneros -entre 2.000 y 4.000, según las versiones- por orden de Yagüe, quien habría dictaminado que se ejecutara una limpia de elementos indeseables en retaguardia.
Levantadas sobre un entramado de intereses ideológicos nada dudosos -no hay, desde luego, duda alguna sobre su naturaleza-, las versiones de Jay Allen, de Whitakker o de Southworth no pasan la prueba del polígrafo histórico; sencillamente, son invenciones a partir de mistificaciones y manipulaciones; no en vano, se trataba de gente abiertamente comprometida con la causa del Frente Popular, como su trayectoria previa demuestra y su posterior no desmentiría.
Pero lo cierto es que ninguno de los periodistas que entraron en Badajoz con Yagüe presenció fusilamientos del tipo del que estos protagonistas refieren. Y la nómina es larga: Jean De Gandt,Marcel DanyJean DŽEsmeHarold CardozoEdmond TaylorJohn ElliotArnaldo NotariJosé AugustoAdolfo de RosaMario PiresFélix CorreiaMario ReisJosé Barao…ninguno de ellos da cuenta de algo tan brutal como habría sido la eliminación violenta de miles de personas.
Frente a la propaganda de Jay Allen, de Whitakker o de Southworth, alguien como Hugh Thomas asevera que la cifra final de fusilados está más cerca de los 200 que de los 2.000 que difundió mendazmente Allen. De hecho, la estimación actual está en unos 500 muertos por todos los conceptos entre el 13 y el 18 de agosto de 1936; teniendo en cuenta que algo más de la mitad cayeron en acción de guerra, se podría establecer un número en torno al par de centenares de fusilados. Más o menos lo que calcularon los periodistas efectivamente presentes en la toma de la ciudad. Pero Thomas hace más: cuestiona la fiabilidad del testimonio de Allen cuando éste narra cómo la sangre corría por los desagües de la calle de san Juan…ya que dicha calle carecía de desagües. Allen inventa situaciones y personajes que la realidad más tarde desmentiría, e incluso algunas de sus crónicas están redactadas en un lugar distinto a aquel en el que aseguraba estar en la fecha indicada.
Cuatro mil prisioneros


La izquierda insiste una y otra vez en la confesión que Yagüe habría hecho al periodista norteamericano Whitakker, y en la que habría reconocido la eliminación de unos 4.000 prisioneros (al margen de que se trata de una cifra que seguramente representa un número mayor que el de los defensores de Badajoz) porque “no los iba a dejar a retaguardia para que hicieran de Badajoz una ciudad de nuevo roja”. Tal pretensión es ridícula, entre otras cosas, porque Whitakker no reveló dicha entrevista hasta 1942.
Whitakker cubría la información en nombre del New York Herald Tribune, y no es creíble que unas declaraciones tan sensacionales no fueran publicadas en 1936, y sólo las hiciera públicas al recordarlas seis años más tarde. Aún más: en la entrevista que Yagüe sí concedió en esas fechas para la United Press y que vio la luz en The Pittsburg Press el 18 de agosto de 1936, el teniente coronel “se negó a estimar cuántos presos habían sido ejecutados desde que la ciudad quedó bajo control fascista”. Lo cual encaja con la mínima prudencia exigible a un jefe militar en situaciones como esta. Pero Whitakker pretende que a él si le hizo la confidencia, aunque la olvidó, para recordarla seis años más tarde.
La falsedad, impulsada por historiadores que la han asumido por razones ideológicas, ha alcanzado nuestros días, convirtiéndose en uno de los mitos de la guerra civil más consolidados.
A sueldo de Moscú


La cruenta toma de Badajoz produjo un número de bajas estimable. Los cadáveres, esparcidos por toda la ciudad, hubieron de ser reunidos y apilados antes de proceder a su cremación, lo que no tiene nada de particular. Pero los propagandistas, multiplicando por diez y hasta por veinte las cifras de víctimas, han aprovechado la incineración para considerarlo un antecedente de Auschwitz, nada menos.
¿Cómo es posible que algo así, aunque crecientemente cuestionado, haya terminado por ser creído?
En Europa existían dos personajes, a sueldo de la Komintern, encargados de envenenar a la opinión pública mundial, que asentaban sus reales en París y Londres, respectivamente: Willy Münzenberg y Víctor Gollancz. Desde sus guaridas articulaban una vasta red de agentes, unos ideologizados y otros de alquiler, que propagaban toda suerte de rumores, mentiras y medias verdades a conveniencia de la central moscovita. Para ello contaban con algunas de las mejores y más eficaces plumas del panorama internacional (como Koestler, Thomas Mann, Aldous Huxley, Aragon, Wells, Barbusse, Gide…).
Los bulos propagandísticos que los agentes de la Komintern difundieron entonces, resultan notablemente descritos por uno de sus perpetradores, Víctor Gollancz, quien resumió el modo en el que dotaba de mayor eficacia su propaganda a través de “una exposición aparentemente imparcial escrita por alguien de izquierdas (…) se puede representar de tal modo que, mientras exista una atmósfera de imparcialidad que nadie pueda atacar, los lectores llegarán inevitablemente a la conclusión correcta...”. 
Fernando Paz.

martes, 6 de agosto de 2013

Los árabes inventaron la brújula.

