viernes, 23 de octubre de 2015

Egiptología.

            Ciencia histórica moderna.  Según el diccionario de la Real Academia, es el “estudio de la civilización del antiguo Egipto”.
            La egiptología es de origen francés.  Hasta principios del siglo XIX sólo podía saberse del antiguo Egipto lo que relataba la Biblia o lo que habían escrito algunos autores griegos y romanos, quienes ignoraban la escritura jeroglífica y sólo conocían los aspectos exteriores de la civilización egipcia.  Desgraciadamente, la obra escrita en griego por el sacerdote egipcio Manetón, fuente valiosísima, había sido groseramente mutilada y tergiversada por los copistas judeo-cristianos.
            Un ejército de la república francesa mandado por el joven general Napoleón Bonaparte conquistó Egipto en 1798.  Varios sabios agregados a la expedición trajeron a Europa descripciones y dibujos de las ruinas egipcias, pero ninguno de ellos pudo descifrar los jeroglíficos.  La escritura egipcia era un muro de misterio contra el cual venían chocando inútilmente las hipótesis de los hombres de ciencia.  En realidad fueron tres las escrituras creadas por los antiguos egipcios, que recibieron los nombres de jeroglífica, hierática y demótica.  La última de ellas, de mayor sencillez para la contabilidad que las anteriores, alcanzó gran difusión en Egipto en el último período de su historia.



En septiembre de 1801, después de capitulación de Alejandría, los franceses, tras dura resistencia diplomática, debieron entregar a Inglaterra las antigüedades egipcias que habían ganado.  El general Hutchinson se encargó del transporte, y Jorge II cedió al Museo Británico todos los ejemplares preciosos que tenían ya un valor de primer orden.  Sin embargo, en Francia no se había dejado de copiar ni un solo ejemplar.  Uno de los sabios participantes en la expedición, Domingo Vivant Denon, publicó en 1802 su Viaje por el Bajo y el Alto Egipto.  Algo más tarde apareció la monumental obra francesa en veinticuatro volúmenes con magníficas ilustraciones titulada Descripción del Egipto, que mostraba al mundo una civilización hundida en las tinieblas del pasado.  Pero los monumentos se mostraban sin decir apenas nada sobre sus constructores, porque los jeroglíficos seguían mudos.
            El superdotado Juan Francisco Champollion, sabio precoz, se sintió atraído por todo lo referente al Egipto misterioso cuando era todavía niño.  Había nacido en diciembre de 1790, en plena Revolución.  Estudiando en el Liceo de Grenoble, adquirió a los doce años de edad una gramática de la lengua copta, derivación del antiguo idioma egipcio que aún se hablaba en el valle del Nilo, al menos para usos litúrgicos. A esa misma edad escribió su primer libro, de tema un tanto chocante, ya que era una Historia de Perros Célebres.  En 1807, antes de su salida del Liceo, este joven de diecisiete años escribió un ensayo titulado Egipto bajo los Faraones, del cual hizo un esbozo en forma y proyectó el primer mapa histórico del país, cuya pobre información sacada de las fuentes disponibles presentó en forma de conferencia pronunciada ante la Academia de Grenoble.  Luego se trasladó a París para estudiar las piedras e imágenes depositadas en el Museo de Louvre.  Un oficial de la expedición de Bonaparte, al excavar trincheras para defenderse de los ingleses, había encontrado en Roseta, junto a la desembocadura occidental del Nilo, una piedra antigua conteniendo tres inscripciones en escritura griega, demótica y jeroglífica.  Se trataba de una dedicatoria de los sacerdotes de Menfis a Ptolomeo V en el año 196 antes de JC.  Los humanistas, a través del griego, se enteraron del contenido, pero no pudieron descifrar una sola frase del texto jeroglífico.  Champollion, que fue nombrado profesor de Historia en la universidad de Grenoble en 1809, perdió su cátedra por la reacción monárquica que siguió a los Cien Días.  