martes, 23 de febrero de 2016

!Qué noche la de aquél día en El Alcazar¡ Eduardo García Serrano.

Aquella noche se empezó a construir la mentira de consenso que acuna la democracia española maquillando biografías, construyendo héroes de cartón piedra y blasonando conductas que ni a la sombra ni al solano de los acontecimientos merecen los laureles que las almenan. Aquella noche, del 23 al 24 de febrero de 1981, yo era un joven periodista de 24 años que trabajaba en la redacción de El Alcázar, diario de la Confederación Nacional de Combatientes nacido durante el asedio de la fortaleza toledana al inicio de la Guerra Civil.

Entonces los periódicos eran artesanales: máquina de escribir, tipómetro y taquígrafo. Al llegar a la Redacción todos recibimos la orden de entregar cuanto antes nuestras páginas y secciones. Todo gravitaba sobre la sesión parlamentaria de la que Leopoldo Calvo Sotelo habría de salir investido presidente del Gobierno. Los ritmos de entrega y los plazos de cierre de las ediciones se adelantaron mucho, porque perder correos de distribución en aquel periodismo artesanal era un lujo que nadie se podía permitir y que los redactores jefe de cierre pagaban caro al día siguiente en el despacho del administrador del periódico.

El Alcázar estaba en el mismo edificio que Diario 16. Ellos en la sexta planta, nosotros en la tercera. El ascensor era el punto de encuentro de redactores y directivos de ambos diarios y, aquella noche fue, además, el termómetro del desarrollo de los acontecimientos.

Los receptores de radio y la TV de la Redacción estaban encendidos en todas las mesas. A primera hora de la tarde terminé mi página de Laboral. Estaba en maquetación contando cíceros e indicándole al maquetador con qué quería abrir, cuáles eran los faldones, las columnas de entrada y salida, la distribución de las fotos, las inserciones publicitarias, etc.

De súbito, en la Radio y en la TV la imagen y la voz de un teniente coronel de la Guardia Civil que daba órdenes en el Hemiciclo mientras distribuía por al Congreso a los 200 agentes que le acompañaban. A partir de ese momento se desató el caos en la redacción de El Alcázar. Ese caos que solo los grandes redactores jefe son capaces de cabalgar dándole sentido a todo. Los disparos al techo del Hemiciclo silenciaron al Congreso y llenaron las papeleras del periódico con toda la información que aquellas detonaciones habían dejado vieja a la voz de mando del teniente coronel Antonio Tejero Molina.

El despacho del director del periódico, Antonio Izquierdo, se convirtió en el sáncta santórum de El Alcázar. A él habían llegado las diferentes entregas del colectivo Almendros procedentes de los despachos del Poder. Desde el comunicado de Tejero, anunciando a los diputados la inminente llegada de la autoridad militar que se haría cargo de la situación, hasta que Milans del Bosch “tomó” Valencia, todo fue hacer, deshacer y rehacer en la Redacción. Se esperaba que las demás capitanías se sumaran a la iniciativa de Milans. Todos pendientes de a ver qué hace Madrid. Y Madrid, quieto. Pasaban las horas y sólo El Alcázar decidió hacer algo. O sea, periodismo mientras los demás colegas preparaban ya dobles ediciones, columnas de opinión favor y en contra y portadas laudatorias o condenatorias, según rodasen los dados.

Sonó el teléfono en el despacho del director del periódico. Al otro lado estaba nuestro redactor parlamentario, Joaquín Abad. El teniente coronel Tejero le había mandado llamar para dictarle las razones por las que había entrado en el Congreso y por qué se había sentido traicionado por el general Armada y su célebre lista de gobierno. Tejero quería que su comunicado se publicase en El Alcázar. Nos pusimos manos a la obra. Todavía no amanecía. Todo estaba listo para contarle al pueblo español qué había pasado, por qué había pasado y, sobre todo, qué tenía que haber pasado y no pasó. Todo. Hasta que llegó la policía con la orden de registrar el periódico, incautar las planchas, secuestrar la edición e impedir que el pueblo español leyese el comunicado de Tejero. Se llevaron hasta la apresurada nota taquigráfica que dictó Joaquín Abad desde el Congreso. Treinta y cinco años después, la “verdad” sobre aquella noche sigue siendo la que estableció Jesús de Polanco, contada en numerosas ocasiones por José Luis Martín Prieto. Cuando aún no se sabía qué iba a pasar, don Jesús se asomó al despacho del director de El País y, desde la puerta, le gritó. “Eh, Juan Luis, mañana, el periódico, con el que gane”. Y en esas estamos, desde entonces.

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