miércoles, 28 de octubre de 2015

Derrota, agotamiento, decadencia, en la España del siglo XVII. Vicente Palacio Atard.

Vicente Palacio Atard ha sido catedráico de Historia y académico numerario de la Real Academia de la Historia y Doctor <<honoris causa>> por varias universidades extranjeras. Ha sido autor de más de venticinco libros, entre ellos el que nos ocupa.

Es uno de los mejores libros dedicados al siglo XVI y XVII. El libro está dividido en dos partes principales. La primera dedicada a nuestro siglo y una segunda dedicada a las opiniones de nuestra decadencia. A lo largo de ocho capítulos el autor trata desde los ideales españoles, pasando por la economía, hasta los valores suprevivientes en la España caduca.

En el texto relucen ideas tradicionales, casi sacadas del metafísico francés René Guenon, en su libro "Autoridad Espiritual y Poder Temporal". Pasemos a ver un poco más en profundidad las ideas expuestas en el libro.

El Imperio español es descendiente de las ideas de Dante, autoridad espiritual y poder temporal. El poder civil recibe la luz del papado, la espiritualidad, el Sol como luz y la luna como temporalidad. Podríamos hablar sobre los principios del hinduismo: Purusha y Prakriti, hombre, mujer, etc. 

La cristiandad debía estar regida por un emperador para superar localismos e imponer la paz entre los diferentes reinos cristianos. Ideal de Carlos V, último emperador europeo. Después de él y Felipe II empiezan los ideales modernos. Fracasa la idea imperial de Carlos V por culpa de Francia, así como fracaso de su política exterior con los príncipes alemanes para aislar a Francia.

La reforma luterana es una manifestación de la modernidad. Destruye la unidad y triunfa entre los príncipes alemanes ansiosos de poder temporal, como Francisco I de Francia.

España no hizo una política naval en el siglo XVII lo que llevó a nuestra derrota. A esto se une la perdida de idealismo. En un documento oficial de aquellos años se dice que ya sólo se engachan en el ejército vagabundos y malhechores: esos eran los herederos al mediar el siglo XVII, de los gloriosos soldados del Emperador.

En el discurso de Alemania y comparación de España con las demás naciones, escrito en el siglo XVII por Juan de Palafox, Don Diego se queja:<<Al fin, todo lo ha de pagar España: siempre es la condenada en costas, y cuantas guerras se hacen son contra ella.>> Y el otro interlocutor, de nombre Fernando, responde:<<Esto, don Diego, es mal necesario de esta Monarquía, cuya grandeza no cabe en el mundo... Claro está que si rodea el orbe nuestro Imperio, han de encontrarse con nosotros los holandeses por las Filipinas, los araucos por Chile, por el septentrión los alemanes, por Flandes los rebeldes, el francés por Italia, el turco por el África. ¡Pobre de España cuando no tenga enemigos que emulen su grandeza!>>

A España se la ha maltratdo por la expulsión de los judíos y en menor medida por la de los moriscos, pero las ideas que movían nuestro Imperio defendieron la expulsión de estos últimos. Este tema ha sido muy traído y llevado por los críticos de todos los tiempos. Durante muchos años  fue costumbre aceptar cifras arbitrarias y sobreestimar la importancia económica deducida de la expulsión. En cambio, en la literatura coetánea -en los grandes maestros de la pluma, como Cervantes, Lope de Vega, Gracián, o en los numerosos tratadistas que escriben acerca de la expatriación de aquellas gentes, como Bleda, Aznar, Fonseca, Ripoll y Fr. Marcos de Guadalajara- existe unanimidad absoluta respecto a la necesidad de la medida y al aplauso con que la acogen. A todos lleva la palma fray Marcos de Guadalajara, que describe los quince portentos o señales milagrosas con que el cielo había anunciado los males que los moriscos traerían sobre España.

El drama español en el siglo XVII consiste en el cruzamiento de dos concepciones del mundo: la concepción medieval, teocentrista, y la concepción nueva de un mundo materialista. Consiste en el cruzamiento de estas dos mentalidades y en la postergación paulatina de la nuestra.

La clase dirigente se degenera, especialmente los reyes. Solamente hace falta ver la diferencia entre los retratos de Carlos I, Felipe II, con Felipe III, IV y Carlos II, este último con más dignidad imperial que los dos anteriores, a pesar de la mala mezcla genética. Es díficil disculparlo. Porque si es cierto que entonces no se hablaba todavía de Eugenesia, había una autoridad, la mayor de todas, la de la Iglesia Católica, que luchaba contra la catástrofe, como nos cuenta Gregorio Marañón.

En el reinado de Carlos II todo se vende, cargos, títulos, dinidades. Un judío genovés puede pemitirse el lujo de comprar por unos miles de escudos un título español de nobleza.

En el siglo XVIII, con la dinastía de los Borbones empieza el señuelo de la imitación extranjera. Sí que era halageño el cambio que Macanaz proponía. Cambiar la historia de un pueblo de caballeros por la historia de un grupo de piratas.

Si España, como Imperio, quiere volver a ser grande, tiene que volver al ideal caballeresco.


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