Viviendo prácticamente en la pobreza, se consagró de lleno al desciframiento de la piedra de Roseta con la firme voluntad de no dejar la tarea hasta obtener completo éxito.  Inició su trabajo estudiando los nombres rodeados de un cartucho, por ser bien sabido que los que tenían tal adorno heráldico eran de reyes, y a partir de ellos fue desentrañando el resto de los jeroglíficos.  Además se convenció de que la lengua usada por los autores se parecía mucho a la copta que él había estudiado.  Las bases del descubrimiento las expuso por escrito el año 1822, en forma de carta dirigida a Dacier; y dos años después hizo un Compendio del Sistema Jeroglífico.  Como les ocurre a todos los innovadores, algunos sabios viejos, representantes de la anquilosada ciencia oficial, pusieron en duda sus descubrimientos, pero al fin tuvieron que rendirse a la evidencia.  Sus méritos se reconocieron plenamente en 1826, al ser nombrado conservador del departamento egipcio del Louvre.  Efectuó también un viaje a Egipto que duró de julio de 1828 a diciembre de 1829.  En las canteras de Menfis reconoció y confirmó a primera vista los trabajos de las distintos períodos; en Sakara dio con el nombre del rey Onnos y lo situó cronológicamente en la época más antigua; en Mit Rahine descubrió dos templos y una necrópolis completa, y en Tell El Amarna señaló que la construcción gigantesca que Jomard había designado como granero era en rigor el gran templo de la ciudad.  Champollion murió en 1832, a los cuarenta y un años, después de un intenso trabajo mental que quizá adelantó su muerte.  Dejó cuatro obras que se publicaron póstumamente: una Gramática Egipcia, un Diccionario Jeroglífico Egipcio, sus Cartas de Egipto y Nubia y el libro de los Monumentos de Egipto y Nubia.
            Al conocer las reglas para la lectura de los jeroglíficos, muchos hombres se dedicaron al estudio del antiguo Egipto, y gracias a Champollion pudo desarrollarse la ciencia egiptológica.  Hoy pueden leerse con exactitud los textos egipcios.  La egiptología, nacida en Francia, siguió recibiendo de ella muchos de sus hombres importantes, como De Rougé, Amelineau, Chabás, Mariette, Grebaut, De Morgan, Maspero, Moret y Montet.  Entre los egiptólogos de otros países, podemos citar a los alemanes Lepsius, Brugsch, Ebers, Dumichen y Meyer, los italianos Belzoni y Farina, los ingleses Flinders Petrie y Howard Carter y el norteamericano Breasted.  Durante décadas, empero, muchos egiptólogos no se distinguían demasiado de los coleccionistas de antigüedades e incluso se parecían a los vulgares ladrones de tumbas.  Albright habla de “los daños causados a la egiptología por el bandidaje organizado de Belzoni y Passalacqua, o por el cerrado monopolio de Mariette y la brutal expoliación de las tumbas reales por parte de Amelineau...” [1].
            Juan Bautista Belzoni, célebre viajero y aventurero de impresionante estatura, que medía dos metros, había nacido en Padua en 1778.  Su primer trabajo de juventud fue el de aprendiz en una barbería.  Estuvo en Roma, donde un desengaño amoroso le impulsó a entrar en un convento capuchino, pero no tardó en abandonar la vida monacal.  Luego ejerció diversos oficios en París, Amsterdam, Venecia y Londres.  Ya casado con una inglesa, Sara Banne, y al parecer convertido al protestantismo, viajó a Málaga, Madrid y Lisboa como artista de circo.  En 1815 se trasladó a Egipto, donde fracasó ofreciendo el invento de una noria hidraúlica al jedive Mahomet Alí.  Entró al servicio del cónsul británico Henry Salt, dedicándose a la explotación de las antigüedades.  En compañía de éste, subió a la cúspide de la gran pirámide: “El panorama que divisamos entonces era de una belleza tal que la pluma trataría en vano de describir”.  Encontró diversas estatuas, destacando el busto colosal de Ramsés II, de 60 toneladas, que había sido descubierto por el suizo Juan Burckhardt en el Rameseum en 1813 y que él se encargó de enviar a Inglaterra.  