Falso. La brújula no la inventaron los árabes, sino los chinos, aunque luego les convirtió en grandes navegantes en las rutas del Indico.


Tópico de tópicos: los árabes inventaron la brújula en la Edad Media y gracias a ellos aprendimos a navegar. Idea muy extendida y que una gran parte del público dará por buena. Y que, por cierto, no ayuda a entender por qué, si esto fue así, los países musulmanes ocupan un lugar secundario en la historia posterior de la náutica. Y es que, en realidad, la brújula no la inventaron los árabes: la conocieron, sí, y la utilizaron, y los árabes tuvieron también grandes navegantes como Ahmad ibn Majid, y trazaron importantes rutas en el Índico, y escribieron su propia epopeya, como ha reflejado Jordi Esteva en Los árabes del mar. Pero no inventaron la brújula.
La civilización musulmana medieval fue una construcción muy heterogénea, con grandes diferencias de uno a otro lado del inmenso mundo islámico, y que combinó aspectos de elaboradísimo refinamiento con otros de notable barbarie. Por eso es más correcto hablar, en estos casos, de cultura árabe que de musulmanes en general. Y en materia científica, el genio árabe no consistió tanto en la creación como en la compilación y la aplicación práctica.
Vayamos ahora a la cuestión de la brújula, esa aguja magnetizada que, situada sobre un plano, permite conocer la posición del polo norte magnético y, por tanto, de todos los puntos cardinales. Hemos de viajar a un tiempo en el que la navegación era peligrosísima. En el Mediterráneo era común que los barcos sólo pudieran hacer un viaje largo al año, entre abril y octubre, porque en otoño e invierno era excesivamente arriesgado navegar. Y si eso era así en el Mediterráneo, podemos imaginar la dificultad de navegar en el Atlántico, donde las corrientes y los vientos eran ingobernables. Las trayectorias habituales de los barcos apenas se separaban de la costa; si uno se adentraba en el océano era por accidente, como les pasó a los vikingos cuando llegaron a Islandia y a Terranova.
Intuición y pericia


Navegar en esta época requiere grandes dosis de intuición y pericia. Es francamente difícil orientarse en la mar. La latitud se mide de forma rudimentaria y con un altísimo grado de error. Los instrumentos de este tiempo (el astrolabio griego, la ballestilla de cruceta europea, el kamal indio y árabe) permiten definir la trayectoria en función de los astros, pero el navegante ha de tener en cuenta el margen de error, y por eso es tan importante la intuición del marinero. En cuanto a la longitud, es simplemente imposible averiguarla con precisión, y lo seguiría siendo hasta la invención del sextante en el siglo XVIII.
La brújula facilitó las cosas. ¿Quién la inventó? Las primeras brújulas conocidas son de origen chino; se mencionan por primera vez en libros del siglo XI y consta su uso a principios del siglo XII. En Europa la brújula aparece a finales de ese mismo siglo XII, en el De Naturis Rerum de Neckam, donde se habla ya de su uso entre marineros. En el mundo árabe surge después, a principios del siglo XIII, y se llamó al-konbas, evidente importación lingüística del término germánico kompass. Por cierto: mientras que la brújula china apuntaba al sur en un cuadro de 24 divisiones, la europea apuntaba al norte en un cuadro de 16 divisiones. Era un artefacto curioso, aquella primera brújula: una aguja magnetizada flotando dentro de un tazón de agua.
¿Espera usted que digamos aquí el nombre del inventor? Abandone toda esperanza. Nadie sabe quién fue el primero. Los conocimientos de este tipo, en general, surgen en un lugar, se comunican enseguida a los lugares vecinos, donde a su vez reciben modificaciones y perfeccionamientos, y atraviesan por diversos cambios antes de que su uso se generalice. Así pasó con toda la ciencia náutica en general en la edad media. Lo que sí sabemos es quién fue el primero en comprobar, gracias a la brújula, la declinación magnética, es decir, la diferencia en el polo norte magnético y el geográfico: fue Cristóbal Colón en su primer viaje a las Indias, y el susto que se llevó al constatar aquello debió de ser de aúpa. 
José Javier Esparza.

