Ciencia histórica moderna. Según el diccionario de la Real Academia, es
el “estudio de la civilización del
antiguo Egipto”.
La egiptología es de origen
francés. Hasta principios del siglo XIX
sólo podía saberse del antiguo Egipto lo que relataba la Biblia o lo que habían
escrito algunos autores griegos y romanos, quienes ignoraban la escritura
jeroglífica y sólo conocían los aspectos exteriores de la civilización
egipcia. Desgraciadamente, la obra
escrita en griego por el sacerdote egipcio Manetón, fuente valiosísima, había
sido groseramente mutilada y tergiversada por los copistas judeo-cristianos.
Un ejército de la república francesa
mandado por el joven general Napoleón Bonaparte conquistó Egipto en 1798. Varios sabios agregados a la expedición
trajeron a Europa descripciones y dibujos de las ruinas egipcias, pero ninguno
de ellos pudo descifrar los jeroglíficos.
La escritura egipcia era un muro de misterio contra el cual venían
chocando inútilmente las hipótesis de los hombres de ciencia. En realidad fueron tres las escrituras
creadas por los antiguos egipcios, que recibieron los nombres de jeroglífica,
hierática y demótica. La última de
ellas, de mayor sencillez para la contabilidad que las anteriores, alcanzó gran
difusión en Egipto en el último período de su historia.
En
septiembre de 1801, después de capitulación de Alejandría, los franceses, tras
dura resistencia diplomática, debieron entregar a Inglaterra las antigüedades
egipcias que habían ganado. El general
Hutchinson se encargó del transporte, y Jorge II cedió al Museo Británico todos
los ejemplares preciosos que tenían ya un valor de primer orden. Sin embargo, en Francia no se había dejado de
copiar ni un solo ejemplar. Uno de los
sabios participantes en la expedición, Domingo Vivant Denon, publicó en 1802 su
Viaje por el Bajo y el Alto Egipto.
Algo más tarde apareció la monumental obra francesa en veinticuatro
volúmenes con magníficas ilustraciones titulada Descripción del Egipto,
que mostraba al mundo una civilización hundida en las tinieblas del
pasado. Pero los monumentos se mostraban
sin decir apenas nada sobre sus constructores, porque los jeroglíficos seguían
mudos.
El superdotado Juan Francisco
Champollion, sabio precoz, se sintió atraído por todo lo referente al Egipto
misterioso cuando era todavía niño.
Había nacido en diciembre de 1790, en plena Revolución. Estudiando en el Liceo de Grenoble, adquirió
a los doce años de edad una gramática de la lengua copta, derivación del
antiguo idioma egipcio que aún se hablaba en el valle del Nilo, al menos para
usos litúrgicos. A esa misma edad escribió su primer libro, de tema un tanto
chocante, ya que era una Historia de Perros Célebres. En 1807, antes de su salida del Liceo, este
joven de diecisiete años escribió un ensayo titulado Egipto bajo los Faraones, del cual hizo un esbozo en forma y
proyectó el primer mapa histórico del país, cuya pobre información sacada de
las fuentes disponibles presentó en forma de conferencia pronunciada ante la
Academia de Grenoble. Luego se trasladó
a París para estudiar las piedras e imágenes depositadas en el Museo de Louvre. Un oficial de la expedición de Bonaparte, al
excavar trincheras para defenderse de los ingleses, había encontrado en Roseta,
junto a la desembocadura occidental del Nilo, una piedra antigua conteniendo
tres inscripciones en escritura griega, demótica y jeroglífica. Se trataba de una dedicatoria de los
sacerdotes de Menfis a Ptolomeo V en el año 196 antes de JC. Los humanistas, a través del griego, se enteraron
del contenido, pero no pudieron descifrar una sola frase del texto
jeroglífico. Champollion, que fue
nombrado profesor de Historia en la universidad de Grenoble en 1809, perdió su
cátedra por la reacción monárquica que siguió a los Cien Días. Viviendo prácticamente en la pobreza, se