Marchó al Valle de los Reyes en 1816 y extrajo el sarcófago de Ramsés III, que fue transportado a Alejandría; pero Salt se lo vendió a unos franceses.  Entonces se independizó del inglés, pasando coleccionar por cuenta propia.  Puesto de acuerdo con Burckhardt, el mismo año 1816, gestionó el permiso del gobierno para excavar en Abú Simbel.  Los nativos, que también se dedicaban al lucrativo comercio de antigüedades, les permitieron desenterrar las estatuas, pero no les dejaron penetrar en el templo.  Antes de irse, el italiano grabó su nombre en aquel santuario.  De nuevo en el Valle de los Reyes, descubrió la tumba de Seti I. Belzoni recogía todo cuanto se le presentaba, desde minúsculos escarabeos hasta obelisco, y no reparaba en medios para conseguir sus deseos.  Se sabe que más de una vez hizo saltar la tapa de los sarcófagos, ritualmente sellados, por el expeditivo procedimiento del ariete.  Toda aquella labor se realizaba en una época en que Egipto, ya famoso como un enorme almacén de objetos preciosos, era saqueado sin orden ni concierto.  En marzo de 1818, con la ayuda de Hermenegildo Frediani, exploró la pirámide de Kefrén y logró penetrar en su cámara mortuoria.  Luego, cumpliendo un encargo del magnate inglés Bankes, remontó otra vez el Nilo para recoger el obelisco hallado en la isla de Filé, provocando una gran polémica por la propiedad de la pieza.
            Belzoni, después de una estancia en su patria y de un viaje a Rusia, donde el zar Alejandro le regaló un anillo, se trasladó con su esposa a Londres en 1820, para publicar un libro sobre los descubrimientos egiptológicos.  Al año siguiente montó una exposición sobre Seti que atrajo mucho público, y aprovechó el éxito para vender numerosas piezas de su botín en Londres y París, donde repitió la exposición en 1822.  Por último, en 1823, volvió a Africa.  Pero su destino ya no era Egipto: quería penetrar en el Sudán y llegar a la misteriosa ciudad de Tombuctú, célebre centro del comercio de oro y esclavos en la Edad Media.  Se embarcó en Tenerife a bordo del bergantín Swinger, que lo dejó en la costa de Gana; alcanzó Benín el 28 de noviembre, pero murió de disentería en Guato el 3 de diciembre. Su esposa, que no le había acompañado en este último viaje, vivió muchos años en Londres y se trasladó a la isla de Jersey en 1870, donde falleció. No tuvieron ningún hijo. El explorador británico Richard Burton viajó a Guato en 1862, pero no pudo encontrar su tumba y expresó la sospecha de que hubiera sido envenenado por el cacique Oyea, con objeto de robarle.
            El humanista Alejandro de Humboldt, otro gran viajero de carácter diferente, fue quien sugirió al rey de Prusia que concediera en 1842 los medios necesarios para una expedición científica a Egipto.  Esta misión, encomendada a Carlos Ricardo Lepsius, se calculó que duraría tres años, hasta 1845 ó 1846.  En las dos grandes capitales del Norte y del Sur, Menfis y Tebas, los alemanes trabajaron respectivamente seis y siete meses.  Hallaron restos de unas 30 pirámides, así como otra clase de tumbas, las mastabas, hasta entonces ignoradas por la Arqueología, de las cuales Lepsius reconoció personalmente 130.  Exploraron el Rameseo, cuya limpieza había sido iniciada por Salt y reanudada por Champollion, fueron los primeros en efectuar mediciones en el fantasmal Valle de los Reyes y dieron con la figura de Akenatón en Tell El Amarna.  La expedición volvió con un tesoro para el Museo Egipcio de Berlín, y el estudio de sus notas produjo gran número de publicaciones egiptológicas, especialmente la lujosa obra Monumentos e Inscripciones de Egipto y Etiopía, doce tomos ilustrados que fueron saliendo de las imprentas entre 1849 y 1859.  Otras dos obras de Lepsius lo confirman como uno de los fundadores de la moderna egiptología científica: la Cronología de Egipto en 1849 y el Libro de los Reyes Egipcios en 1850.