martes, 2 de julio de 2013

La fuga hacia la inmortalidad


 Llevo un buen puñado de días rastreando las huellas de alguien que trastornó la historia, hizo saltar por los aires la geografía, protagonizó una gesta en la que el bien y el mal se vieron las caras, siguió el camino del corazón o, por lo menos, el de la intuición y la emoción, perdió a su término la cabeza en el sentido literal de la palabra, pues rodó por el suelo a consecuencia de una doble traición (la de su compañero de fatigas y amigo del alma Francisco Pizarro y la del abyecto personaje −Pedrarias Dávila− que se disponía a ser su suegro), convirtió el mayor océano del globo en lo que durante dos siglos sería un lago español y sentó los cimientos de ese ambiguo fenómeno al que hoy llamamos globalización.
     Me refiero a Vasco Núñez de Balboa. Sus hazañas son equiparables a las de Lope de Aguirre (un demonio) y a las de Alvar Núñez Cabeza de Vaca (un santo). Fue el protagonista de un western que nadie ha rodado. Merece una novela que esté a la altura de lo que Stefan Zweig escribió sobre él en sus Momentos estelares de la humanidad.
     Se cumple ahora el quinto centenario del descubrimiento del Mar del Sur. En Panamá llevan todo el año celebrándolo, aunque no falten aguafiestas −los pichaflojas de la corrección política extrapolada del hoy y aplicada al ayer− que lamenten el suceso. En España, donde tanta bulla despilfarradora armaron en 1992 a cuento del primer viaje de Colón, nadie parece recordar que el 25 de septiembre de 1513 un hidalgo de origen leonés nacido en Extremadura fue el primer europeo que avistó desde lo alto de un cerro el océano en el que ahora palpita el corazón del futuro.
     Rectifico. En Jerez de los Caballeros, donde Balboa vino al mundo, se organizó hace poco un congresillo de fin de semana dedicado a honrar la memoria de aquel héroe cuya gesta no desmerece de la de Colón y acaso, por su arrojo y por su alcance, la supera.
     ¿Eso va a ser todo, amigo Monago? ¿Eso va a ser todo, amigo Wert? ¿Eso va a ser todo, amigo Margallo?
     Yo, en el ínterin, y a la espera de lo que la literatura me depare, sigo vagabundeando por Panamá, por Nicaragua, por...    
    Veremos.
    El pasaje del libro de Zweig al que más arriba he hecho referencia se titula así: La fuga hacia la inmortalidad. Balboa es el único español que aparece en él. ¿Por qué será?
    Concedámosle atención. Yo ya lo estoy haciendo.
Fernando Sánchez Dragó

viernes, 28 de junio de 2013

España ingresa en la Sociedad de Naciones

El instigador del organismo, Woodrow Wilson, lo creó para superar las consecuencias de la guerra. Sin embargo, se impusieron tratados que llevaron a una guerra aún peor.


Tal día como hoy, 28 de junio de 1919, España ingresaba en la Sociedad de Naciones, el organismo internacional creado por los aliados después de la primera guerra mundial a iniciativa del presidente norteamericano Woodrow Wilson. Teóricamente la Sociedad de Naciones tenía por objeto superar las consecuencias de la guerra, que habían sido devastadoras tanto en vidas humanas como en coste económico. Sin embargo, el mismo Tratado de Versalles que creaba la Sociedad de Naciones imponía también a los perdedores de la guerra, y en particular a Alemania, un castigo tan severo que terminó conduciendo a una guerra aún peor.
España había sido neutral durante la primera guerra mundial. Nuestra política exterior se estaba centrando sobre todo en el Norte de África, donde el país trataba de asentar su dominio en Marruecos. El ingreso en la Sociedad de Naciones no representó ninguna ventaja, tampoco ninguna desventaja. La propia Sociedad fracasaba muy poco después por la deserción de los Estados Unidos y por la exclusión de Alemania, Turquía y la Unión Soviética.
Después, la política exterior española se preocupó más por estrechar lazos con Londres y, especialmente, París. Y en Europa se iba dibujando el decorado para una nueva guerra que sería todavía más terrible que la anterior.
José Javier Esparza

martes, 25 de junio de 2013

Murió hace quince años

La película versa sobre los niños españoles llevado a Rusia durante la Guerra Civil y la vuelta de uno de ellos a España como espía comunista.