consagró de lleno al desciframiento de la piedra de Roseta con la firme
voluntad de no dejar la tarea hasta obtener completo éxito. Inició su trabajo estudiando los nombres rodeados
de un cartucho, por ser bien sabido que los que tenían tal adorno heráldico
eran de reyes, y a partir de ellos fue desentrañando el resto de los
jeroglíficos. Además se convenció de que
la lengua usada por los autores se parecía mucho a la copta que él había
estudiado. Las bases del descubrimiento
las expuso por escrito el año 1822, en forma de carta dirigida a Dacier; y dos
años después hizo un Compendio del Sistema Jeroglífico. Como les ocurre a todos los innovadores,
algunos sabios viejos, representantes de la anquilosada ciencia oficial,
pusieron en duda sus descubrimientos, pero al fin tuvieron que rendirse a la
evidencia. Sus méritos se reconocieron
plenamente en 1826, al ser nombrado conservador del departamento egipcio del
Louvre. Efectuó también un viaje a
Egipto que duró de julio de 1828 a diciembre de 1829. En las canteras de Menfis reconoció y
confirmó a primera vista los trabajos de las distintos períodos; en Sakara dio
con el nombre del rey Onnos y lo situó cronológicamente en la época más
antigua; en Mit Rahine descubrió dos templos y una necrópolis completa, y en
Tell El Amarna señaló que la construcción gigantesca que Jomard había designado
como granero era en rigor el gran templo de la ciudad. Champollion murió en 1832, a los cuarenta y
un años, después de un intenso trabajo mental que quizá adelantó su
muerte. Dejó cuatro obras que se
publicaron póstumamente: una Gramática Egipcia, un Diccionario
Jeroglífico Egipcio, sus Cartas de Egipto y Nubia y el libro de los Monumentos
de Egipto y Nubia.
Al conocer las reglas para la
lectura de los jeroglíficos, muchos hombres se dedicaron al estudio del antiguo
Egipto, y gracias a Champollion pudo desarrollarse la ciencia
egiptológica. Hoy pueden leerse con
exactitud los textos egipcios. La
egiptología, nacida en Francia, siguió recibiendo de ella muchos de sus hombres
importantes, como De Rougé, Amelineau, Chabás, Mariette, Grebaut, De Morgan,
Maspero, Moret y Montet. Entre los
egiptólogos de otros países, podemos citar a los alemanes Lepsius, Brugsch,
Ebers, Dumichen y Meyer, los italianos Belzoni y Farina, los ingleses Flinders
Petrie y Howard Carter y el norteamericano Breasted. Durante décadas, empero, muchos egiptólogos
no se distinguían demasiado de los coleccionistas de antigüedades e incluso se
parecían a los vulgares ladrones de tumbas.
Albright habla de “los daños
causados a la egiptología por el bandidaje organizado de Belzoni y Passalacqua,
o por el cerrado monopolio de Mariette y la brutal expoliación de las tumbas
reales por parte de Amelineau...” [1].
Juan Bautista Belzoni, célebre viajero y aventurero de
impresionante estatura, que medía dos metros, había nacido en Padua en
1778. Su primer trabajo de juventud fue
el de aprendiz en una barbería. Estuvo
en Roma, donde un desengaño amoroso le impulsó a entrar en un convento
capuchino, pero no tardó en abandonar la vida monacal. Luego ejerció diversos oficios en París,
Amsterdam, Venecia y Londres. Ya casado
con una inglesa, Sara Banne, y al parecer convertido al protestantismo, viajó a
Málaga, Madrid y Lisboa como artista de circo.
En 1815 se trasladó a Egipto, donde fracasó ofreciendo el invento de una
noria hidraúlica al jedive Mahomet Alí. Entró
al servicio del cónsul británico Henry Salt, dedicándose a la explotación de
las antigüedades. En compañía de éste,
subió a la cúspide de la gran pirámide: “El
panorama que divisamos entonces era de una belleza tal que la pluma trataría en
vano de describir”. Encontró
diversas estatuas, destacando el busto colosal de Ramsés II, de 60 toneladas,
que había sido descubierto por el suizo Juan Burckhardt en el Rameseum en 1813
y que él se encargó de enviar a Inglaterra.