            El vizconde Emmanuel de Rougé, nacido en 1811, estudió Derecho y lenguas semíticas.  Más tarde se consagró a la gramática egipcia, donde fue el continuador y perfeccionador metodológico de Champollion.  Tradujo la inscripción de Amosis, que publicó en 1851, dedicando doscientas páginas a explicar detalladamente el sentido de sus signos.  Asimismo dio a conocer los papiros hieráticos que contenían el Poema de Pentaur y el Cuento de los dos Hermanos.  Buscó la manera de demostrar que el alfabeto fenicio derivaba de la escritura hierática egipcia, pero no lo consiguió a entera satisfacción.  Se le premió nombrándolo conservador honorario de las antigüedades egipcias del Louvre.
            Augusto Mariette, profesor de liceo en Bolonia del Mar, estudió por su propia cuenta la gramática de Champollion publicada en 1835, como había hecho De Rougé.  Dicen que se sintió fascinado por el misterio de Egipto contemplando una momia colocada en la biblioteca de su colegio.  Los primeros trabajos egiptológicos los hizo, igual que Champollion, examinando las antigüedades del Louvre, donde ocupó un modesto empleo, hasta conseguir en 1850 que el gobierno francés le enviara con una misión a Egipto.  Mariette vio que este país, sin sospecharlo, organizaba un fabuloso saldo de antigüedades, vendiendo a bajo precio cosas de muchisimo valor.  Hombres de ciencia, excavadores, turistas y todos los que por cualquier causa pisaban el suelo egipcio parecían poseídos por el afán de coleccionar.  Los obreros indígenas que trabajaban con los arqueólogos hacían desaparecer todos los pequeños objetos y los vendían a los extranjeros.  Además de esto se destruía sin reparo.  A pesar del ejemplo de Lepsius, volvían a imperar los métodos del tiempo de Belzoni.  Mariette reconoció en seguida que era necesario conservar lo hallado y se puso a excavar en beneficio de la ciencia, aunque no dejó de cometer eventualmente algunas brutalidades.  Una buena suerte, siempre fiel, acompañó sus trabajos.  A poco de iniciarlos, descubrió el Serapeum de Menfis, cuya necrópolis conservaba las momias de los bueyes Apis.  No muy lejos del Serapeum, halló la tumba profusamente decorada del rico terrateniente y cortesano Ti, más antigua que la gran pirámide.  Cerca de Sakara vio sobresalir en la arena la cabeza de una esfinge y no tardó en descubrir toda una avenida de 134 esfinges, por la cual debieron desfilar en otros tiempos suntuosas procesiones.  Cumplió, desde luego, su misión inicial y trasladó valiosas muestras de arte al Louvre, donde estuvo algunos años como conservador adjunto; pero volvió a Egipto impulsado por Lesseps y en 1857 el virrey Mahomet Said Pachá le nombró director del nuevo departamento de Antigüedades.  Algún tiempo después, se abrían al público las salas del museo nacional de Bulak [2].  Así, durante treinta años, estuvo explorando diversos puntos de Egipto, mandando limpiar de arena los monumentos de Menfis y de escombros los grandes templos tebanos, extrayendo numerosos objetos que hoy pueden contemplarse en las salas del gran museo de El Cairo... Augusto Mariette, premiado con el título de bey, murió en 1881.  Recibió sepultura a la entrada de su museo, en un sarcófago de piedra propio de un personaje faraónico.  Sus sucesores al frente del Museo Egipcio, que sería trasladado de lugar en 1902, fueron también franceses: Grebaut, De Morgan, Loret y Maspero.
            Francisco José Chabás, comerciante de vinos de Chalons del Saona, fue otro egiptólogo aficionado, lo cual no resta ningún mérito a sus trabajos.  Después de haber estudiado en solitario las lenguas latina, griega y hebrea, tomó contacto con De Rougé en 1852, cuando tenía treinta y cinco años, y aprendió su método de desciframiento.  Tradujo varios papiros, inició sus Misceláneas Egiptológicas en 1862 y se afanó por investigar las relaciones de Egipto con los hiksos, los hebreos y otros pueblos antiguos.  Publicó sucesivamente Viaje de un Egipcio por Asia en el Siglo XIV antes de Nuestra Era, en 1866; Los Reyes Pastores de Egipto, en 1868; Estudio sobre la Antigüedad Histórica según las Fuentes Egipcias y los Monumentos Prehistóricos, en 1872; e Investigaciones sobre la XIX Dinastía y los Tiempos del Exodo, en 1873.