La película está protagonizada por Rafael Rivelles y Francisco Rabal.


jueves, 20 de junio de 2013

Los mitos fundacionales del nacionalismo catalán

Entre las imágenes que el nacionalismo catalán ha difundido con más éxito encontramos una primera que asegura que Cataluña y España son dos realidades políticas contrapuestas.


El motivo de dicha convocatoria, que se celebrará el próximo mes de diciembre, es mostrar cómo España, en su conjunto menos desarrollada, ha venido parasitando a la industriosa Cataluña en los últimos siglos y sigue haciéndolo en la actualidad. El título del evento “España contra Cataluña: una mirada histórica 1714-2014” resulta muy esclarecedor.
El propósito es el de definir a Cataluña como una nación mártir -condición natural de cualquier nacionalismo que se precie-, aplastada por un verdadero alud de políticas impositivas dirigidas desde Madrid. Estas políticas no sólo la han esquilmado, sino que han convertido su sacrificio en estéril por cuanto España no ha dudado en reprimir la cultura catalana en todas sus formas. Desde el catastro del siglo XVIII -comienzo del presunto expolio- hasta nuestros días, y desde la guerra de Sucesión -que el nacionalismo pretende de Secesión- hasta el franquismo, toda la historia de Cataluña ha sido la de una represión de proporciones colosales ejercida por España.
El origen de toda la victimización catalanista se sitúa en 1714, cuando Barcelona fue tomada por las tropas felipistas en el marco de la guerra de Sucesión. La verdad, sin embargo, es que dicha guerra fue un enfrentamiento entre españoles -e, insertos en el conflicto, también entre catalanes- a causa de la sucesión al trono de España, que por supuesto tuvo sus connotaciones económicas y culturales, pero en el que no faltaron catalanes entre los partidarios de Felipe de Borbón. Muchos de los cuales, por cierto, tuvieron que emigrar a otras partes de España, pues fueron sometidos a una persecución sin cuartel por parte de los austracistas catalanes, aunque los nacionalistas no echan cuenta de ellos cuando se refieren al exilio que han protagonizado los catalanes en la historia.
Lo cierto es que los episodios en los que se refleja el apoyo de una parte sustancial de Cataluña a la causa borbónica no son escasos; el de los somatenes de Tortosa, que ayudaron al rey a la conquista de Tarragona; el de la Compañía de Guardas de Cataluña o el del Regimiento de Fusileros de Montaña del Rosellón; el de los defensores de la franja de Aragón, voluntarios huidos de la dominación austracista; o los mil de Vic, voluntarios catalanes que defendieron esta localidad.
Es claro, sin embargo, que una mayoría de catalanes se decantó por la causa del archiduque Carlos. Tan claro como que esta causa no tenía la más mínima cualidad nacionalista. Rafael Casanova, convertido hoy en un símbolo separatista, era un austracista que luchaba para que en toda España triunfase la causa del archiduque; no para que venciese en una Cataluña opuesta a la borbónica España.
En la defensa de Barcelona de 1714, el último gran bastión del archiduque en la península -defensa que Voltaire consideró ejemplo de fanatismo religioso por la convicción que el propio Casanova puso en el mantenimiento de la fe católica, la moral y la costumbres- los bravos dirigentes catalanes se aprestaban al combate bajo inequívocas advocaciones, como la del barcelonés general Villarroel: “Por nosotros y por toda la nación española peleamos. Hoy es el día de morir o vencer, y no será la primera vez que con gloria inmortal fue poblada de nuevo esta ciudad defendiendo la fe de su religión y sus privilegios”.
Pese a lo desesperado de la situación, los barceloneses mantuvieron sus posiciones con decisión, llamando a un último combate, ya que de otro modo quedarían “esclavos con los demás españoles engañados y todos en esclavitud del dominio francés; pero se confía, que todos como verdaderos hijos de la Patria, amantes de la libertad, acudirán a los lugares señalados a fin de derramar gloriosamente su sangre y vida por su Rey, por su honor, por la Patria y por la libertad de toda España”.
La resistencia, pese a todo, de nada sirvió. Abrumados por ejércitos más numerosos, el 11 de septiembre de 1714 los partidarios del archiduque en la ciudad condal hubieron de capitular. Jamás pudieron sospechar que, siglo y medio más tarde, su memoria sería raptada y falsificada por un grupo de catalanes en busca de un mito fundacional.
