jueves, 23 de febrero de 2012

Crítica de Pío Moa a Joseph Pérez (III)

Escribe el señor Pérez: El imperio romano había sometido la Península a una autoridad única, pero no había borrado los diferentes pueblos; no existía una entidad hispánica –a pesar del culto imperial, del cristianismo, de una lengua de comunicación, el latín–, sino unas provincias administrativas autónomas. Esta entidad sería creada por los visigodos: el reino de Toledo es desde ahora un país dirigido, administrado y organizado con un jefe único, un rey, lo mismo que hubo un césar en Roma y un emperador en Bizancio. Se comprende que el reino de Toledo haya dejado en la historia una fuerte impronta después de la invasión árabe. La idea de una Hispania o Spania como entidad política unificada es, pues, anterior a la invasión musulmana del 711. En caso contrario, carecería de sentido la referencia a la ruptura o “pérdida de España” (…) En la España del siglo CVII el recuerdo de los godos cobró la dimensión de un mito: (…) se acudía a la tradición visigoda para justificar reivindicaciones territoriales y la influencia política de España, también como modo de gobierno distinto del absolutismo (…) ¿Quiere decir esto que Hispania se ha transformado en una nación llamada España? Todavía no. Desde un punto de vista político, no cabe duda de que los visigodos han transformado la Península en una realidad sustantiva. Son los creadores de la unidad política, no de la unidad nacional. Esta no aparece sino después de la invasión musulmana: los cristianos que no quieren ser moros van a ser considerados, desde fuera, como españoles” Y sigue después con una digresión algo extraña sobre Francia y los francos y sobre la “Francia eterna” o la “España eterna”, conceptos huecos, pra volver a Américo Castro: “Para que haya españoles, es preciso que exista España y esto, a juicio de Castro (y evidentemente de J. Pérez) no se produce sino después de la invasión árabe
Esto es un verdadero galimatías impropio del historiador solvente que en otros libros demuestra ser J. Pérez. Haré algunas observaciones elementales sobre el asunto:
1.- Contra lo que dice Pérez, Roma borró evidentemente, en el curso de seis siglos, los pueblos anteriores de la península, así como sus lenguas, que no reaparecen más: ni íberos ni celtas ni sus subdivisiones. La única excepción, parcial, fue el vascuence, que se mantuvo en las montañas –hay pruebas de que la costa y los llanos fueron romanizados—y que al caer el Imperio volvió a extenderse sobre los otros territorios, de modo similar a como ocurrió en las Mauritanias y Numidia.
2.- Tanto fue así que no hay el menor rastro de otro idioma que no fuera el latín o el latín vulgar en la época visigoda. Roma no aportó solo la religión y la lengua, también el derecho, la literatura y sin duda un sinnúmero de costumbres y actitudes, técnicas y conocimientos de todo tipo que sustituyeron a los anteriores.
3. Roma forjó, por tanto una comunidad cultural bastante homogénea (con lógicas diferencias en intensidad). No queda claro qué entiende J. Pérez por “unidad política” y “unidad nacional”, pues no lo explica, y su digresión sobre Francia solo consigue embarullarlo. La única descripción adecuada para una nación es la de una comunidad cultural dotada de una unidad política o estado propio. Y eso es precisamente lo que aparece entonces en España. Una nación de cultura latina, no germánica, y, en contraste con Francia, de intensa y tenaz vocación unitaria y no dispersiva.
4.- Pérez se acerca a la verdad cuando hace amago de señalar que sin el reino visigodo no habría sido posible la Reconquista, para desdecirse a continuación cuando afirma que los españoles solo existieron después de la invasión árabe. ¿De dónde saldrían? En fin, el embrollo de los datos más elementales se presenta a veces como historia “científica” y de atención a la “complejidad”, y no pasa de eso, de simple embrollo. Simplemente a muchas gentes (separatistas, marxistas islamófilos, etc.) les disgusta profundamente la continuidad histórica de España, y tratan de borrarla o difuminarla en aras de sus percepciones y propósitos ideológicos. Me ocuparé en otro momento de un pedantesco artículo sobre el mismo tema en Libertad Digital
En Nueva historia de España abordé el problema, que resumo aquí:
La estancia de los visigodos en España duró casi tres siglos, y puede dividirse en tres períodos: de 415 a 507, cuando se extendieron sobre gran parte de Hispania y de la Galia, con el centro de gravedad en esta última y capital en Toulouse. Tras su derrota por los francos, los godos se asentaron en Hispania, reteniendo una pequeña parte de la Galia, y con capital oscilante entre Barcelona, Sevilla, Mérida y Toledo. Por entonces seguían formando una casta conquistadora ajena a la población indígena y al propio territorio, del que podían haber emigrado como antes lo habían hecho de tantos otros. Existía un poco estable reino godo, no hispano-godo, aunque aumentó la identificación de los invasores con el territorio y una asimilación cultural a la población políticamente dominada.
