lunes, 21 de noviembre de 2016

José Antonio y la violencia. Fernando Paz.

Viene siendo un recurso muy utilizado desde hace tiempo el de culpabilizar a José Antonio de haber desatado una espiral de violencia durante los años centrales de la II república, que habría contribuido, en no poca medida, a la desestabilización del régimen.

Ello obedecería a una especie de programa urdido por los sectores ultraconservadores para acabar con la república. Una vasta conspiración en la que la Falange se ocuparía de sembrar la violencia en las calles a fin de provocar a las organizaciones revolucionarias.

A su vez, dicha desestabilización –en forma de sangrientos desórdenes públicos- constituiría una de las razones esgrimidas por los alzados en julio de 1936 para justificar su golpe de estado. La realidad histórica, empero, es bastante diferente.

La realidad es que José Antonio no saltó a la arena política con ese propósito. De ser así, habría tenido innumerables ocasiones para conseguirlo. Sobre todo durante los primeros meses de existencia de la Falange, en que la izquierda trató de ahogar a la naciente organización antes de que se hiciera demasiado fuerte, asesinando numerosos militantes de la misma. De haber tenido alguna intención de desestabilizar a través de la violencia callejera, el momento no podía ser más adecuado.
¿Hizo José Antonio tal cosa?

Antes al contrario, el jefe falangista rehusó tomar venganza de los crímenes sufridos en sus filas, pese a las presiones que recibía al respecto. Muchas de ellas procedentes de sus propias filas.

Pero los acontecimientos terminarían por arrastrar a José Antonio. La suya es una historia presidida por la fatalidad. Un día de febrero de 1934, le informan de que han asesinado a un joven militante falangista que vendía la prensa del partido en el centro de Madrid. Se llamaba Matías Montero y, durante años, los del gobierno de Franco, el aniversario de su asesinato por pistoleros del PSOE fue celebrado como “el día del estudiante”.

En ese momento, enterado José Antonio del crimen de vuelta de una cacería, se juró a sí mismo que aquel habría de ser el último acto frívolo de su vida. Lo fue.

Por otro lado, su enérgica defensa del honor le impedía autorizar una represalia contra el enemigo. Pero José Antonio se resiste. No hemos venido, dirá, a ser delincuentes contra los delincuentes. Es necesario que cada golpe del enemigo sea horrendo y cobarde, y que cada acción nuestra sea la afirmación de un valor y de una moral superiores. La vindicación de los caídos no puede consistir, insistirá, en devolver cada horrible golpe recibido con idéntico horror, porque eso habría supuesto volverse como ellos.

Recogiendo esta realidad histórica, el anarquista Heleno Sañaescribe que “José Antonio se opuso siempre a la violencia que en España habían introducido las bandas del Sindicato Libre, los pistoleros anarcosindicalistas, los albiñanistas y los mismos estudiantes ultras de la FUE. Antes de organizar ella misma sus cuadros represivos, la Falange fue víctima de represalias físicas de la extrema izquierda…”.

En los meses siguientes continuará la ofensiva roja. Los crímenes se sucederán, y los jóvenes –muchas veces, jovencísimos- militantes falangistas apenas podrán defenderse. Caen sin protección, asesinados sobre el asfalto de las ciudades entre la indiferencia general. Aún más: la prensa conservadora ataca a la Falange porque esta no se defiende. El ABC clama: “¿Qué clase de fascismo es este?”.

A José Antonio le llaman Juan Simón, porque siempre está de entierro. Las siglas FE, se bromea abiertamente, son las de Funeraria Española. Dentro de la organización, se alzan voces contra José Antonio. No se puede seguir permitiendo la matanza sin hacer nada, gritan los más ardorosos militantes en los camposantos. Algunos sectores del partido, los más particularmente combativos, están preparados para devolver los golpes, pero José Antonio los frena una y otra vez. El partido parece resquebrajarse. El ABC insiste: eso no es fascismo, es franciscanismo. La tensión se dispara.

Despierta en Madrid la primavera de 1934, y asesinan en la Casa de Campo a un muchacho de 18 años. Juan Cuéllar es un niño, y con la ingenuidad de un niño se enfrenta a sus asesinos. Lo despedaza una turbamulta de socialistas, ahíta de vino, que mutila salvajemente su cadáver. La militante socialista Juanita Rico baila sobre su cadáver, rompe un cántaro de vino contra su cráneo y su rostro y orina sobre sus despojos, que más tarde a la madre no le permitirán ver. Es el undécimo asesinato que sufre la Falange, que aún no ha dado una sola represalia mortal.

De regreso por los bulevares, un coche dispara sobre los asesinos, contra Juanita Rico y sus hermanos, conocidos dirigentes juveniles del PSOE. Matan a la joven y uno de sus hermanos cae herido, junto con algún otro. Rafael Alberti escribirá un poema en honor a la heroína socialista.

José Antonio ya no podrá evitar desde entonces las represalias. Tratará de que estas no lleguen demasiado lejos. En una ocasión, salvará la vida de Largo Caballero, al que unos falangistas han planeado matar mientras visita a su mujer enferma en un hospital. Llegado el plan a oídos de José Antonio, lo prohíbe de modo taxativo. Le repugna lo planeado. Apenas unos meses más tarde, Largo Caballero no moverá un dedo por salvar la vida del jefe falangista.

El propio José Antonio sufre un par de atentados de los que escapa por muy poco, aunque también los pistoleros tienen la suerte y la velocidad suficiente para evitar los precisos disparos del alférez de complemento Primo de Rivera, escapando desde la Princesa hacia la calle Altamirano abajo.

El embajador norteamericano, Claude Bowers, recordará más tarde cómo relataba, sin darse más importancia, el incidente mientras degustaba un whisky en Bakanik, un local de moda del Madrid de 1934. José Antonio estaba hecho, según el nada simpatizante de sus ideas Bowers, “de la pasta de los mosqueteros de Dumas”.

Los caídos de la Falange determinaron su actitud. Porque José Antonio consideró varias veces dejarlo todo y retornar a su actividad como abogado. Detestaba dedicarse a la política. Gil Robles, que le conoció regularmente, detectó en él “una falta de ambición política”, que reflejaba en su timidez personal, “confesada por él mismo, que le hacía recluirse muchas veces en el círculo reducido de unos amigos”.

Pero ya no había marcha atrás. Cuando le tiente el espectro del abandono –que lo hará varias veces- apenas será capaz de negar pesadamente con la cabeza y musitar, como hechizado: “me atan los muertos”.

Los muertos siempre le pesaron, hasta el punto de que incluyó en su último escrito, su testamento, una referencia a ellos. Pidió la absolución por la culpa que hubiera podido tener en la sangre vertida, y aguardó “que los camaradas que me precedieron en el sacrificio me acojan como el último de ellos”.

No parece, pues, que la razón de la implicación política de José Antonio fuese la de desestabilizar la república. Pero siempre habrá quien, tozudo, siga manteniendo dicha tesis. Es más cómodo.

gaceta.es

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