Marchó al Valle de los Reyes en 1816 y extrajo el sarcófago de Ramsés
III, que fue transportado a Alejandría; pero Salt se lo vendió a unos
franceses. Entonces se independizó del
inglés, pasando coleccionar por cuenta propia.
Puesto de acuerdo con Burckhardt, el mismo año 1816, gestionó el permiso
del gobierno para excavar en Abú Simbel.
Los nativos, que también se dedicaban al lucrativo comercio de antigüedades,
les permitieron desenterrar las estatuas, pero no les dejaron penetrar en el
templo. Antes de irse, el italiano grabó
su nombre en aquel santuario. De nuevo
en el Valle de los Reyes, descubrió la tumba de Seti I. Belzoni recogía todo
cuanto se le presentaba, desde minúsculos escarabeos hasta obelisco, y no
reparaba en medios para conseguir sus deseos.
Se sabe que más de una vez hizo saltar la tapa de los sarcófagos,
ritualmente sellados, por el expeditivo procedimiento del ariete. Toda aquella labor se realizaba en una época
en que Egipto, ya famoso como un enorme almacén de objetos preciosos, era
saqueado sin orden ni concierto. En
marzo de 1818, con la ayuda de Hermenegildo Frediani, exploró la pirámide de
Kefrén y logró penetrar en su cámara mortuoria.
Luego, cumpliendo un encargo del magnate inglés Bankes, remontó otra vez
el Nilo para recoger el obelisco hallado en la isla de Filé, provocando una
gran polémica por la propiedad de la pieza.
Belzoni, después de una estancia en su patria y de un
viaje a Rusia, donde el zar Alejandro le regaló un anillo, se trasladó con su
esposa a Londres en 1820, para publicar un libro sobre los descubrimientos
egiptológicos. Al año siguiente montó
una exposición sobre Seti que atrajo mucho público, y aprovechó el éxito para
vender numerosas piezas de su botín en Londres y París, donde repitió la
exposición en 1822. Por último, en 1823,
volvió a Africa. Pero su destino ya no
era Egipto: quería penetrar en el Sudán y llegar a la misteriosa ciudad de
Tombuctú, célebre centro del comercio de oro y esclavos en la Edad Media. Se embarcó en Tenerife a bordo del bergantín
Swinger, que lo dejó en la costa de Gana; alcanzó Benín el 28 de noviembre,
pero murió de disentería en Guato el 3 de diciembre. Su esposa, que no le había
acompañado en este último viaje, vivió muchos años en Londres y se trasladó a
la isla de Jersey en 1870, donde falleció. No tuvieron ningún hijo. El
explorador británico Richard Burton viajó a Guato en 1862, pero no pudo
encontrar su tumba y expresó la sospecha de que hubiera sido envenenado por el
cacique Oyea, con objeto de robarle.
El humanista Alejandro de Humboldt,
otro gran viajero de carácter diferente, fue quien sugirió al rey de Prusia que
concediera en 1842 los medios necesarios para una expedición científica a
Egipto. Esta misión, encomendada a
Carlos Ricardo Lepsius, se calculó que duraría tres años, hasta 1845 ó
1846. En las dos grandes capitales del Norte
y del Sur, Menfis y Tebas, los alemanes trabajaron respectivamente seis y siete
meses. Hallaron restos de unas 30
pirámides, así como otra clase de tumbas, las mastabas, hasta entonces
ignoradas por la Arqueología, de las cuales Lepsius reconoció personalmente
130. Exploraron el Rameseo, cuya
limpieza había sido iniciada por Salt y reanudada por Champollion, fueron los
primeros en efectuar mediciones en el fantasmal Valle de los Reyes y dieron con
la figura de Akenatón en Tell El Amarna.
La expedición volvió con un tesoro para el Museo Egipcio de Berlín, y el
estudio de sus notas produjo gran número de publicaciones egiptológicas,
especialmente la lujosa obra Monumentos e Inscripciones de Egipto y Etiopía,
doce tomos ilustrados que fueron saliendo de las imprentas entre 1849 y
1859. Otras dos obras de Lepsius lo
confirman como uno de los fundadores de la moderna egiptología científica: la Cronología
de Egipto en 1849 y el Libro de los Reyes Egipcios en 1850.