            Amigo íntimo de Chabás fue Teódulo Deveria, perteneciente a una familia de artistas y dibujante él mismo.  Cuando Mariette dejó el Louvre, ocupó su puesto como conservador adjunto.  Visitó el país del Nilo y copió, entre otros, los bajorrelieves de Abidos.
            Jacques de Morgan, nacido en 1857, fue nombrado director de Antigüedades en 1892.  Descubrió cerca de Nagada una construcción predinástica de 54 metros de longitud y 27 de anchura.  Escribió unos Estudios sobre los Orígenes de Egipto en 1896 y al año siguiente se trasladó a Persia.  Murió en 1924.
            El judío francés Gastón Maspero, antiguo profesor del Colegio de Francia, fue el principal continuador de la obra de Mariette, a cuya muerte ocupó el cargo de director general de las antigüedades egipcias, con toda clase de facultades concedidas por el gobierno del país, y lo mantuvo hasta 1887.  Volvió a desempeñarlo en el período comprendido entre 1899 y 1914, comienzo de la I Guerra Mundial, y murió en París en 1916.  Bajo su dirección continuaron sin descanso las excavaciones, saliendo a la luz nuevos monumentos y papiros.  Maspero escribió algunas obras interesantísimas sobre la civilización egipcia, aunque actualmente están superadas.  Lo que más se aprecia son sus Cuentos Populares del Antiguo Egipto.
            Hoy todo el producto de los trabajos arqueológicos ya no está en el museo de Bulak, cuyo emplazamiento junto al Nilo se consideró malsano y cuya capacidad no daba para más.  Maspero creó en plena ciudad de El Cairo el llamado Museo Egipcio, vastísimo palacio rodeado de jardines que tiene frente a su fachada un monumento dedicado a Mariette.  Es en este museo cairota donde se puede conocer directamente el arte multicolor de los egipcios.  Se ven por todos sus salones oro y colores.  Hasta las estatuas de madera y alabastro están pintadas con una frescura de tintes que hacen dudar de su origen remoto.  Además de la policromía de estatuas y muebles, la piedra empleada por los antiguos artistas de una variada gradación de colores naturales a este interesante museo.  La diorita, el alabastro, el esquisto verde, la calcárea blanca y amarilla, el asperón rojo y los granitos rosados y grisáceos de las diferentes canteras del alto Nilo, de las tierras sudanesas o de las costas del mar Rojo, alternan con la madera como materiales estatuarios.  Casi todas las cabezas de las esculturas tienen ojos de vidrio con un redondel de ébano y metal que imita la pupila dándole una fijeza enigmática e inquietante.  En el museo hay colosos de varios metros de altura, que llegan con su mitra faraónica al techo de los salones, y muchas esfinges, con rostro de mujer y cuerpo de león.  Alineada en armarios de cristal existe toda una humanidad de estatuillas talladas en madera.  Hay que hacer notar que la pintura no progresó en Egipto como la escultura.  Cortó su desarrollo la influencia sacerdotal, exigiendo una actitud hierática al cuerpo humano, un convencionalismo de pintura sagrada en las escenas de la vida cotidiana.  Todos los personajes tienen la cara de perfil, el tronco de frente, con los dos hombros iguales, y brazos y piernas igualmente de perfil.  Se pueden admirar pinturas y bajorrelieves que representan diversas escenas de la vida ordinaria de los antiguos egipcios.  En todo bajorrelieve que representa al faraón éste aparece siempre gigantesco en comparación con el tamaño de las personas que le rodean.  Resulta interminable la asamblea de reyes y princesas cinceladas en el granito que representan a las flotas faraónicas en sus avances por el mar Rojo, o a la reina negroide de Punt saliendo al frente de sus súbditos para ofrecer árboles de incienso a los marinos egipcios; dioses fluviales con los pies apoyados en cocodrilos; episodios de guerra, burilados con una paciencia admirable en las piedras más duras; choques sangrientos entre enemigos montados en carros que se disparan flechas a granel.  