sábado, 25 de julio de 2015

Aniversario de la caída del fascismo italiano



En medio del delirio de la fiel parroquia fascista, el 10 de junio de 1940, Benito Mussolini se asomó al balcón del Palazzo Venezia paraproclamar la entrada de Italia en la guerra:

-“Ha sonado la hora de las decisiones irrevocables” –declamó con aquella voz poderosa y familiar que se abrió paso entre el clamor fervoroso de los cientos de miles que se agolpaban para escucharle; “la declaración de guerra ya ha sido entregada a los embajadores…”

No pudo seguir. El entusiasmo se desbordó, como si una corriente eléctrica sacudiera la plaza entera de un extremo al otro; la declaración de guerra había sido entregada. Naturalmente, era ocioso precisar a quién, pero Mussolini quiso concluir su alocución de modo protocolario:

“…a los embajadores de Gran Bretaña y de Francia.”

El incontenible oleaje de vítores, imposible de serenar, se confundió con los arrebatados abucheos que surgieron de la multitud al conjuro del nombre del doble enemigo. La enardecida muchedumbre prorrumpió en los gritos de “¡Duce, Duce!” antes de desbordarse por las calles de Roma celebrando el acontecimiento.

Ni en Italia, ni fuera de ella, apenas se tenían dudas de que Mussolini apostaba a caballo ganador: el mundo jamás había contemplado nada semejante al vertiginoso poder con el que Alemania estaba aplastando a todos sus enemigos. El conflicto parecía tan decantado que Roosevelt se apresuró a calificar despectivamente de “puñalada trapera” la decisión del Duce.

Francia firmaría la paz doce días más tarde y al Reino Unido no le quedaría más que buscar un acuerdo con el Reich en una humillante posición de inferioridad. En aquella soleada mañana de finales de primavera, los italianos parecían tener todas las razones para sonreír al futuro.
Tres años más tarde

Pero después de tres años de guerra, el triunfal paseo que Mussolini y su pueblo habían soñado se había transformado en una negra pesadilla. Italia, mal preparada para una guerra que finalmente se había complicado de forma inimaginable, había fracasado en todos sus empeños. Y no sólo eso: se había convertido en un peso muerto para su aliado alemán, abriéndole frentes en latitudes donde este nunca hubiera sospechado tener que combatir. Su torpe intento de desarrollar una guerra paralela a la de Hitler, alcanzó una formidable muestra de impotencia: ni siquiera fue capaz de asegurar los suministros básicos entre la propia Italia y la Cirenaica para que el Afrika Korps, enviado a Libia para defender las colonias italianas, sobreviviese en los desiertos que se extienden de Túnez a Egipto.

Consecuencia de tanta ineptitud, en mayo de 1943 las fuerzas del Eje habían sido derrotadas y atrapadas en el norte de Africa, y el 10 de julio los Aliados desembarcaron en Sicilia. Aunque los alemanes hicieron pagar un alto tributo a los anglo-norteamericanos por la conquista de la isla -la evacuación de Sicilia, en términos militares, casi fue un éxito para la Wehrmacht- la pérdida de parte del territorio nacional se convirtió en algo difícil de digerir para el régimen fascista.

Subordinado a las directrices bélicas que el mando alemán imponía,el 19 de julio de 1943 Mussolini se encontraba en Feltre reunido de urgencia con Hitler. El Führer le estaba recriminando la conducción de la guerra cuando llegaron las noticias del primer bombardeo serio que los Aliados efectuaban sobre Roma. Un tanto apresuradamente, Mussolini hubo de regresar a la capital.

En Roma, algo –mucho- se estaba moviendo. El ambiente se había enrarecido tras los recientes desastres militares y los bombardeos, yel propio Mussolini había convocado al Gran Consejo Fascista para la tarde del 24 de julio. El Gran Consejo no tenía otro valor que el consultivo, pero servía para pulsar cuál era el estado de la opinión dentro del régimen. En aquellos días, la situación era tan convulsa que la esposa del Duce aconsejó a este: “Arréstalos a todos antes de la reunión”. Su marido, sin embargo, no quiso hacerle caso pues creía poder dominar a los consejeros –por él nombrados- sin dificultad.

El Duce comenzó hablando durante dos horas aunque, lejos de su tono recio y confiado de costumbre, lo hizo de modo monocorde. Sabedor de que el tema principal a tratar era la conducción de la guerra, intentó mostrarse como víctima del estado de cosas imperante y culpó al mariscal Badoglio del calamitoso estado del ejército, lo que tampoco distaba tanto de ser cierto. Pero había una conspiración en marcha, y esta no se iba a detener.

Lo que los conspiradores pretendían era apartar a Mussolini del poder para salvar lo que se pudiera. El jefe entre ellos era Dino Grandi, elocuentemente secundado por Ciano, yerno del propio Mussolini. Grandi proponía que el Duce devolviese sus poderes al rey para facilitar las maniobras de la corona fin de sacar a Italia de la crisis en la que estaba inmersa. La propuesta estaba teñida de un patriotismo difícil de rechazar, pero suponía una enorme deslealtad para con el Duce. Por eso, otros –como Farinacci- trataron de que solo devolviese el poder militar, reteniendo el político. La votación, que tuvo lugar a las dos de la madrugada del 25 de julio, arrojó un desolador resultado para Mussolini, que fue derrotado por 19 a 8. “Habéis provocado la crisis del régimen” se despidió el Duce, rechazando el algo incongruente saludo brazo en alto que le dispensaban los miembros del Gran Consejo Fascista.
La entrevista con el Rey

A continuación se encerró con sus fieles en un despacho, mientras era sometido a presiones para que ordenase detener a los traidores, a lo que se negó. Grandi, entre tanto, sabedor de que el Duce no tenía por qué sentirse vinculado a la resolución adoptada y podía, en efecto, ordenar el arresto de todos ellos, decidió jugar su única baza:poner en conocimiento del rey lo que había sucedido.

