miércoles, 28 de mayo de 2014

Las espaldas anchas de Calvo Sotelo. Kiko Méndez-Monasterio.

Magnífico artículo de Kiko Méndez-Monasterio.


Cuando colaboró con la dictadura de Primo de Rivera, la derechona caciquil le llamaba “el ministro bolchevique” porque estaba resuelto a terminar con el fraude fiscal de los terratenientes, porque desde siempre tomó conciencia del problema social e hizo todo lo que estuvo en su mano por mejorar las condiciones de vida y trabajo de los obreros. La grandeza de España, menguada más allá de lo miserable, se conjuró para no dirigirle la palabra en las recepciones de Palacio. Si le hubiesen permitido continuar su obra, probablemente el socialismo no habría encontrado tantas ventajas para manipular a las masas obreras.
Muchos años después, un domingo por la mañana, José Calvo Sotelo había acudido a misa en la parroquia de La Concepción, y después a visitar a su padre convaleciente. La tarde la pasó en casa, en compañía de su familia, escuchando e interpretando música de Schubert. Con la oscuridad llegaron los asesinos. La revolución había aparcado su camioneta en la calle Velázquez esquina con Diego de León, y de ella bajaron policías y civiles, pretorianos de Largo Caballero, de Indalecio Prieto, de Margarita Nelken, los diputados socialistas directamente vinculados con el crimen.

“Policía. Abran o echamos la puerta abajo. Venimos a hacer un registro”

Removieron con desgana unos cuantos libros, encontraron una bandera bicolor y la rasgaron con rabia. “Tiene que acompañarnos a la Dirección General de Seguridad”. Paradójicamente, las revolucionarios siempre tienen la necesidad de citar una institución para amparar sus crímenes, algo que camufle de legalidad su sed de sangre.

“No vayas, Pepe, te van a matar”. Pero el diputado le pide a su mujer que guarde silencio: “se van a reír de ti, y entonces no respondo”. Se despide con un beso de sus hijos. Y es que quiere salir del domicilio, es decir, afrontar la muerte, con la misma dignidad que ha mostrado en toda su carrera política. Ya lo había profetizado en el Congreso, cuando el presidente del gobierno, jaleado por la Pasionaria y la Nelken, lanzaba contra él insultos y amenazas.
“Me doy por notificado de la amenaza de Su Señoría. Mis espaldas son anchas; yo acepto con gusto y no desdeño ninguna de las responsabilidades que se puedan derivar de los actos que yo realice. Y las responsabilidades ajenas, si son para bien de mi Patria y para gloria de España, las acepto también. ¡Pues no faltaba más! Yo os digo lo que Santo Domingo de Silos contestó a un rey castellano: señor, la vida podéis quitarme, pero más no podéis. Y es preferible morir con gloria a vivir con vilipendio.

Varios amigos le avisaron de que existían órdenes para asesinarle, pero se negó a adelantar sus vacaciones, como hicieron otros. “Ahora no me puedo marchar. Mis intervenciones parlamentarias mantienen en tensión a las pobres gentes perseguidas, acorraladas”. Estaba resuelto a quedarse, no por temeridad, sino porque su voz era casi la única que todavía se enfrentaba a la revolución en marcha. El estado de alarma permanente que decretaba el gobierno imponía la censura a los periódicos, pero los discursos del parlamento, por ley, no podían silenciarse, y Calvo Sotelo utilizaba el Congreso para dar cuenta de la anarquía en la que había degenerado la república. Trataba de convencer al Ejército y a las otras derechas -condescendientes, acomplejadas, miedosas- de la necesidad de una reacción, antes de que fuese imposible detener la marea revolucionaria y rupturista. No le hicieron caso en vida, tuvo que ser su cadáver, arrojado en el cementerio del Este, el que hiciera entender lo irreversible de la situación creada en una República devorada por el socialismo y los separatistas. Cuarenta mil personas acudieron a su entierro, y cuando trataron de transformar el sepelio en manifestación de protesta fueron tiroteados por la fuerza pública, resultando cinco muertos, decenas de heridos, y el arresto de los policías que se quejaron de tan desproporcionada represión. O sea, la guerra.

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