Si el mito nacionalista ha sido erigido sobre una patraña histórica de dimensiones poco comunes, el del expolio no lo ha sido menos.
A finales del siglo XVIII, dos terceras partes de todo lo que se consumía en España era de procedencia extranjera. Cuando en 1771 se fundó en Cataluña la Real Compañía de Hilados y Tejidos de Algodón la industria nacional estaba escasamente desarrollada, y se encontraba en una evidente situación de desventaja frente a los productos importados. Pero los catalanes supieron jugar tan bien sus bazas que en 1802 se prohibía la importación de tejidos fabricados de algodón. Durante los años siguientes ellos y los productores agrícolas lograrían mantener la política arancelaria, pero sólo a partir de 1832 se elevaría esta a la categoría de política económica nacional.
De la confluencia de estos intereses y de la necesidad de reducir un déficit público desbocado, nació la primera gran fábrica de maquinaria en Cataluña, creada con dinero de Hacienda, mediante la cesión de 350.000 pesetas a la sociedad Bonaplata, Vilaregut, Rull y Cía. que, junto a la abolición de los privilegios para la importación de tejidos, produjo la explosión de la industria catalana.
Que la evolución del conjunto del país en el siglo XIX vino determinada por los intereses de los industriales catalanes es algo que nadie discute. La presión para que el gobierno español mantuviese el arancel no cesó en ningún momento, y los industriales catalanes buscaron y encontraron aliados en los cerealistas castellanos y en los industriales vascos. Durante esta mitad del siglo, los aranceles se reforzaron casi sin interrupción: el objetivo era proteger la industria catalana aún a pesar de que aquel monopolio de facto era subvenido por el conjunto del país, al que perjudicaba.
La falta de competencia, empero, también terminó por ser lesiva para la propia industria textil catalana, que vio reducirse el número de sus fábricas a una cuarta parte. Aquél revés condujo a la necesidad de salir el marco regional y estar presente en Madrid, justo en el momento en el que el liberalismo comenzaba a abrirse paso con decisión en la política nacional. El pensamiento de que Cataluña era culpable de buena parte de los males nacionales por su empeño en el proteccionismo arraigó con rapidez, mientras los industriales catalanes reclamaban compensaciones ante el desequilibrio entre lo que Cataluña compraba y lo que vendía en el conjunto de España. El empuje librecambista fue, al cabo, infructuoso, pese a lo que prometía el gobierno de Narváez que, finalmente, concluyó plegándose a las presiones proteccionistas. El arancel de 1849 supuso el gran espaldarazo para los textiles catalanes, completado con el de 1891; para entonces, los gobiernos actuaban de completo acuerdo con los intereses de la industria barcelonesa.
Entre tanto se había desarrollado una corriente ideológica que cristalizó en torno al llamado catalanismo, y que se nutría de inspiraciones no pocas veces etnicistas, que no habrían llegado a desbordar la categoría de curiosidad exótica si no hubiese sido porque sirvió a los intereses de esa burguesía industrial. Increíblemente fue gestándose en Cataluña un sentimiento de singularidad, a la sombra de los ingentes beneficios económicos obtenidos del conjunto de España. De un modo ciertamente sorprendente, el nacionalismo catalán se fraguó como la protesta de los privilegiados.
Durante el siglo XX, todos los gobiernos españoles favorecieron el desarrollo de la región catalana, consecuencia lógica de haberla convertido en la punta de lanza de la industria nacional, incluyendo desde luego la época del general Franco.
Cataluña cimentó, además, su despegue industrial en una emigración procedente de las más variadas regiones de España. Allí cristalizó el esfuerzo de generaciones de españoles que han construido la Cataluña actual. Por eso, nadie ha lamentado los esfuerzos que se dedicaron durante tanto tiempo a la industrialización de Cataluña, por más que la Generalidad se permita sembrar un odio contra España que espera rentabilizar en forma de un poder político y de unos negocios tan dudosos como los que estos días saltan a la primera plana de la actualidad. 
Los peligros de la mitología

