lunes, 12 de octubre de 2015

Madrileño con sangre catalana. Kiko Méndez-Monasterio.

Cincuenta años después de su muerte, además de las polémicas por la necia censura con la que pretenden silenciarle, queda de Foxá su Madrid de corte a checa, una novela maestra por la fuerza de su estilo, pero que además se puede leer como libro de aventuras, como crónica intelectual de la época o incluso -a pesar de ser un enemigo declarado del romanticismo- como continuación de Las memorias de ultratumba de Chautebriand, por ese guiño melancólico de quienes han conocido la dulzura de vivir del antiguo régimen. Los heterodoxos están repletos de bellas contradicciones.

No renegó nunca, pero ya instalado en la figura de epicúreo senador romanomiraría con cierta condescendencia su etapa más juvenil: “Todas las revoluciones han tenido como lema una trilogía: libertad, igualdad, fraternidad, fue de la Revolución francesa; en mis años mozos yo me adherí a la trilogía falangista que hablaba de patria, pan y justicia. Ahora, instalado en mi madurez proclamo otra: café, copa y puro.”

Sobrevivió casi milagrosamente al Madrid republicano. O sin el casi, porque en más de una ocasión recibió en su casa a las brigadas revolucionarias, que miraron debajo de la mesa y de la cama pero no encima del armario, donde había olvidado Foxá la prensa falangista. Él contaba que logró salir de aquella ciudad convertida en checa gracias a que se comió -mano a mano con el secretario de un ministro- los últimos cochinillos de Madrid. Hasta le dieron un puesto como representante de la República en Bucarest, y allí acudió, previo paso por la zona nacional, claro, para ponerse al servicio del gobierno de Burgos.

Llegó la paz aquí y la guerra al resto de Europa. Prisionero de su ingenio se metió en líos tan gordos como él mismo llegaría a ser: diplomático en la Italia de Mussolini, por ejemplo, fue declarado persona non grata por el régimen: unos dicen que a causa de sus bromas inadecuadas hacia el conde Ciano sobre la fidelidad de su mujer (“Si sigue así el alcohol lo va a matar”, le dijo el yerno del Duce. “Puede, pero como usted continúe igual lo va a matar Marcial Lalanda en la Maestranza de Sevilla”, respondió); otros que por decirle a la embajadora alemana, delante de varios jerarcas fascistas, que el Reich demostraba gran valor al elegir a sus aliados. Y es que, además de su novela, su teatro, sus artículos y sus poemas (gigante el titulado Melancolía de desaparecer), a Foxá le sobreviven sus anécdotas, tan innumerables como sus apariciones en sociedad, porque no hay quién le haya conocido y no cuente de él alguna ocurrencia genial. Eso sí, imposibles de contrastar.

Fue en Chile, dando una conferencia en la que afirmaba que en España aún se moría por honor, donde un exaltado le interrumpió diciendo que allí sólo se moría por la democracia. “Ya -contestó rapidísimo el conde- pero eso es como morir por el sistema métrico decimal”. Otra: en una tertulia madrileña algún pelota institucional tuvo la osadía de decir que el Espíritu Santo inspiraba los discursos del Caudillo. “Mañana mismo me hago de Tiro al pichón” apostilló Foxá.

Pero más allá de las anécdotas, nada mejor que su autorretrato para conocerle: “Gordo; con mucha niñez aún palpitante en el recuerdo. Poético pero glotón. Con el corazón en el pasado y la cabeza en el futuro. Bastante simpático, abúlico, viajero, desaliñado en el vestir, partidario del amor, taurófilo, madrileño con sangre catalana”.

Nació en Madrid casi con el siglo, en 1903. Agustín de Foxá Torroba, conde de Foxá y marqués de Armendáriz fue periodista, diplomático, autor teatral y poeta. Sólo escribió una novela, “Madrid de corte a checa” en 1937, pero es legado suficiente como para considerarlo uno de los mejores prosistas de la pasada centuria. Académico de la lengua desde 1956, murió tres años más tarde, el 30 de junio de 1959.

Gaceta.es

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