El
vizconde Emmanuel de Rougé, nacido en 1811, estudió Derecho y lenguas
semíticas. Más tarde se consagró a la
gramática egipcia, donde fue el continuador y perfeccionador metodológico de
Champollion. Tradujo la inscripción de
Amosis, que publicó en 1851, dedicando doscientas páginas a explicar
detalladamente el sentido de sus signos.
Asimismo dio a conocer los papiros hieráticos que contenían el Poema
de Pentaur y el Cuento de los dos Hermanos. Buscó la manera de demostrar que el alfabeto
fenicio derivaba de la escritura hierática egipcia, pero no lo consiguió a
entera satisfacción. Se le premió
nombrándolo conservador honorario de las antigüedades egipcias del Louvre.
Augusto
Mariette, profesor de liceo en Bolonia del Mar, estudió por su propia cuenta la
gramática de Champollion publicada en 1835, como había hecho De Rougé. Dicen que se sintió fascinado por el misterio de Egipto contemplando una momia
colocada en la biblioteca de su colegio.
Los primeros trabajos egiptológicos los hizo, igual que Champollion,
examinando las antigüedades del Louvre, donde ocupó un modesto empleo, hasta
conseguir en 1850 que el gobierno francés le enviara con una misión a Egipto. Mariette vio que este país, sin sospecharlo,
organizaba un fabuloso saldo de antigüedades, vendiendo a bajo precio cosas de
muchisimo valor. Hombres de ciencia,
excavadores, turistas y todos los que por cualquier causa pisaban el suelo
egipcio parecían poseídos por el afán de coleccionar. Los obreros indígenas que trabajaban con los
arqueólogos hacían desaparecer todos los pequeños objetos y los vendían a los
extranjeros. Además de esto se destruía
sin reparo. A pesar del ejemplo de
Lepsius, volvían a imperar los métodos del tiempo de Belzoni. Mariette reconoció en seguida que era
necesario conservar lo hallado y se puso a excavar en beneficio de la ciencia,
aunque no dejó de cometer eventualmente algunas brutalidades. Una buena suerte, siempre fiel, acompañó sus
trabajos. A poco de iniciarlos,
descubrió el Serapeum de Menfis, cuya necrópolis conservaba las momias de los
bueyes Apis. No muy lejos del Serapeum, halló
la tumba profusamente decorada del rico terrateniente y cortesano Ti, más
antigua que la gran pirámide. Cerca de
Sakara vio sobresalir en la arena la cabeza de una esfinge y no tardó en
descubrir toda una avenida de 134 esfinges, por la cual debieron desfilar en
otros tiempos suntuosas procesiones.
Cumplió, desde luego, su misión inicial y trasladó valiosas muestras de
arte al Louvre, donde estuvo algunos años como conservador adjunto; pero volvió
a Egipto impulsado por Lesseps y en 1857 el virrey Mahomet Said Pachá le nombró
director del nuevo departamento de Antigüedades. Algún tiempo después, se abrían al público
las salas del museo nacional de Bulak [2]. Así, durante treinta años, estuvo explorando
diversos puntos de Egipto, mandando limpiar de arena los monumentos de Menfis y
de escombros los grandes templos tebanos, extrayendo numerosos objetos que hoy
pueden contemplarse en las salas del gran museo de El Cairo... Augusto
Mariette, premiado con el título de bey, murió en 1881. Recibió sepultura a la entrada de su museo,
en un sarcófago de piedra propio de un personaje faraónico. Sus sucesores al frente del Museo Egipcio,
que sería trasladado de lugar en 1902, fueron también franceses: Grebaut, De
Morgan, Loret y Maspero.
Francisco
José Chabás, comerciante de vinos de Chalons del Saona, fue otro egiptólogo
aficionado, lo cual no resta ningún mérito a sus trabajos. Después de haber estudiado en solitario las
lenguas latina, griega y hebrea, tomó contacto con De Rougé en 1852, cuando
tenía treinta y cinco años, y aprendió su método de desciframiento. Tradujo varios papiros, inició sus Misceláneas
Egiptológicas en 1862 y se afanó por investigar las relaciones de Egipto
con los hiksos, los hebreos y otros pueblos antiguos. Publicó sucesivamente Viaje de un Egipcio
por Asia en el Siglo XIV antes de
Nuestra Era, en 1866; Los Reyes
Pastores de Egipto, en 1868; Estudio
sobre la Antigüedad Histórica según las Fuentes Egipcias y los Monumentos
Prehistóricos, en 1872; e Investigaciones
sobre la XIX Dinastía y los Tiempos del Exodo, en 1873.