El notable hispanista británico JH Elliott ha puesto de manifiesto en muchas ocasiones la falsedad sobre la que se asienta la interpretación nacionalista de la historia de Cataluña. Discípulo de Vicens Vives, denuncia el peligro de la mitología en la formación de las identidades colectivas y nacionales, que en el caso de Cataluña deriva en una “mitología dominante y que entorpece la auténtica investigación”. Para el historiador, Cataluña no ha sido nunca ni “un Estado-nación embrionario”, ni “un Estado-nación abortado” ni “según les gusta describir a algunos historiadores catalanes, un Estado-nación pero con soberanía imperfecta”. 

Catalanes de Franco


La figura más destacada del catalanismo durante el primer tercio del siglo XX fue, sin duda, la de Francesc Cambó. Patriarca de un regionalismo que ya apuntaba maneras nacionalistas, al estallar la guerra civil Cambó creó para Franco la Oficina de Prensa y Propaganda en París. Formada casi exclusivamente por catalanes y financiado con los fondos de la Lliga, la Oficina difundió por toda Europa los argumentos que legitimaban la causa de la España nacional.
La labor propagandística de los catalanes de Franco fue de una gran importancia, pues se trataba del único servicio de propaganda de que disponían los nacionales a comienzos de la guerra. En manos de Joan Esterlich, hombre de confianza de Cambó, tuvo un cierto éxito a la hora de contrarrestar la propaganda republicana, sobre todo la dirigida a los católicos europeos.
Además de la revista Occident, en la que firmaban algunos de los intelectuales más destacados de Europa, revistió especial trascendencia la iniciativa de publicar el Bulletin d´Information Espagnole, que tiraba la enormidad de 70.000 ejemplares y que era enviado a los consulados y embajadas, y a los principales diarios y revistas. Los catalanes de Franco lograron, de este modo, difundir por todo el mundo el punto de vista de la España nacional.
Fernando Paz

Amor de Media Noche del Caballero Audaz

Hace un tiempo recomendé la lectura de otro libro del mismo autor, "El Jefe Político". Excelente novela que se puede releer varias veces y no cansarse, ya que siemrpe se aprende de ella.

Hoy recomiendo "Amor de Media Noche", no es una novela sino una serie de ellas, cortas, relacionadas con el amor y basadas en París, ciudad del amor y de la lujuria.

La primera de las novelas es amor de media noche y es el que da título a todo el libro. El tomo cuenta con 7 historias en total, cada una muy buena. Decir que todas las historias tienen su pequeña moraleja.

Las novelas que componen este volumen fueron escritas durante la vida errante del autor, en Madrid, París, Lóndres, Berlín, y durante los años 1929 y 30. El libro se editó en 1931.

Es una gran pena que autores como José Maria Carretero hayan sido olvidados por generaciones ingratas, o más que ingratas, ignornates, ignorantes de su destino.

Espero y deseo que a través de estas humildes líneas, alguien que tenga las ganas de leer algo muy bien escrito se decante por este autor y descubra lo maravilloso del mismo.

domingo, 26 de mayo de 2013

Yukio Mishima

Vamos a viajar esta semana hasta el extremo oriente, hasta el Japón. Allí encontramos a un personaje extraordinario, fuertemente polémico, difícil de entender, fascinante por su obra –hermosísima– y estremecedor por su vida y, sobre todo, por su muerte: Yukio Mishima, aquel escritor que en los años setenta organizó un grupo paramilitar, asaltó el cuartel general del Ejército japonés y allí mismo se hizo el ‘harakiri’.


Empecemos por esa escena trágica final. Es el 25 de noviembre de 1970. Un grupo de hombres uniformados ha penetrado en el cuartel general de las tropas de autodefensa japonesas; desde que acabó la Segunda Guerra Mundial, Japón no tiene propiamente Ejército, sino esas fuerzas que apenas mantienen un perfil militar. Los asaltantes son pocos y muy jóvenes. Los manda, sin embargo, un hombre conocido: el escritor Yukio Mishima, 45 años, tres veces propuesto para el premio Nobel y tan admirado por su obra como célebre por sus extravagancias. Mishima sube al balcón del edificio principal y dirige una arenga a los perplejos soldados.
El escritor habla del honor del Japón y sus tradiciones. Los semisoldados le responderán con abucheos y burlas. Mishima abandona el balcón y se quita la vida. Su suicidio conmoverá al Japón. El protagonista de ese acto teatral, Yukio Mishima, era el escritor más célebre de su país. Se había identificado con la tradición y con el espíritu samurái. Sin embargo, su infancia había estado en los antípodas de todo eso. Hijo de un alto funcionario gubernamental, se había criado bajo el mando de una abuela absorbente e hiperprotectora, un tanto demente, que le aisló del mundo. Niño débil y enfermizo, intentó alistarse en el ejército durante la segunda guerra mundial, pero una tuberculosis hizo que se le rechazara. Para él fue una humillación.