Cuando al día siguiente –sin haber dormido- Mussolini se dirigió a su despacho, le llegó una citación del monarca mientras despachaba con el embajador japonés. Al enterarse de que la entrevista estaba concertada para las 5 de la tarde, no pudo evitar comentar ante su secretario:

-Las diecisiete…vaya, un número de mala suerte…

Su mujer, doña Rachele, implacablemente realista, le rogó que no acudiera:

-No vayas, Benito, no se puede confiar en ese hombre.

Pero la debilidad y el cansancio, sumados a los años de derrota, sin duda contribuían a nublar su juicio. De camino a casa había atravesado el Tiburtino, popular barrio romano del centro de la capital arrasado por las bombas en el último ataque aéreo, en dondehabía arrancado los aplausos de la población. También aquello le había estimulado fuertemente, sabiéndose aún popular.

Al llegar a Villa Saboya, apenas tuvo que esperar. El pequeño monarca –medía 1,53 mts.- quiso abordar sin más dilación el asunto por el que había convocado el encuentro. Aunque Mussolini trató de minimizar la trascendencia de lo acaecido en el Gran Consejo, el rey le cortó en seco, subrayando la situación ruinosa en todos los órdenes por la que atravesaba Italia.

-En este momento es usted –dijo a quien había nombrado primer ministro veintiún años atrás- el hombre más odiado de Italia. Yo soy su único amigo; me encargaré de que le protejan.

Aún tuvo Víctor Manuel el coraje de fingir que dos oficiales de carabineros, que realmente le detenían, estaban allí para escoltarle. El Duce fue introducido en una ambulancia de la Cruz Roja y desapareció de la vista del público. Había sido secuestrado por el monarca en un intento desesperado –e inútil- de salvar la dinastía.
Cambio de guardia

A continuación, el rey nombró jefe del gobierno al mariscal Pietro Badoglio. Durante los primeros días, todo el empeño del nuevo gobierno fue el de convencer a los alemanes de que la alianza con ellos seguía en pie, aunque el fascismo hubiera dejado la escena. Pero Hitler no se tragó el anzuelo.

Desde antes de que cayese Mussolini, algunos militares italianos venían manteniendo contactos con los Aliados en Lisboa. Pese a las protestas de lealtad para con el Reich, Badoglio había comisionado al general Castellano para que estableciese contacto con el general británico Alexander a fin de concretar el cambio de bando. Los últimos días de agosto de 1943 el acuerdo estaba lo suficientemente maduro para acordar la fecha del 3 de septiembre como la del armisticio, que fue firmado en secreto. Ese mismo día, los Aliados desembarcaban en Salerno, al sur de Nápoles.

El anuncio de que Italia se retiraba de la guerra lo anunció la radiodifusión norteamericana, posiblemente por error, el día 8, lo que precipitó la reacción alemana. El gobierno italiano hubo de retirarse aceleradamente al sur de la península italiana para ponerse a salvo, junto con la familia real. La retirada de tan regia comitiva tuvo poco de gloriosa, con un Badoglio vestido de civil y tartamudeando, tal era la forma en que somatizaba la perspectiva de ser apresado por los alemanes. Pero ni quien fuera hecho mariscal por el fascismo, ni quien hiciera primer ministro a Mussolini tendrían un futuro en la Italia de posguerra. Víctor Manuel III ni siquiera fue capaz de legar la corona a su hijo Humberto.

Lo acaecido durante el tiempo que media entre la jornada del 25 de julio y el anuncio del armisticio del 8 de septiembre es conocido como la etapa de “los 45 días”. Muy pocos, si es que alguien, han reivindicado en Italia el episodio.
La guerra fue la tumba del fascismo

La caída de Mussolini está indudablemente ligada al mal cálculo que le llevó a entrar en la guerra.

Para llegar al poder, Mussolini aceptó pactar con las elites y con el ejército y la monarquía, a quienes jamás cuestionó ni lesionó en sus intereses. La revolución fascista quedó lejos de la radicalidad que imprimiría Hitler a la suya, quien sólo pactó como mecanismo para alcanzar el poder, sustituyendo a sus socios con más o menos premura, y constituyendo organismos paralelos que iban suplantando a las tradicionales instituciones del estado. Mussolini nunca quiso recorrer ese camino, y sin duda eso facilitó su pérdida del poder.

Sin la guerra, el fascismo probablemente se hubiera prolongado mucho más en el tiempo. El propio Mussolini lamentó pronto la decisión tomada en junio de 1940, como admitió ante Franco cuando se entrevistaron apenas ocho meses más tarde en Bordighera y este le preguntó si no abandonaría la guerra de poder hacerlo en ese mismo momento.

Mussolini, algo sorprendido, contestó: “¡Ciertamente, ciertamente!“ Pero ya era demasiado tarde.

Fernando Paz.

Gaceta.es

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