martes, 14 de febrero de 2012

Reflexiones sobre la historia de España por Joseph Pérez

Después de publicar, en francés, mi Historia de España y de comprobar el éxito del libro, creo oportuno señalar cuál ha sido el origen: en primer lugar, creo que conviene saber que ha sido una obra de encargo. Desde que España se incorporó plenamente en la Comunidad Europea y volvió a desempeñar en el mundo el papel que le corresponde por su contribución a la civilización occidental, se ha incrementado en Francia el interés por lo que pasa a este lado del Pirineo y el deseo de comprender la evolución de España desde que dejó de ocupar el primer puesto en la escena internacional. La editorial Fayard estaba preocupada, de algunos años a esta parte, por la carencia en francés de un libro serio sobre España, lo cual no era estrictamente exacto: disponemos de un librito que yo siempre recomiendo como la mejor historia de España en francés, la de Pierre Vilar. Tampoco han faltado en Francia los hispanistas. Sus trabajos han permitido avanzar en el conocimiento de la historia, de las literaturas y de las lenguas de España. Pero es verdad que demasiadas veces tales aportaciones no salen del círculo estrecho del mundo universitario. Así se explica el encargo que se me hizo de escribir un libro para que se enteren en Francia de lo que era en realidad la historia de España. La petición de que escribiera este libro vino a estimular el deseo que yo tenía de ofrecer al público francés mi propia visión de España. He tenido la suerte de recibir las enseñanzas de dos grandes maestros cuando comencé mis estudios hispanistas: Marcel Bataillon y Pierre Vilar. El primero se dedicaba a los aspectos filológicos, literarios y espirituales. El segundo es un magnífico conocedor de la teoría y de la historia económica, sin descuidar otras facetas, como la historia política y la evolución del pensamiento. De ambos he aprendido a enfocar los temas relativos a España en una perspectiva muy amplia, relacionándolos con lo que ocurría en el resto de Europa y del mundo. Durante 40 años me he dedicado a la enseñanza en una universidad francesa y me he esforzado por presentar a mis alumnos -futuros hispanistas o profesores de español- una interpretación distinta de la que tantas veces conocían por la lectura de periódicos, por la televisión o por el cine. El resultado de aquellas dos circunstancias -el encargo editorial y la experiencia adquirida en la docencia- es mi Historia de España. Con excepción de los capítulos sobre los Reyes Católicos y sobre el siglo XVI -en los que me han servido mis propias investigaciones-, he aprovechado los trabajos de los historiadores españoles y de hispanistas extranjeros, sobre todo franceses e ingleses. En este sentido, mi libro enseñará poco a los especialistas universitarios. Lo que he procurado es, por una parte, establecer los datos, poniendo nombres y fechas cuando era necesario hacerlo, y, por otra parte, proponer una explicación coherente de lo que ha ocurrido en la Península desde el siglo VIII, es decir, desde la invasión musulmana.
¿Cómo veo la historia de España? Puedo contestar a esta pregunta con una frase: España, desde luego, tiene sus rasgos específicos, pero, en conjunto, su desarrollo histórico no se aparta de la línea general que han seguido las demás naciones europeas. En esto discrepo de lo que se viene repitiendo desde el siglo XVIII hasta hace poco. Durante varios siglos, la historiografía anglosajona difundió la idea de que la civilización moderna -el desarrollo técnico y económico, la ciencia, el progreso, la tolerancia... - era hija de la Reforma protestante, y que las naciones latinas (Francia, España, Portugal, Italia), quedaban incapacitadas para integrarse plenamente a la civilización moderna. Hubo franceses y españoles que compartieron esta idea. Bastarán dos ejemplos: en Francia, el político e ideólogo Guizot; en España, nada menos que Manuel Azaña, quien llegó a decir que "durante nuestro sueño, las demás naciones han inventado una civilización, de la cual no participamos, cuyo rechazo sufrimos y a la que hemos de incorporarnos o dejar de existir". Hoy en día, los historiadores han matizado y revisado aquellas perspectivas. La distinta orientación que tomaron, a partir del siglo XVII, las naciones de Europa ya no se atribuyen exclusiva ni principalmente a motivos religiosos, raciales o ideológicos, sino a causas mucho más complejas.