La conquista de sí mismo


Toda la frustración que el joven Mishima experimenta en el plano físico, es satisfacción en el plano cultural. Educado con esmero, desde muy temprano encuentra refugio en la literatura. Escribe sus primeras historias con doce años. Publica por primera vez en 1944, con diecinueve. La vocación literaria de Mishima es un drama familiar: su padre se opone; su madre le protege. Después de estudiar leyes, ingresa en la burocracia del Estado, como quería su padre, pero no por ello deja de escribir. Esa doble dedicación le resulta tan agotadora que su padre, por fin, cede y le permite entregarse sólo a la literatura. En 1948 publica su primera novela, Ladrones. Enseguida aparece su primer gran éxito, Confesiones de una máscara. Tiene sólo 24 años y ya se ha convertido en una celebridad.
¿Qué tiene dentro este joven Mishima? Un mundo escindido, roto. En su interior permanece el joven débil y pálido de su infancia, afeminado y morboso, fascinado por la muerte. Pero también pugna por salir una sensibilidad distinta que reivindica la fuerza, la salud, el ejercicio físico. A partir de aquí, Mishima emprende una auténtica conquista de sí mismo: se somete a una rígida disciplina de entrenamiento, hace pesas, se inicia en el kendo y otras artes marciales. Construye su personalidad, exterior e interior, con el rigor y la delicadeza que se tributa a una obra de arte. No es sólo una apuesta estética; es también una apuesta ética. Ahora bien, una ética que entra en clara contradicción con el Japón de la posguerra.
En efecto, el horizonte que la posguerra ofrece a los japoneses está a años luz del ideal heroico: un país lanzado a toda velocidad por la senda del crecimiento económico y el progreso industrial. Y para la sensibilidad de Mishima, esos valores son en realidad antivalores, y la “acción” que proponen es sencillamente miserable.
Después del banquete


Así lo explicó en Introducción a la filosofía de la acción: “¿Cómo es posible denominar “hombre de acción” a quien por su trabajo de presidente en una empresa hace ciento veinte llamadas telefónicas diarias para adelantarse a la competencia? ¿Y es tal vez un hombre de acción el que recibe elogios porque aumenta las ganancias de su sociedad viajando a países subdesarrollados y estafando a sus habitantes? Por lo general, son estos vulgares despojos sociales los que reciben el apelativo de hombres de acción en nuestro tiempo.
Revueltos entre esta basura, estamos obligados a asistir a la decadencia y muerte del antiguo modelo de héroe, que ya exhala un miserable hedor. Los jóvenes no pueden dejar de observar con disgusto el vergonzoso espectáculo del modelo de héroe, al que aprendieron a conocer por las historietas, implacablemente derrotado y dejado marchitar por la sociedad a la que deberán pertenecer algún día”.
Los jóvenes a los que apela Mishima no son los rebeldes yeyés de las protestas estudiantiles.Porque el Japón de este momento, años sesenta, se mueve al mismo ritmo que el mundo occidental: ha adoptado sus vestimentas, sus músicas, su misma apariencia exterior. Y también la agitación juvenil parece ser la misma que se respira en los Estados Unidos o en Europa. Pero Mishima descree de esa efervescencia.
Así lo había escrito en 1960, en Después del banquete:
“Los jóvenes de ahora hacen exactamente lo que siempre hicieron los jóvenes. Sólo la indumentaria difiere. Los jóvenes creen estúpidamente que lo que es nuevo para ellos debe serlo también para cualquier otro. Por mucho que abominen de los convencionalismos, están simplemente repitiendo lo que otros hicieron antes. La única diferencia es que la sociedad ya no se asombra tanto como antes de sus extravagancias y que para llamar la atención los jóvenes han de incurrir en exageraciones cada vez mayores”. 
A esos jóvenes, Mishima les ofrece un ideal distinto: frente a la decadencia moral y espiritual, reencontrar la huella perdida de su tradición. Nuestro protagonista defiende la figura del emperador como la mayor señal de identidad de su pueblo; defiende la memoria del samurai; defiende el entrenamiento bélico; defiende el cultivo de las tradiciones culturales japonesas. Todo ello en el mismo paquete, en un mismo corpus doctrinal. A mediados de los años sesenta el propio Mishima se apunta a cursos de entrenamiento en las Fuerzas de Autodefensa. Y enseguida empieza a reclutar un pequeño ejército privado: la Tatenokai, la “Sociedad del Escudo”, integrada por jóvenes estudiantes patriotas a los que proporciona entrenamiento militar e imbuye de ideología tradicionalista.
No estamos hablando de un marginal o de un extremista; estamos hablando de un autor que entre los años cincuenta y sesenta ha construido una obra tan cuantiosa como extraordinaria –40 novelas, 18 obras de teatro, 20 libros de relatos, 20 libros de ensayos, un libreto–, que ya está siendo traducido masivamente al inglés y que, por otra parte, lleva una vida aparentemente normal, incluso occidentalizada. Es un triunfador, un hombre de éxito: también su vida privada parece normal: casado, con dos hijos. Pero Mishima se hace espectáculo, como corresponde a la sociedad moderna: se hace retratar en innumerables poses, hasta desnudo.
¿Un provocador? Mucho más que eso: por ejemplo, Mishima se retrata desnudo sin otro atavío que las joyas de su mujer y una espada del siglo XVI, pero el espejo, la joya y la espada son los símbolos del emperador. Bajo la provocación y el espectáculo, tan modernos, hay un mensaje cifrado de defensa de la tradición. Todo es contradictorio en este artista que representa al mismo tiempo la cara más contemporánea del Japón y la defensa de las tradiciones perdidas.
Y todo esto, ¿es arte o es política? ¿Es la creación estética de un artista o es un movimiento que aspira a hacerse con el poder? Es ambas cosas. Para Mishima, las fronteras entre el arte y la política se han borrado. ¿Por qué? Porque los políticos tratan de hacer suya la irresponsabilidad del artista. Él lo explicaba así:
“El arte pertenece a un sistema que siempre resulta inocente, mientras que la acción política tiene como principio fundamental la responsabilidad. (...) El problema es que la situación política moderna ha comenzado a actuar con la irresponsabilidad propia del arte, reduciendo la vida a un concierto absolutamente ficticio; ha transformado la sociedad en un teatro y al pueblo en una masa de espectadores, y, en definitiva, es la causa de la politización del arte; la actividad política ya no alcanza el nivel del antiguo rigor de lo concreto y de la responsabilidad”.
En esas condiciones, el artista adquiere voluntariamente una responsabilidad que pasa de lo estético a lo político o, mejor aún, que funde ambas esferas. El gesto político del artista no puede dejar de ser un gesto artístico. Ese es el contexto que permite entender su suicidio, el 25 de noviembre de 1970, con el que abríamos nuestro relato.
Esa mañana, Mishima entregó a su editor la última parte de El mar de la fertilidad, su obra más perfecta; una excelente tetralogía comenzada en 1964 e integrada por las novelas Nieve de primavera, Caballos desbocados, El templo del alba y La corrupción de un ángel. Cumplido ese trámite, recogió un poema escrito días antes: el llamado jisei, poema que uno debe componer antes de morir. También verificó sus últimas disposiciones para la familia: que todos los papeles estuvieran en orden.
Acto seguido, se dirigió con cuatro hombres de la Tatenokai, ataviados con su uniforme propio, al cuartel general en Tokio del Comando Oriental de las Fuerzas de Autodefensa de Japón. Pidieron visitar al comandante en jefe. Éste les recibió en su despacho. Mishima y sus hombres ataron al general a una silla, cercaron el despacho con barricadas y salieron al balcón desplegando pancartas con sus reivindicaciones. Mishima subió a la balaustrada y tomó la palabra ante la tropa, apiñada en el patio.
‘Seppuku’