El reinado de Leovigildo, a partir de 573, marcó un nuevo período muy diferente, que duraría unos 140 años hasta la extinción del estado, en torno a 714. Leovigildo constituyó un reino hispano-godo renunciando a gran parte de las tradiciones bárbaras, y Recaredo completó la reforma, en un proceso muy probable de disolución de la etnia germánica en la hispanorromana. El poder político y militar permaneció en manos de la oligarquía goda, si bien debió de haber una interpenetración creciente con la oligarquía hispanorromana, según sugieren nombres como Claudio, Paulo o Nicolaus (tampoco es imposible que hispanorromanos adoptaran nombres germánicos, y viceversa). Simultáneamente la organización cívico-religiosa romana — el episcopado– adquirió peso y representación creciente en el poder político. Esta tercera fase marca la constitución política de la nación española con tinte germánico pero sobre la base cultural heredada de Roma y el catolicismo (aun si persistían restos marginales de paganismo y pequeñas zonas montañosas apenas latinizadas).
Así, políticamente dominadores, los visigodos fueron culturalmente dominados: no fundaron Gotia, sino España, no impusieron el arrianismo, sino que adoptaron el catolicismo, ni extendieron las costumbres germanas, sino que se asimilaron cada vez más las romanas. Y no prevaleció su lengua original, que debió de disolverse pronto.
La “Pérdida de España” lo fue en gran medida, y pudo serlo por completo, porque España no es sino el nombre que caracteriza una evolución político-cultural en la península durante más de nueve siglos, desde los comienzos de su latinización y luego cristianización, hasta su conversión en una entidad política independiente. Esta evolución quedó truncada cuando la invasión musulmana se extendió por toda la península, y pudo haber borrado todo el proceso anterior, como lo hizo en la mayor parte de los lugares donde se impuso. Con frecuencia leemos opiniones despectivas sobre la herencia visigoda en España, reduciéndola a un puñado de palabras y negando cualquier influjo significativo sobre la historia posterior, dentro de la tendencia semitizante de Américo Castro u otras. Tales opiniones, expresadas con más emocionalidad que fundamento, tienen poco que ver con la realidad más evidente.
 Los godos dejaron muy poco léxico en las lenguas peninsulares, pero este fenómeno revela lo contrario de lo que se pretende: la rápida aculturación tervingia en el mundo latino-español. Hasta los nobles — seguramente los más renuentes– abandonaron su religión y muchas de sus costumbres, y documentos como la Institutionum disciplinae indican cómo en la formación de sus jóvenes pesaba más la tradición católica y clásica que las reminiscencias germánicas, aun sin ser estas desdeñables. Al revés que luego los árabes, los godos se latinizaron profundamente en España, y sus rasgos ancestrales quedaron reducidos a un cierto estilo, tendencias e instituciones secundarias.
También queda muy poco de su arte, pues fue anegado por la invasión árabe, y asolados la mayor parte de sus bibliotecas y edificios. Quedaron algunos de estos menores, pero de valor: quizá dejaron el arco de herradura, que los árabes llevarían a la perfección. De su tradición oral nada resta, aunque seguramente existió; pero la imposición musulmana impidió que alguien la recogiese, como hicieron siglos más tarde algunos escritores europeos con diversos leyendas célticas, germánicas o vikingas.