En el museo hay sarcófagos en abundancia, algunos pesadísimos, de sobria ornamentación, imponentes por las toneladas que representa su masa en una sola pieza.  Hay mesas de ofrendas dedicadas a los muertos, tumbas sostenidas por gacelas de piedra, cuya forma ligera contrasta con la mole de granito rojo convertida en sarcófago, y una variedad desconcertante de ataúdes antropomórficos, cajas de madera pintada, existentes en todos los museos de Europa, imitando el contorno del cuerpo humano y que tienen en la parte correspondiente a la cabeza una copia policroma de la cara del difunto.  También hay carros faraónicos que todavía se mantienen sobre sus ruedas.  Las joyas de algunas reinas llenan vitrinas enteras: collares de ristras múltiples, anchos brazaletes, sortijas, pendientes.  Uno de los tesoros más preciados lo constituyen las pertenencias de la reina Aah-Hotep, madre de Kamosis y Amosis, los dos valerosos príncipes que acabaron con el dominio hikso [3].  Los faraones también usaban alhajas, y algunas de las más famosas pertenecieron al fastuoso Ramsés II.  Abundan platos y copas de oro.  El antiguo Egipto apenas conoció la plata, y todo es oro y bronce.
            Las momias de Seti I y Ramsés II, se hallan en el Museo de El Cairo junto a las de otros personajes importantes.  El cadáver de Ramsés fue colocado por orden de Maspero en una caja de cristal de uno de los salones.  Tenía los dos brazos, con sus envoltorios de vendas, cruzados en aspa sobre el pecho y las manos tocando sus hombros.  No se sabe como se realizó el prodigio.  Lo cierto es que, debido quizá a la dilatación que produce el calor sobre ciertas materias, la momia de Ramsés II, sin perder su inmovilidad yacente, levantó una de sus manos, dando una bofetada a la cubierta de cristal.  Todos los guardianes egipcios del museo, que habían mirado con cierta alarma la llegada del terrible personaje, no perdiéndole de vista un momento, se dieron cuenta inmediatamente del despertar del faraón.  Corrieron despavoridos hacia las puertas, luchando por quien escaparía el primero, y algunos rodaron escaleras abajo. A otros hubo que curarlos por haberse arrojado de cabeza a través de las vidrieras de las ventanas al jardín inmediato.
            Uno de los descubrimientos egiptológicos que han tenido mayor resonancia fue el hallazgo de la tumba de Tutankamón en 1922 por el inglés Howard Carter, con el apoyo financiero de lord Carnarvon, en un escondrijo del Valle de los Reyes.  Aunque los antiguos ladrones de tumbas habían logrado localizarla e incluso penetrado en ella, el tesoro estaba intacto.  Entre otros objetos, había una máscara de oro del faraón.  El mobiliario de la tumba se envió al museo, donde da tanta apariencia de frescura como las imitaciones modernas.  En 2014 la máscara fue rota de un golpe en la barbilla y reparada por los empleados usando un pegamento vulgar.
            Las muestras que se exponen del Egipto posterior a los faraones, sometido a la influencia grecolatina, son también de gran valor.  La momia, el sarcófago antropoide, la estela, las estatuas de faraones sentados y los dioses con cabeza de animal desaparecen para dejar paso a sirenas pulsando liras, imágenes de Serapis y Afrodita, cabezas de prisioneros gálatas, esculturas sagradas cristianas, vírgenes coptas de un tallado ingenuo y rudo, capillas que recuerdan el arte bizantino y todo lo que los anticuarios descubrieron en el convento de San Apolo, en Bauit, fundado durante los primeros tiempos del cristianismo triunfante.





[1]  William Foxwell Albright: La Arqueología de Palestina, en 1949, con correcciones efectuadas en 1959.
[2]  Cuyo nombre Mariette escribía en francés Boulaq.
[3]  La momia de esta reina fue descubierta por Mariette en Gurna en 1859.

No hay comentarios:

Publicar un comentario