¿Qué pedía el escritor? Muy sucintamente: que las fuerzas de autodefensa se levantaran, dieran un golpe de Estado y devolvieran al emperador a su legítimo lugar. La reacción de la tropa fue desoladora: gritos, burlas. A Mishima, en todo caso, no le importaba la tropa. Terminó su discurso y volvió al despacho. Allí cometerá seppuku.
El seppuku es una técnica compleja. El suicida debe abrirse el vientre e, inmediatamente después, un ayudante ha de decapitarle con un tajo de katana. El encargado de este último trance es el lugarteniente de Mishima, Masakatsu Morita. Pero Morita falla por dos veces. Otro miembro de la Tatenokai, Hiroyasu Koga, será quien dé el golpe de gracia. Morita se suicidará también. Todos ellos pensarían en las palabras que Mishima había escrito en su Introducción a la filosofía de la acción: “La acción tiene el misterioso poder de compendiar una larga vida en la explosión de un fuego de artificio. Se tiende a honrar a quien ha dedicado toda su vida a una única empresa, lo cual es justo, pero quien quema toda su vida en un fuego de artificio, que dura un instante, testimonia con mayor precisión y pureza los valores auténticos de la vida humana”.
¿Por qué traer aquí, hoy, a Mishima? Porque desde su mundo, que era el de la tradición japonesa, tan distinta a la nuestra, reivindicó valores permanentes y además los expresó con una calidad sobresaliente. Mishima desborda veneración por la belleza, gratitud al héroe, amor a una tradición perpetuamente renovada, denuncia de la decadencia moral y espiritual. Su final trágico, en el contexto de la cultura japonesa, quiso ser consecuente con una opción de vida y de pensamiento. Hay que ser japonés para hacer algo así, pero no es preciso serlo para entender el gesto; tampoco hay que ser japonés para reconocer en Mishima a uno de los autores más sugestivos del siglo XX. 
José Javier Esparza