 Más relevancia tiene su herencia política. Como hemos visto, los visigodos, originados probablemente en la actual Suecia, peregrinaron durante siglos por el este y sur de Europa hasta afincarse en Hispania. Durante un tiempo permanecieron aquí como grupo social separado, que habría podido seguir emigrando, por ejemplo al norte de África, adonde habían marchado vándalos y alanos y habían querido ir los mismos godos. Pero desde Leovigildo su identificación con el país donde vivían no hizo más que crecer, hasta terminar disueltos en la población hispanorromana. No sabemos cómo ello se produjo, ni si al comenzar la reconquista permanecían núcleos de godos separados, pero el proceso ocurrió sin duda. Más probablemente, la mezcla étnica habría avanzado durante el largo periodo de un siglo y cuarto tras la admisión de los matrimonios mixtos (que incluso existían cuando estaban prohibidos).
 Las noticias acerca de la población germánica son muy escasas, y a menudo se habla de ella refiriéndose en realidad a su oligarquía. La masa gótica parece haberse asentado en el valle del Duero, y se ha supuesto que hacia el siglo IX o el X, durante la reconquista, habría sido trasladada a Galicia, para fundirse allí con la población local; pero suena dudoso. Como fuere, la etnia goda pasó a ser un componente de la población hispana, disolviéndose en ella nueve o diez siglos después de haber emprendido su marcha desde Escandinavia.
 Asimismo tiene importancia la onomástica. Los nombres de origen germánico proliferaron enormemente desde los comienzos de la Reconquista, llegando a superar a los de origen latino; probablemente ya abundaban antes entre la población, y han seguido siendo muy frecuentes hasta hoy. Y si, como sostienen algunos, los apellidos en –ez tienen origen tervingio (suelen formarse con nombres germánicos), la gran mayoría de los españoles, en todas las provincias, responden a esa influencia. Influencia no étnica, pues la población goda no pasó de un 5 a un 10% de la hispanorromana, probablemente menos, sino debida, de un lado, al prestigio social de su nobleza, y de otro — y sobre todo– a un espíritu de identificación popular con la “España perdida”, la España hispanogoda.
 Este fenómeno de identificación mutua apunta al principal y trascendental legado de los godos: el político. Con ellos –y con impulso del episcopado— tomó forma la primera nación política española y probablemente europea, culminando la unificación cultural latina y cristiana; permanecieron así, después de la invasión islámica, sus leyes, tanto entre los mozárabes como en los reinos cristianos, y numerosas reminiscencias, en parte legendarias pero con un sustrato histórico sólido y emocionalmente motivador. De no ser por ese sustrato e identificación popular, el legado hispano-godo se habría sepultado para siempre cuando los árabes conquistaron la península. Entonces pudo consolidarse definitivamente Al Ándalus, un país musulmán, arabizado y africano, y desaparecer España, país cristiano, latino y europeo, tal como desaparecieron las sociedades cristianas y latinizadas del norte de África.
 No es arbitrario afirmar que si España siguió un derrotero histórico distinto del norteafricano se debió a la herencia política hispano-tervingia. Sin ella, como ha expuesto convincentemente el historiador Luis García Moreno no habría sido posible la Reconquista. Solo esta versión casa con los hechos conocidos. Cosa diferente es que algunos deseen reintegrar la península al ámbito musulmán-magrebí y, por aversión a la España histórica, insistan en borrar de la memoria los hechos que les disgustan.
 Así pues, la principal contribución de los godos consistió en completar como unidad política la unidad cultural creada por Roma, formando una nación en sentido preciso, como quedó indicado en el capítulo sobre Leovigildo (dejo aparte la discusión eterna y a mi juicio falsa sobre la nación “moderna”, como si se tratase de una ruptura radical con la nación “medieval” y no, más bien, de una evolución de esta). Con todos sus desaciertos y desmanes, inevitables en toda obra humana, los reyes y al menos parte de la nobleza goda, en colaboración con los representantes hispanorromanos, impulsaron la idea y la concreción de la nación y estado de Spania. Y por ello el súbito hundimiento del estado no lo fue por completo: la resistencia al Islam, tras escasos años de desconcierto, se organizó sobre la base de las leyes de Recesvinto y Chindasvinto, sobre una concepción muy distinta de la musulmana acerca del poder religioso y el político, y una idea de la libertad personal, de una monarquía no despótica y de un esbozo de representatividad que no surgieron de la nada durante la Reconquista. No menos crucial, la noción y el recuerdo de la “pérdida de España” se hicieron una motivación poderosa en el imaginario colectivo. Sin ella, insistamos, no sería comprensible la historia posterior.

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