Amigo
íntimo de Chabás fue Teódulo Deveria, perteneciente a una familia de artistas y
dibujante él mismo. Cuando Mariette dejó
el Louvre, ocupó su puesto como conservador adjunto. Visitó el país del Nilo y copió, entre otros,
los bajorrelieves de Abidos.
Jacques
de Morgan, nacido en 1857, fue nombrado director de Antigüedades en 1892. Descubrió cerca de Nagada una construcción
predinástica de 54 metros de longitud y 27 de anchura. Escribió unos Estudios sobre los Orígenes de Egipto en 1896 y al año siguiente se
trasladó a Persia. Murió en 1924.
El judío francés Gastón Maspero,
antiguo profesor del Colegio de Francia, fue el principal continuador de la
obra de Mariette, a cuya muerte ocupó el cargo de director general de las
antigüedades egipcias, con toda clase de facultades concedidas por el gobierno
del país, y lo mantuvo hasta 1887.
Volvió a desempeñarlo en el período comprendido entre 1899 y 1914,
comienzo de la I Guerra Mundial, y murió en París en 1916. Bajo su dirección continuaron sin descanso
las excavaciones, saliendo a la luz nuevos monumentos y papiros. Maspero escribió algunas obras
interesantísimas sobre la civilización egipcia, aunque actualmente están
superadas. Lo que más se aprecia son sus
Cuentos Populares del Antiguo Egipto.
Hoy todo el producto de los trabajos
arqueológicos ya no está en el museo de Bulak, cuyo emplazamiento junto al Nilo
se consideró malsano y cuya capacidad no daba para más. Maspero creó en plena ciudad de El Cairo el
llamado Museo Egipcio, vastísimo palacio rodeado de jardines que tiene frente a
su fachada un monumento dedicado a Mariette.
Es en este museo cairota donde se puede conocer directamente el arte
multicolor de los egipcios. Se ven por
todos sus salones oro y colores. Hasta
las estatuas de madera y alabastro están pintadas con una frescura de tintes
que hacen dudar de su origen remoto.
Además de la policromía de estatuas y muebles, la piedra empleada por
los antiguos artistas de una variada gradación de colores naturales a este
interesante museo. La diorita, el
alabastro, el esquisto verde, la calcárea blanca y amarilla, el asperón rojo y
los granitos rosados y grisáceos de las diferentes canteras del alto Nilo, de
las tierras sudanesas o de las costas del mar Rojo, alternan con la madera como
materiales estatuarios. Casi todas las
cabezas de las esculturas tienen ojos de vidrio con un redondel de ébano y
metal que imita la pupila dándole una fijeza enigmática e inquietante. En el museo hay colosos de varios metros de
altura, que llegan con su mitra faraónica al techo de los salones, y muchas
esfinges, con rostro de mujer y cuerpo de león.
Alineada en armarios de cristal existe toda una humanidad de estatuillas
talladas en madera. Hay que hacer notar
que la pintura no progresó en Egipto como la escultura. Cortó su desarrollo la influencia sacerdotal,
exigiendo una actitud hierática al cuerpo humano, un convencionalismo de
pintura sagrada en las escenas de la vida cotidiana. Todos los personajes tienen la cara de
perfil, el tronco de frente, con los dos hombros iguales, y brazos y piernas
igualmente de perfil. Se pueden admirar
pinturas y bajorrelieves que representan diversas escenas de la vida ordinaria
de los antiguos egipcios. En todo
bajorrelieve que representa al faraón éste aparece siempre gigantesco en
comparación con el tamaño de las personas que le rodean. Resulta interminable la asamblea de reyes y
princesas cinceladas en el granito que representan a las flotas faraónicas en
sus avances por el mar Rojo, o a la reina negroide de Punt saliendo al frente
de sus súbditos para ofrecer árboles de incienso a los marinos egipcios; dioses
fluviales con los pies apoyados en cocodrilos; episodios de guerra, burilados
con una paciencia admirable en las piedras más duras; choques sangrientos entre
enemigos montados en carros que se disparan flechas a granel. En el museo hay sarcófagos en abundancia,
algunos pesadísimos, de sobria ornamentación, imponentes por las toneladas que
representa su masa en una sola pieza.