Creo que fue don Antonio Domínguez Ortiz el primero en reaccionar contra la tesis de las dos Españas irreconciliables, cuyo enfrentamiento llenaría los anales de la historia por lo menos desde el siglo XVIII. No pretendo que sea falsa la idea, pero la verdad es que lo mismo cabría decir de todas las naciones. En todas existe diversidad de pareceres sobre la manera de organizar la sociedad, y sólo en circunstancias excepcionales llega esta diversidad a provocar tensiones violentas y dramáticas. Basta con repasar someramente la historia de todas las naciones europeas para encontrar ejemplos de esta diversidad. O sea, que España no me parece, en este sentido, constituir ninguna excepción, y coincido totalmente con la tesis que acaban de exponer Juan Pablo Fusi y Jordi Palafox en su reciente libro: España: 1808-1996. El desafío de la modernidad, sólo que yo extendería la tesis a periodos anteriores al siglo XIX: España es un país normal, con formas de vida y cultura homologables con las de otros países europeos, por lo menos desde finales de la Edad Media.
Antes sí que se da en la península Ibérica una situación excepcional con respecto a la cristiandad europea. Esto se debe a la invasión musulmana, pero precisamente todo el esfuerzo de los españoles durante siglos fue dirigido a reincorporarse cuanto antes al mundo occidental y evitar a la Península el destino del norte de África. Es decir: el de unas provincias romanizadas y cristianizadas que acaban formando parte del mundo islámico. Este esfuerzo de varios siglos es el que se conoce con el nombre de Reconquista y ha dado algún fundamento a una tesis, a mi modo de ver, exagerada.
Hacia 1950, en una interpretación brillante, Américo Castro expresó la idea de que España desde la Edad Media siguió otro rumbo que el resto de Europa. Castro ha acertado al destacar la importancia que tuvieron en la formación de España la influencia del islam y la presencia de una importante minoría judía. Pero él y, más que él, algunos de sus discípulos han sacado de aquellos hechos consecuencias que creo excesivas: la idea de que la idiosincrasia de España es radicalmente distinta de las demás naciones europeas.
La obra del profesor José Antonio Maravall representa un gran hito a la hora de enfocar la historia de España dentro de una perspectiva europea. El profesor Maravall tuvo en cuenta las notas específicas de España, pero mostró también cómo su evolución sigue las pautas de lo que ocurre en el resto de Europa, con las matizaciones que exige tal planteamiento. La Inquisición, por ejemplo, es la forma española de una intolerancia desgraciadamente común a toda Europa. La ausencia de un desarrollo económico, a pesar de las remesas de Indias, también tiene su explicación: nada en el temperamento de los españoles les impide participar de lleno en las actividades económicas. Son las circunstancias las que contribuyeron a transformar a España, a finales del siglo XVI, en una nación de rentistas más que de empresarios, pero estas circunstancias no son exclusivas de España; en Francia también, por ejemplo, por las mismas fechas, se perciben los efectos de la mentalidad hidalguista. Se podrían citar muchos otros ejemplos al respecto.
Se me dirá que estoy combatiendo la leyenda negra antihispánica. Sí y no. Yo tengo la impresión de que son los mismos españoles los que han contribuido a difundir la leyenda negra, al insistir con excesivo masoquismo sobre determinados aspectos del pasado de su patria: la expulsión de los judíos y de los moriscos, la Inquisición, violencias en la conquista de América... Cada nación tiene en su historia sus páginas negras, pero en general se las considera como acontecimientos que pertenecen a un pasado histórico que no tienen por qué empañar definitivamente la imagen de la nación. En Francia, sin ir más lejos, las matanzas del Terror revolucionario y de la Comuna de París han sido tan tremendas como las guerras civiles que ha conocido España; la expulsión de los protestantes durante el reinado de Luis XIV fue posiblemente más horrorosa que la expulsión de los judíos de España, etcétera. Ningún historiador francés oculta aquellos hechos, pero tampoco se le ocurre a nadie concluir que Francia queda definitivamente descalificada por ello. Lo mismo cabría decir de Inglaterra y Alemania y de casi todas las naciones. Los españoles tienen que reaccionar ante su propia historia, asumiendo los episodios negativos como cosas que pertenecen al pasado histórico, sin que por ello haya que olvidar los episodios positivos, que también los hubo, y muchos. No se trata, pues, de ocultar las páginas negras, y menos aún de oponerles una leyenda rosada, sino de exponer los hechos, todos los hechos, enfocándolos en una perspectiva histórica. Así es como se puede llegar a una visión objetiva de lo que fue una nación. Esto es lo que he procurado hacer en mi Historia de España.

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