Hay mesas de ofrendas dedicadas a los muertos, tumbas sostenidas por
gacelas de piedra, cuya forma ligera contrasta con la mole de granito rojo
convertida en sarcófago, y una variedad desconcertante de ataúdes
antropomórficos, cajas de madera pintada, existentes en todos los museos de
Europa, imitando el contorno del cuerpo humano y que tienen en la parte
correspondiente a la cabeza una copia policroma de la cara del difunto. También hay carros faraónicos que todavía se
mantienen sobre sus ruedas. Las joyas de
algunas reinas llenan vitrinas enteras: collares de ristras múltiples, anchos
brazaletes, sortijas, pendientes. Uno de
los tesoros más preciados lo constituyen las pertenencias de la reina
Aah-Hotep, madre de Kamosis y Amosis, los dos valerosos príncipes que acabaron
con el dominio hikso [3]. Los faraones también usaban alhajas, y
algunas de las más famosas pertenecieron al fastuoso Ramsés II. Abundan platos y copas de oro. El antiguo Egipto apenas conoció la plata, y
todo es oro y bronce.
Las momias de Seti I y Ramsés II, se
hallan en el Museo de El Cairo junto a las de otros personajes
importantes. El cadáver de Ramsés fue
colocado por orden de Maspero en una caja de cristal de uno de los
salones. Tenía los dos brazos, con sus
envoltorios de vendas, cruzados en aspa sobre el pecho y las manos tocando sus
hombros. No se sabe como se realizó el
prodigio. Lo cierto es que, debido quizá
a la dilatación que produce el calor sobre ciertas materias, la momia de Ramsés
II, sin perder su inmovilidad yacente, levantó una de sus manos, dando una
bofetada a la cubierta de cristal. Todos
los guardianes egipcios del museo, que habían mirado con cierta alarma la
llegada del terrible personaje, no perdiéndole de vista un momento, se dieron
cuenta inmediatamente del despertar del faraón.
Corrieron despavoridos hacia las puertas, luchando por quien escaparía
el primero, y algunos rodaron escaleras abajo. A otros hubo que curarlos por
haberse arrojado de cabeza a través de las vidrieras de las ventanas al jardín
inmediato.
Uno de los descubrimientos
egiptológicos que han tenido mayor resonancia fue el hallazgo de la tumba de
Tutankamón en 1922 por el inglés Howard Carter, con el apoyo financiero de lord
Carnarvon, en un escondrijo del Valle de los Reyes. Aunque los antiguos ladrones de tumbas habían
logrado localizarla e incluso penetrado en ella, el tesoro estaba intacto. Entre otros objetos, había una máscara de oro
del faraón. El mobiliario de la tumba se
envió al museo, donde da tanta apariencia de frescura como las imitaciones
modernas. En 2014 la máscara fue rota de
un golpe en la barbilla y reparada por los empleados usando un pegamento
vulgar.
Las muestras que se exponen del
Egipto posterior a los faraones, sometido a la influencia grecolatina, son
también de gran valor. La momia, el sarcófago
antropoide, la estela, las estatuas de faraones sentados y los dioses con
cabeza de animal desaparecen para dejar paso a sirenas pulsando liras, imágenes
de Serapis y Afrodita, cabezas de prisioneros gálatas, esculturas sagradas
cristianas, vírgenes coptas de un tallado ingenuo y rudo, capillas que
recuerdan el arte bizantino y todo lo que los anticuarios descubrieron en el
convento de San Apolo, en Bauit, fundado durante los primeros tiempos del
cristianismo triunfante.
[1] William Foxwell Albright: La Arqueología de Palestina, en 1949,
con correcciones efectuadas en 1959.
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